Fernando Mires 10 septiembre de 2012
No hay palabra que haya sido usada de
un modo tan indiscriminado, y sobre todo, tan aburrido, como la palabra
neoliberalismo. Tanto que a veces se tiene la inevitable impresión de que sólo
es utilizada como medio retórico para descalificar opiniones divergentes. Basta
que alguien se atreva a criticar a algún representante de las ideologías
estatistas para ser calificado de inmediato como neo-liberal.
En gran medida los llamados
anti-neo-liberales recurren a la palabra neoliberalismo de un modo muy parecido
a los estalinistas cuando recurrían al concepto de burguesía. Todo aquello que
discrepaba respecto al último informe de la URSS era calificado por los
comunistas de ayer como una representación de la ideología burguesa.
Lo dicho
contrasta con el hecho de que de los ideólogos que se denominan anti-neo-
liberales, ninguno ha hecho jamás una crítica seria al llamado neoliberalismo.
Pues ¿qué es el neoliberalismo?
Antes que nada es
preciso decir que no se trata de un cuerpo doctrinario homogéneo, sino de un
conjunto de diversas teorías económicas, muchas veces divergentes. Unas, como
las de Friedrich Hayek, Ludwig von Mieses, Carl Menger, se refieren
fundamentalmente al significado del Estado en la economía. Las escuelas de
Fribourg y Münich (Wilhelm Röpke, Alexander Rüstow), ponen el acento en la
generación de los precios y de las ganancias, hasta llegar al monetarismo
norteamericano de Milton Friedmann, quien sugiere controlar el área de la
producción mediante el manejo de los mecanismos de la circulación de capital.
Así como las
teorías económicas de Ricardo, Smith y Marx son hijas de la máquina a vapor,
las llamadas teorías neoliberales son hijas de la robotización, de la
computación, y de la digitalización. En gran medida se trata de teorías
macroeconómicas reactivas, es decir, de teorías que han surgido como respuesta
teórica frente a transformaciones que han tenido lugar en los procesos de
producción contemporáneos. Procesos que han incorporado una tecnología
extremadamente ahorrativa de fuerza de trabajo, hasta el punto que ha tenido
lugar -voy a utilizar por un momento la propia terminología marxista- una
alteración de las relaciones entre capital variable y constante donde el factor
trabajo propiamente tal se ha convertido en un agregado secundario y no
esencial, como ocurría durante el periodo basado en la producción industrial
clásica. O para seguir expresándome en jerga marxista: En virtud del desarrollo
(cualitativo más que cuantitativo) de las fuerzas productivas han tenido lugar
modificaciones radicales al interior de la composición orgánica del capital.
Ahora bien, el
uso y abuso indebido del concepto de neoliberalismo, que tanto caracteriza a
las elites pro-autócráticas de América Latina -cuyo pensamiento trabaja todavía
con las categorías propias a la era de la máquina a vapor- no concuerda en modo
alguno con la presencia real de los llamados neoliberales en la gestión
económica de los diversos gobiernos. Quien no me crea, tómese la molestia de
analizar el currículum de los ministros de finanzas y economía del continente.
No hay casi ninguno, quizás ninguno, que pueda ser calificado como neo-liberal.
Véanse también los nombres de los principales profesores de economía en las
universidades latinoamericanas. Los así llamados neoliberales, en el sentido verdadero y
no ideológico del término, constituyen una minoría absoluta. Analícense
las publicaciones de instituciones académicas, económicas y sociológicas. Casi lo
único que es posible encontrar en ellas son enconados ataques al neoliberalismo
pero, cosa muy curiosa y sintomática, sin nombrar jamás a un solo neoliberal,
como si el neo neoliberalismo no fuesen los neoliberales sino un espíritu
maligno que recorre el mundo y que de pronto se apodera de los seres humanos.
En sentido
estricto, la contrapartida del liberalismo o del neoliberalismo es el
keynesianismo. Los ideólogos del neo-estatismo no se declaran, sin embargo
keynesianos. Ellos se declaran socialistas, y socialistas para ellos significa
lo que siempre ha significado para todas las doctrinas antidemocráticas de
todos los tiempos: el estatismo.
El socialismo
ha sido y es una ideología del estatismo político. Si bien no todo estatismo es
socialismo, todo socialismo, en cambio, es estatista. Por eso no ha de
sorprender que donde más uso y abuso obtiene la palabra neoliberalismo es en
aquellas naciones en donde desde los respectivos gobiernos se incuban proyectos
autocráticos e incluso dictatoriales.
La verdad es que la contradicción entre neoliberalismo y socialismo no existe.
Es una simple invención del estatismo antidemocrático de nuestro tiempo cuyo objetivo
no es otro que la apropiación del Estado a través de la alianza entre
determinadas elites para-estatales y el populismo de masas. El neoliberalismo,
independientemente a su existencia real, cumple la función de operar como el
polo ideológico negativo que requiere el estatismo para afirmarse a sí mismo.
La verdadera contradicción, si elevamos el tema al plano político, es la
contradicción de siempre, la misma que ha recorrido a las naciones
latinoamericanas desde los momentos de su propia fundación hasta ahora.
Esa es la
contradicción entre democracia y dictadura.
La doctrina hegemónica en el pensamiento social latinoamericano no es el
neoliberalismo, es el estatismo. No obstante, como ni al interior de los
diversos gobiernos ni en las principales instituciones que cobijan al
pensamiento macroeconómico es posible encontrar auténticos neoliberales, los
sociólogos y economistas autodenominados anti-neoliberales han inventado la
fábula relativa a que el neoliberalismo viene de afuera. ¿Desde dónde? Pues,
del imperio.
Pero ¿qué es un
imperio? Cualquier diccionario define como imperio una nación que practica una
política expansiva mediante anexiones territoriales realizadas por ejércitos de
ocupación. De ahí que todos los imperios modernos, desde el británico, pasando
por el otomano, hasta llegar al último imperio clásico que fue el ruso-
soviético, han sido imperios coloniales. En ese sentido, los EE UU si han
practicado una política territorial expansiva, ha sido mucho menor que la que
han llevado a cabo naciones muy pequeñas, como por ejemplo Holanda. De tal
modo que en la lista de los imperios clásicos, los EE UU están lejos de ocupar
el primer lugar.
Para el marxismo post-Marx en cambio, no fue la categoría “imperio”, sino la
categoría “imperialismo” la que ocupó un lugar central en sus teorías. Desde
Rudolph Hilferding, pasando por Lenin y Rosa Luxemburg, hasta llegar a André
Günder Frank y la teoría de la dependencia que tanto éxito tuvo en la América
Latina de los setenta, el imperialismo designaba una determinada fase en el
desarrollo del capitalismo mundial (la última o la penúltima, no importa aquí).
El imperialismo no era una nación en particular sino un sistema económico
mundial. En ese punto estaban de acuerdo todos los teóricos de la teoría del
imperialismo.
El gran genio teórico que identificó el concepto imperialismo con una sola
nación fue, como es sabido, Stalin. En cierto modo la tesis estalinista del
"imperialismo en un sólo país" (EE UU) fue un derivado de la tesis
también estalinista aunque radicalmente anti-marxista del "socialismo en
un sólo país".
Stalin fue el primer estadista que
habló del “imperialismo norteamericano”. Sin embargo, como toda producción
teórica estalinista, sería inútil buscar una teoría coherente detrás de esa
designación.
La designación de EE UU como
“imperialismo norteamericano” fue una respuesta a la Doctrina Truman (1946),
doctrina que cerró el paso del avance militar de la URSS en Europa occidental,
en el sudeste asiático después, y en América Latina, con todas las nefastas
consecuencias que todos conocemos. El término fue asumido por los partidos
comunistas, y después por Castro, Che Guevara, Marulanda, Abigaín Guzmán, y
otros benefactores de la humanidad, todos ellos empeñados en aquella locura
destinada a convertir América Latina en un nuevo Vietnam.
Mao Tse Tung por su parte, aplicó el
término imperialismo a la propia URSS de los años sesenta. El nuevo concepto
“made in China” se llamaba “social imperialismo”.
Según la doctrina de Mao Tse Tung, el
“social imperialismo soviético” era el enemigo fundamental de nuestro tiempo
-en las palabras de Mao: la contradicción principal- razón por la cual dio señales
a USA para detenerlo en conjunto. Kissinger advirtió rápidamente que esa era la
oportunidad para salir del pozo en que había caído USA en Vietnam, e
intensificó sus contactos con el líder chino. China detuvo así el avance
soviético del Vietkong en Vietnam, brutal y genocida operación que no duró más
de un mes. A partir de ese momento, el imperio soviético (que eso era)
reconoció que había llegado al límite de su expansión territorial y se encerró
en sí mismo, hasta que las revoluciones democráticas del Este europeo de fines
de los ochenta pusieron fin a tan siniestro capítulo de la historia universal.
Mas, a fines del
siglo pasado, nuevamente el término “imperio” fue puesto de moda. Una de las
razones que explica la reactualización del “imperio” devino de la publicación
de un extraño libro llamado precisamente Empire, libro cuyos autores son
Michael Hard y Antonio Negri. En ese libro los autores nombrados intentaron
reactualizar la teoría marxista leninista del imperialismo. Empire, en
ese intento, menos que un imperio era un concepto para designar a la fase de la
globalización del capital, fase que seguía a la imperialista, considerada por
Lenin como “la fase final”.
El libro Empire
fue muy bien recibido por restos ortodoxos de la intelectualidad marxista
quienes después de la caída del muro de Berlín no podían entender por qué el
llamado capitalismo, habiendo, según ellos, alcanzado la fase imperialista, en
lugar de abrir las compuertas a la llegada del comunismo, había ampliado su
radio de acción incorporando a las pujantes economías vietnamitas, camboyanas,
y sobre todo, el nuevo motor del capitalismo mundial: China. A la vez,
Rusia y sus satélites, particularmente, Bielorusia, se han transformado en las
zonas del capitalismo más salvaje que es posible imaginar. Porque al
lado del capitalismo mafioso de Putin y Lukazensko, el practicado por la señora
Thatcher y por el presidente Reagan era un simple juego de niños.
Ahora ¿qué es el
imperio para la ideología autocrática? Lo mismo que el neoliberalismo: Nada, o
cualquier cosa, o todo junto a la vez. Porque vano será buscar detrás del
concepto “imperio”, no digamos una teoría, sino por lo menos un par de ideas
coherentes. Lo único cierto es que “imperio”, así como el
"neo-liberalismo", es todo lo que no está de acuerdo con sus arcaicas
doctrinas. El “imperio”
ha llegado a ser una fuerza cósmica frente a la cual los ideólogos estatistas
imaginan librar una lucha sin cuartel.
En fin de cuentas, el "neoliberalismo y el “imperio” son construcciones
ideológicas destinadas a orientar políticamente a débiles mentales. Sirven para
justificarlo todo. Luchando contra el "neoliberalismo y el imperio” hasta
las dictaduras más terribles del mundo se convierten en virtuosas. En la noche
oscura del “imperio” todas las vacas son negras. La satrapía persa, la despotía
de Lukazensko, la dictadura cubana, la dictadura de Corea del Norte, la
dictadura de Siria etc. Incluso las FARC han pasado a engrosar los nobles
ejércitos del antimperialismo de nuestro tiempo.El antimperialismo y el neoliberalismo, en la versión de los regímenes autocráticos, ya está en vías de ser lo que fue el “antifascismo” para las “nomenklaturas” del Este europeo. Calificando como fascistas a cada adversario, cualquiera violación a los derechos humanos podía ser justificada. Así como el antifascismo, antes de que fuera convertido en una ideología de poder era una actitud política y moral que llama al respeto y a la admiración, el antiliberalismo y el antimperialismo -ideologías que en el marco determinado por la “guerra fría” tuvieron cierta fundamentación política- han sido transformadas, por las autocracias de nuestro tiempo, en simples ideologías de poder.
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