Por Fernando
Londoño Hoyos septiembre 25, 2012
Hugo Chávez, el funesto presidente de
Venezuela, ha llegado a su ocaso. En las elecciones de octubre perderá
irremisiblemente y no quedan para él otros caminos que un fraude vergonzoso o
el eclipse definitivo de su dolorosa fortuna.
Chávez no llegó al poder porque fuera el mejor, ni el mejor pensador, ni el mejor político, ni el mejor guerrero. Las circunstancias más fortuitas permitieron el ascenso de su estrella. Los demás perdieron, porque Chávez nunca le ganó a nadie. Pero esa también es una forma de ganar y lo que ahora cumple, con el fin de su aventura, es juzgarla.
Arrinconado por su ineptitud de gobernante, empujado hacia adelante por sus infantiles ambiciones, guiado por la ausencia total de escrúpulos en su conducta, Chávez ha gobernado, en cantidad, más que cualquier otro mandatario elegido en las urnas. Y ha gobernado en las circunstancias en que por mandato del destino, ese ciego que maneja tantas veces el camino de los hombres, Venezuela tuvo que ser más feliz, más próspera, más grande. Dios la colmó de bendiciones. Pero permitió que el diablo, a manera de prueba y de balance, le propusiera a Chávez.
Si se entiende por dictadura lo que como tal se conoce desde los lejanos días de la República Romana, la de Chávez lo ha sido a plenitud. Esa madrastra de la historia es la que permite en una sola mano la concentración de todos los poderes. Y Chávez los tuvo todos. Y los dilapidó todos. A su paso no han quedado más que señales de desvarío y destrucción.
Ni siquiera fue Chávez, como tantos de su laya, un constructor de obras materiales. Su patria no le debe un puente, ni un camino, ni un puerto. Al contrario, en estos años de abandono, Venezuela ha presenciado el lamentable deterioro de todas las obras que fueron en su día admiración de América. Tal vez los que visten roja camiseta y a gritos quieren imponerlo de nuevo, no han recorrido sus descaecidas carreteras, ni transitan por sus calles deplorables. Y tal vez no tuvieron la esperanza de que con tanto dinero lloviendo del cielo no se levantaran imponentes hospitales, grandes colegios y universidades, ni siquiera cárceles dignas. La piedra y el cemento no son los pilares de la gloria, pero algo consuelan los generalizados sufrimientos.
Venezuela era un país tranquilo y Caracas una ciudad adorable. Hoy arde por todos los costados el incendio del odio, que prohíja y esconde la más feroz delincuencia. Tanto discurso, sea dicho al paso que de tan mala factura, vendiendo la mercancía del resentimiento, termina por ganar adeptos. La traducción elemental de cualquier “Aló Presidente” es la puñalada en la calle, la extorsión vil, el secuestro miserable. El hermano recela del hermano y ya no quedan amigos, sino cómplices.
Chávez fue capaz de destruir la energía en el suelo del mundo que más rica la posee. Mal contados, ha dejado perder un millón de barriles de petróleo por día de producción. Los cortes de luz en tantas regiones, son un auto cabeza de proceso contra el más deplorable gobierno que nunca padeciera el Continente.
¿Qué se hizo la fortuna sin paralelo de Venezuela? ¿A dónde fueron a parar las billonadas de dólares que la casualidad puso en sus manos? Venezuela está más corta en reservas que los demás países de Latinoamérica. Su moneda tendrá que devaluarse, fatalmente, tan pronto pasen estas elecciones. Los alimentos vienen del exterior, en la escandalosa medida que supera el setenta por ciento del total. El aparato productivo está deshecho, el campo es un erial y las empresas se empeñan en la pobre tarea de la supervivencia. Ese es el cuadro triste del país más rico de toda América.
Chávez tendrá que rendir cuentas. Probablemente salga indemne de los juicios de los hombres, pero vendrán las Erinias a cumplir su cita ineluctable con la conciencia atormentada. Pasada la ocasión del gesto desafiante y de la palabra arrogante, al coronel no le queda otro horizonte que el tormento reservado a los que hicieron sufrir a muchos, sin provecho para nadie.
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