Por Angelica Alvaray, 27/09/2012
El tiempo se hace infinito cuando uno quiere
que algo llegue pronto. Cuando estábamos pequeños, esperar la navidad o el
cumpleaños se hacía eterno, los meses que faltaban eran tan largos que, después
de lloriquear un poco para ver si estaba en manos de papá o mamá apurar las
cosas, se nos olvidaba un rato, solo para que la ansiedad de la espera volviera
unos días o unas semanas después, con las ganas apremiantes de tener el juguete
nuevo, o de que vinieran los amiguitos a la fiesta.
En Venezuela estamos esperando las próximas
elecciones presidenciales desde hace ya mucho tiempo. Hemos vivido los últimos
diez años de elección en elección, de promesa en promesa; hemos visto
candidatos mudarse de bando, de rol, de discurso. En cada votación a la que
hemos asistido, la oportunidad de cambiar el modelo de gobierno ha ido ganado
terreno: ha surgido un nuevo liderazgo político y hemos abierto espacios de
convivencia en un entorno hostil, donde hasta hace poco ha privado el
antagonismo entre bandos que no se reconocían entre sí, donde ganar era
aplastar al enemigo, como si fuera una guerra.
Cambiar por la vía democrática significa
salir a convencer, a motivar, a convocar a la construcción de un mejor país.
Significa también cambiarnos a nosotros mismos. Dejar a un lado el
resentimiento, ese “te espero en la bajadita” que a veces se sale de la
sonrisita del que se siente ganador o poderoso; apartar la amargura, la
frustración, vencer la duda y la indiferencia, el recelo de los que ya han
votado y se han desilusionado una y otra vez.
Por fortuna, entre los nuevos votantes hay un
gran porcentaje de jóvenes con ilusiones frescas, recién salidas del horno,
capaces de soñar y ver un mundo más amable. Entre esos jóvenes está nuestro
candidato, que se ha dedicado en cuerpo y alma a recorrer pueblo por pueblo
para convencernos de que ese cambio es posible.
Faltan menos de dos semanas. Parece una
eternidad llegar al siete de octubre, como cuando el equipo de uno está ganando
por un gol de diferencia y faltan los tres minutos del descuento, tres minutos
que se transforman en ciento ochenta segundos individuales e infinitos. Una
eternidad por lo cerrado de la contienda, gana, no gana, gana; las encuestas
son hoy las margaritas de los enamorados, me quiere, no me quiere, no sabemos
si hay suficientes pétalos, si son pares o impares los números.
No son unas elecciones cualesquiera. Cuando
estemos frente a la pantalla de votación vamos a marcar nerviosos el modelo de
país que queremos. Tocaremos un botón, una tarjeta y ganará el que sume la
mayoría de votos. La suerte estará echada, esperaremos en tensa calma el conteo
de los resultados, ejerciendo como ciudadanos responsables la defensa del voto,
dentro de las leyes y la normativa establecida.
Pero todavía hay que descontar los días uno a
uno, cruzar los dedos para que todo vaya bien, para que los cierres de campaña
sean un reflejo de lo que ha sido este proceso y que al final nos demos como
país la oportunidad de tener unas elecciones limpias y un futuro diferente.
De aquí al siete de octubre, inciertas
condiciones aplican.
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