Fernando Mires 01 de febrero de 2014
Las imágenes que reproduce la pantalla
desde Kiev se parecen como una gota de agua a otras que había visto, no hace
mucho tiempo, desde las plazas de El Cairo, de Túnez e incluso de Damasco. Las
mismas de Varsovia, Praga y Berlín Oriental durante las jornadas de 1989-1990.
Rostros jóvenes, la mayoría universitarios, gentío que denota educación,
conocimiento, urbanidad, en fin todo eso que llamamos en lenguaje corriente,
cultura.
Hay, no se puede negar, si no una
simbiosis, un cierto acercamiento entre democracia y cultura. No siempre ha
sido así. Pero no ha habido ninguna revolución en la cual las clases cultas
-también llamadas, “la intelligentsia”- no hayan sido actores fundamentales. Y
cuando las clases cultas han logrado conexión con los sectores más
empobrecidos, el triunfo de las revoluciones sociales ha sido inevitable.
¿No fueron los bolcheviques durante
Lenin una asociación de intelectuales que actuaban en nombre de "obreros,
campesinos y soldados"? ¿No fue el apoyo de los intelectuales el hecho que
confirió legitimidad a la ideología socialista en la mayoría de los países de
Europa? Incluso la revolución cubana ¿no fue posible sino gracias al apoyo de
los intelectuales locales y de las clases cultas de Europa? Jean Paul Sartre en
la Habana escribiendo "Huracán sobre el azúcar" es entre varias, una
visión prototípica de lo que parecía ser en sus orígenes esa mal llamada
revolución: La unidad del pan con la libertad.
A la inversa, allí donde las clases
cultas han dado la espalda a la revolución, ésta comienza a languidecer.
Sajarov en la URSS, los intelectuales de KOR en Polonia, las
"kavarnas" (cafetines) en donde se reunía la gente de Havel en Praga,
es decir, hechos a los cuales nadie daba importancia, señalizaban -eso lo
sabemos ahora- nada menos que el comienzo del fin de las dictaduras comunistas.
Por la misma razón no sería exageración afirmar que la revolución (no la
dictadura) cubana también terminó el día en que fue atrozmente humillado
Heberto Padilla, o cuando a Lezama Lima le hicieron la vida imposible, o cuando
Cabrera Infante entendió que si quería seguir escribiendo no podía vivir más en
Cuba, o cuando el suicidio de Reinaldo Arenas fue inducido por el terror
castrista. Esa es la razón también por la cual la dinastía de los Castro tiene
más miedo a Yoani Sánchez que a mil ejércitos. Las revoluciones, cuando han
perdido las ideas, ya no son revoluciones.
Llenas de ideas, no solo de gente
parecía estar en 2011 la Plaza Tahrir en El Cairo. Sus imágenes, como hoy las
de Kiev, eran utópicas. Estudiantes en jeans confraternizaban con mujeres
embutidas en arcaicos velos negros. Universitarios occidentalizados marchaban
junto con salafistas y "hermanos" religiosos. Demasiado bello para
que fuera realidad. Muy pronto quedó claro que Mubarak había sido derrocado por
dos revoluciones antagónicas: la de las clases cultas y las de las clases
pobres, estas últimas en nombre de Dios; las primeras, en nombre de la
libertad. No pasaría mucho tiempo para que la una se volviera en contra de la
otra. División fatal que hizo posible el regreso de los esbirros de Mubarak.
¿Por qué luchan la gente en Kiev? Los
periodistas afirman: ellos quieren pertenecer a Europa y no a Asia, es decir,
quieren ser miembros de la comunidad europea y no de la de Putin. Por supuesto,
no se trata de una pertenencia geográfica. Ser europeos significa para ellos
acceder a los derechos proclamados una vez en Francia, a la libertad de
pensamiento y de opinión, a la libertad de reunión y de asociación, a una
prensa libre, a la división de los poderes estatales, a elecciones no
fraudulentas.
Sin embargo, a medida que en Kiev se
iba la tarde y comenzaba la noche, aparecían en la pantalla otras personas, ya
no tan jóvenes. Gente con rostros crispados. Gestos torvos y cuerpos mal
vestidos. Algunos con el evidente propósito de golpear a alguien; a quien
fuera. O saquear alguna tienda. También ellos desean, nadie puede discutirlo,
ser miembros de Europa. Pero la Europa que ellos quieren no es la de las clases
cultas. Ellos desean una Europa que les de trabajo, comida, casa, televisores,
electrodomésticos, automóviles. Y desde el punto de vista de sus carencias, tienen
toda la razón del mundo.
Nuevamente surge la pregunta. ¿Será
posible que en Kiev ambas imágenes coincidan alguna vez en el mismo tiempo y en
el mismo espacio? Tanto las clases cultas como las clases pobres levantan
reivindicaciones legítimas. Pero por el momento solo marchan unidas en contra
de la autocracia. ¿Qué vendrá después? Lo mejor es no hacerse ilusiones.
Poco a poco he llegado al
convencimiento de que solo hay dos tipos de revoluciones: las fracasadas y las
traicionadas.
Lo dicho no significa restar apoyo a
la gente de de Kiev, sean cultos o incultos. Pero hay que apoyarlos no porque
son revolucionarios sino porque los fines que ellos persiguen son justos. Y eso
basta, eso basta. Lo demás es pasto seco.
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