Por Angelica Alvaray, 08/02/2014
Esta semana se cumplieron 22 años del Golpe
de Estado que intentó Chávez con un grupo de compañeros militares. Alguien
comentaba que ese fue el evento donde le robaron el futuro a los jóvenes del
país. Eso me dejó pensando, sin duda fue el momento en que se comenzó a
resquebrajar la estructura formal de la democracia, pero ésta ya sufría de
osteoporosis, una osteoporosis que a los políticos viejos les cuesta reconocer.
El cáncer ya venía corroyendo las entrañas
del sistema, aún cuando se seguían guardando las apariencias los problemas
estaban ahí: la dependencia del petróleo, el empresariado oportunista, la
corrupción cómplice, el flácido sistema judicial, la desigualdad creciente, la
apatía de la clase media, el deterioro de la educación pública, la pérdida de
valores y de metas comunes como sociedad. Todo eso coexistía en una ilusión de
democracia salpicada de reductos de excelencia: PDVSA, el Metro de Caracas, la
alcaldía de Chacao, el sistema de orquestas (que ya existía y cosechaba
éxitos), entre otros. El Congreso era como una especie de mercado persa, donde
se comerciaba con las decisiones: yo te apoyo en esto si tú me apoyas en esto
otro; se debatía, pero las discusiones no necesariamente llegaban al hueso,
solo hasta donde los distintos bandos disponían, para acomodarse a sus agendas
personales o intereses partidistas.
A partir del mismo 4 de febrero de 1992
comenzó la caída, anunciada en sesión extraordinaria del Congreso, cuando el
mismísimo Caldera, defensor de la democracia, dio un discurso donde
“justificaba” la acción de los golpistas, dado el entorno de corrupción y la
falta de acciones que atenuaran las medidas económicas en las que se había
embarcado el gobierno de turno:
“…Es difícil pedirle al pueblo que se inmole
por la libertad y la democracia cuando piensa que la libertad y la democracia
no son capaces de darle de comer, de impedir el alza exorbitante en los costo
de la subsistencia, cuando no ha sido capaz de ponerle un coto definitivo al
morbo terrible de la corrupción, que a los ojos de todo el mundo están
consumiendo todos los días la institucionalidad venezolana…hay un entorno, hay
mar de fondo, hay una situación grave en el país, y si esta situación no se
enfrenta el destino nos reserva muchas y muy graves preocupaciones”.
Por mucho que nos hubiéramos dedicado a
proyectar el futuro, nunca nos hubiéramos imaginado la clase de problemas que
hoy estamos enfrentando. La corrupción de la que hablaba Caldera en ese
discurso es hasta ingenua, ante lo que estamos presenciando. No solo no tenemos
instituciones fuertes e independientes, sino que lo que hoy existe es una
maquinaria ineficiente y podrida, que traga dinero en dólares y es incapaz de
proveer bienes o servicios a la ciudadanía. El espiral centralizador y
controlador ha traído como resultado que la sociedad venezolana tenga hoy los
peores índices de inseguridad, escasez, inflación y corrupción en la historia
del país.
Ante estos resultados, nos preguntamos qué
podemos hacer. “Lo peor es la resignación” decía Simón Boccanegra esta semana,
analizando las reacciones (o la apatía) de la gente ante el caos que prevalece.
Yo creo que no es así. Cuando uno se resigna es porque admite un hecho fatal
como la muerte o una enfermedad incurable, se rinde ante una evidencia que está
más allá de sus manos, que puede ser admitida con dolor o con tristeza. Pero
cuando vemos a la gente haciendo cola sumisa frente a los anaqueles vacíos, con
la esperanza de que en algún momento abran una caja de leche o llegue un
cargamento de aceite o de azúcar, cuando vemos esa misma gente saltar de
alegría porque consiguió tres paquetes de harina debajo de un coleto, donde
alguien, seguramente un empleado, los había tratado de esconder como un botín
para sacarlos después de que terminara su turno, vemos la sumisión total, la
derrota, la entrega. Y para mí eso es lo peor, esa alegría sumisa.
No sé cómo podemos revertir lo que ahora tenemos encima. Estoy segura que no
es buscando culpables dentro de las filas de la oposición, sino organizando una
protesta diferente, buscando información para denunciar con nombre y apellido,
apoyando las iniciativas inteligentes de diputados y alcaldes, profesores y
estudiantes, cuando señalan fechorías concretas y exigen acciones contra los
responsables. Es necesario quebrar la épica de la guerra económica y alzar la
bandera de la denuncia, exigir resultados, poner la responsabilidad donde
siempre ha estado, en el gobierno de turno. Levantar polvaredas de guerra de
bando y bando no contribuye a conseguir la solución, solo enceguece a los
bandos. Pero tampoco podemos quedarnos sin hacer nada. Porque lo peor es la
alegría.
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