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jueves, 3 de abril de 2014

PLUMARIOS, VÍCTIMAS, VICTIMARIOS

Américo Martín 27 de marzo de 2014
amermart@yahoo.com
@AmericoMartin

El gobierno de Maduro y Diosdado va contra la corriente; y por el contrario, la disidencia democrática va con ella, avanza sobre su caudal. El tiempo juega a su favor  y en contra del gobierno.

Aunque éste ha perdido por completo su capacidad de movilización humana, su atractivo o gancho para despertar entusiasmo en sus seguidores, ha logrado acumular -aquí, ahora- un poder demoledor si se mide en armas de fuego tronando, control de recursos del Estado y dominio de las instituciones, incluso de aquellas concebidas como autónomas o independientes: los poderes ejecutivo, legislativo, judicial, contralor, fiscal, electoral y defensoría del pueblo.

Ese dominio exorbitante ha servido para eliminar las funciones constitucionales referidas a las áreas fiscal, penal, laboral, y borrar del mapa el concepto básico de toda democracia digna de ese nombre: el equilibrio de poderes, aparte de la imposibilidad legal de consolidar caudillajes al margen de la ley

A la suma de recursos al servicio del gobierno deben agregarse el potencial militar, el paramilitar y el policial.

Los recursos que maneja el partido de gobierno y sus precarios aliados no tienen parangón. La impunidad de sus actos, la manipulación de la ley y el ventajismo son factores concurrentes de poder.

Es por eso que aun careciendo de la emoción popular y de la estupenda capacidad opositora de canalizar descontentos y convertirlos en voluntad de cambio, el gobierno –como es ampliamente sabido- está en capacidad de emparejarse a lo macho y de neutralizar en buena medida la creciente expansión del movimiento opositor. Es la dialéctica de la fuerza contra la razón.

Si Venezuela siguiera siendo un Estado democrático o “social de derecho”, para emplear la terminología de la vulnerada Constitución de 1999, el principio de legalidad casi bastaría para enervar la amenaza oficialista. Pero precisamente por eso es que los atributos democráticos de Venezuela ya no existen. El país funciona como autocracia, como dictadura, aunque, conforme a los nuevos tiempos, se esmere en preservar la raída legitimidad de origen.

¡Qué fácil sería prescindir del lastre democrático-formal como lo hacían los viejos tiranos, los Somoza y Trujillo, los Pérez Jiménez y Batista, los Videla y dictadores militares brasileños y uruguayos! Pero eso ya no es fácil ni posible. Finalizada la guerra fría y debido al gran desarrollo del Derecho Internacional Humanitario y sobre todo, de la gravitación de la esfera de los Derechos Humanos, los dictadores latinoamericanos se han obligado a revestirse de “constitucionalidad” por lo menos en lo relacionado con su origen electoral aunque pasando por sobre la legitimidad de desempeño. El todo es convocar elecciones aunque rodeándolas de un ventajismo tan insólito y con feas manchas fraudulentas para imponerse después del escrutinio o antes, si fuera necesario.

Sin embargo, en el ordenamiento jurídico internacional y específicamente en la Carta Democrática de la OEA, ya no basta conseguir el poder con dudosas o torcidas manipulaciones electorales. Hitler y Mussolini emanaron del voto popular pero nadie en su sano juicio podría considerarlos mandatarios democráticos, porque en su ejercicio fueron las más altas expresiones del fascismo militante, de la barbarie en el poder. La obra clásica de Hanna Arendt, Las raíces del totalitarismo, toma dos modelos ya clásicos: el nazismo y el comunismo, encarnados en sus personajes históricamente más tortuosos: Hitler y Stalin.

El problema latinoamericano de nuestros días, es que varios gobiernos están inclinados a conformarse con la llamada “legitimidad de origen” para no tener problemas con el demencial gobierno venezolano, que tan útil les ha resultado. Ante las acusadas pruebas testimoniales, gráficas y de videos sobre violaciones a DDHH, aceptan –sin duda por razones difíciles de explicar- la miserable decisión de la mayoría de la OEA de taparse los oídos, la trompa y la vista (como los tres monos sabios del norte de Japón) frente a las graves denuncias de la disidencia democrática, al punto de prestarse a silenciar la voz de María Corina Machado.

La cobardía, la falta de principios y la indignidad reinantes en varias estructuras regionales nos dan una medida de la degradación política que ha doblegado a antiguos luchadores contra las dictaduras, hoy devenidos dictadores ellos mismos.

Esa sinuosa conducta internacional ha prestado un servicio indirecto a la causa democrática. Si hubiesen escuchado a la diputada Machado seguramente el impacto mediático universal no habría sido tan notable como el provocado por la cobarde mordaza.

En las deplorables condiciones en que el bloque gobernante se encuentra, la carga de sostener esas útiles complicidades se está haciendo insostenible y por eso, porque el régimen está contra la corriente, conductas tan sombrías no deben contar con disfrutar de larga vida.

A la OEA, a Unasur debe haberlos preocupado la franqueza de Maduro y Diosdado en relación con la diputada Machado. La despojaron de su condición constitucional. Lo decidieron así sin tomarse el trabajo de respetar el procedimiento constitucional que todas las sociedades democráticas aplican.

Maduro y Diosdado humillaron a sus propios funcionarios. A la Fiscal del Ministerio Público, a los magullados magistrados del Tribunal Supremo y a los diputados oficialistas. No fueron consultados, no fueron requeridos, el rayo autocrático cayó sobre sus calvas, y no obstante todos ellos, sudorosos, agitados, tratando de ser los primeros en cumplirle a sus jefes,  emborronaron cuartillas para darle formas legales a la desnuda arbitrariedad.

Plumarios, cagatintas, leguleyos, con aire de duques ofendidos y palabras completamente devaluadas; es ese el elenco encargado de proyectar delitos contra quienes no entren en el molde de pensamiento único.

Sus perseguidos sin causa. Sus víctimas convertidas en victimarios, por arte de birlibirloque.


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