Roberto Mena 29 de octubre de 2016
Los
escritores, a menudo, reconocen la importancia de las palabras y sentencias
iniciales de un escrito. Las imágenes captan la atención; las palabras atraen;
los tonos reclaman; incluso los documentos oficiales de la Iglesia se
aprovechan de esta dinámica.
Los
documentos de la Iglesia generalmente recorren las épocas con nombres asentados
y, a veces, familiares (sí, incluso en Latín) como Sacrosanctum
Concilium, Lumen Gentium, Gaudium et Spes, y Dei
Verbum.
“El
rostro de la Misericordia”, la “bula de convocación” del papa Francisco, que
introduce el Año Jubilar de la Misericordia, comienza con dos palabras latinas
simples: Misericordiae Vultus, es decir, “el rostro de la
Misericordia”.
La
traducción de su primera frase indica simplemente: “Jesucristo es el rostro de
la misericordia del Padre” (MV # 1)
Aunque
evita los juegos de palabras, el documento capitaliza, con cierta frecuencia,
esta imagen del rostro.
Cuatro
veces se refiere el papa Francisco al “rostro” (# 1, 4, 17, 25).
Vinculada con esta imagen del rostro, cuatro veces Francisco se refiere a la “mirada”,
ya sea como sustantivo o verbo, ya sea nuestra mirada o la de Dios (MV # 3/2
veces, 7, 8).
Francisco
afirma: “Hay momentos en los que de un modo mucho más intenso estamos llamados
a tener la mirada fija en la misericordia” (MV # 3).
Más
adelante en el documento, cuando se hace referencia a la Virgen María,
Francisco hace hincapié en su “rostro” y sus “ojos misericordiosos” (MV # 24).
Los
rostros son importantes para Francisco. Surge la pregunta: ¿por qué? Merece la
pena profundizar un poco en la respuesta.
Por
extraño que parezca, salvo la conversación sobre la toalla de la Verónica, su
“velo”, como a veces decimos (recuerda, Vero-nica significa esencialmente
“rostro verdadero”) y la Sábana Santa de Turín, no sabemos casi nada sobre la
cara real de Cristo; mucho menos sobre el rostro de María.
Los
evangelios no dicen nada acerca de sus rasgos faciales, aunque posiblemente
podríamos conjeturar algunos aspectos: el color de los ojos, la nariz, cejas
pobladas o no, los labios delgados o gruesos, las patas de gallo, otros…
Aun
así, las caras ocupan un lugar preponderante en la vida diaria. Industrias
enteras capitalizan (la palabra elegida aquí es a propósito) en embellecer la
cara. La pesadilla de la televisión de alta definición incluye una inspección
detallada de las imperfecciones del rostro.
Así pues,
¿por qué el rostro en la Bula? Más importante aún, ¿por qué el “rostro de la
Misericordia”?
Tal
vez porque los rostros, como Francisco parece conocer, tocan la realidad. Los
obsesionados por el gimnasio hacen ejercicio, sin preocuparse excesivamente por
el rostro; sin embargo, los esteticistas se centran en las caras.
El
rostro “expresa” de una manera posiblemente diferente a cualquier otra parte de
la persona o del cuerpo humano.
El
rostro de Cristo supone un lugar denso o intenso de la Encarnación (cf. Jn 14,
9). Concreto, único, comunicativo; la cara contempla, y nosotros contemplamos
las caras.
Curiosamente,
diversas escuelas filosóficas de pensamiento se han centrado en el rostro y la
mirada. No se intuye en la bula de convocación si Francisco es consciente de
esto, pero es difícil pensar que no lo es.
El
famoso filósofo judío Emmanuel Levinas perfila una ética bastante sustancial
basada en el fenómeno del rostro. Una pequeña muestra de su pensamiento incluye
las siguientes joyas visionarias y provocativas: “La cara es una presencia
viva; es una expresión…
La
cara habla”.
“…La cara me habla y por lo tanto me invita a la relación…”
“La cara es lo que nos prohíbe matar”.
“La piel de la cara es la que queda más desnuda, más necesitada… Existe una pobreza esencial en la cara”.
No es,
pues, sorprendente que la Bula incida tanto en el rostro como en la mirada y
la observación. Aunque Francisco nos invita a contemplar el rostro de la
misericordia de Dios en Cristo, el primer movimiento reside teológicamente en
Dios.
La
mirada de Dios precede a la nuestra. La teología de la gracia nos reclama que
recordemos esta mirada divina previa. Como Francisco observa en varios lugares, “Dios
va siempre por delante de nosotros”.
No
parece haber una distinción de clase entre simplemente mirar y “contemplar”.
Contemplar implica
algo más que la mera visión física; implica un anhelo persistente
y amoroso, un compromiso de Dios sobre los niveles más
profundos, que brota de la ternura.
Generalmente
no contemplamos a las multitudes y en la calle; probadlo, y es muy probable que
seáis detenido o, al menos, advertidos. Pero Dios no se limita a “vernos” o
simplemente “mirarnos”. Dios nos mira profundamente. Tomando prestada una vieja
expresión, Dios simplemente no puede quitar su (o sus) ojos de nosotros.
Tal
vez podríamos discernir una estrategia aquí. La Misericordia tiene rostro: es
Jesucristo; por lo tanto, la misericordia implica Encarnación, o,
utilizando categorías teológicas abstractas, una ontología de clases de la
Encarnación Trinitaria.
En
Cristo, la Palabra se hizo carne y, entre otras cosas, nos miró intensamente.
Por tanto, responder a y en la misericordia implica estrategias
concretas y relaciones particulares.
Aun
sin negar la importancia de las meta-teorías de la misericordia (o para lo que
nos importa, la justicia), Francisco parece interesado en las
concretas y particulares realizaciones de misericordia, o, por emplear la
imagen, los rostros de la misericordia.
Me
viene a la mente la escena de la antigua película Monsieur Vincent,
en la que san Vicente se encuentra en presencia de Richelieu, protestando
torpemente de que ya Richelieu no se acuerda de los rostros y los
nombres de los pobres.
Mientras
que la historicidad de la escena es altamente cuestionable, sin duda la idea se
apoya en un aspecto de la espiritualidad de Vicente. La ficción imaginativa no
niega la verdad.
Vicente
se involucra no sólo con la pobreza y sus rostros, sino con los rostros
concretos de los pobres. La piel vulnerable y frágil de los rostros únicos
ocupa un lugar preponderante, al menos, en una parte de la espiritualidad
vicenciana.
Me
acuerdo aquí del bello poema en prosa, de Brian Doyle, titulado A
Shimmer of Something [Un reflejo de algo], en una colección con el
mismo título, en el que Doyle describe la misa funeral de “la madre anciana de
la mujer que se casó conmigo” y el desfile de amigos y la familia que, en su
camino a recibir la comunión, tocaron a su esposa.
“Algunos
se inclinaban para abrazarla. Algunos tocaban su pelo con suavidad. Algunos tan
solo colocaban una mano sobre su hombro. Una mujer se agachó y tomó su
rostro entre sus manos por un instante. Desde luego, lloré”.
Esto
añade un nuevo sentido a la expresión “obras de misericordia corporales”. Ahí
está el rostro de nuevo. Citando a Francisco, refiriéndose a Cristo: “Su carne
se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado,
desnutrido, en fuga… para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo
asistamos con cuidado” (MV # 15).
Las
preguntas que nos surgen son bastante obvias. Usando un tipo de imaginativa
meditación ignaciana, ¿cómo se ve el rostro misericordioso de Cristo?
¿Cómo se ven los rostros concretos de los pobres que conozco? En el
Reino de la misericordia de Dios, no hay rostros anónimos en la multitud.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico