Por Yedzenia Gainza,
24/10/2016
Cuando el 4 de febrero de 1992 un hombre engañó a
un montón de jovencitos llevándolos a ciegas para dar un golpe de Estado que
bañó de sangre las calles de Caracas, algo cambió en la mente de muchos
venezolanos. El 4 de
febrero que todavía celebra el chavismo es una fecha que divide nuestra
historia entre cuándo a pesar de todo podíamos vivir en paz y cuándo conocimos
el rostro de los asesinos que transformarían el país en una tiranía.
Aquella Venezuela con la suficiente fortaleza
institucional no sólo fue capaz de poner tras las rejas a un asesino que con
mucha verborrea llena de palabras que suenan bonito (pueblo, sentido común,
poder popular, lucha, patria…) sino también de destituir un presidente en pleno
ejercicio de sus funciones para juzgarlo por malversación de fondos. Eran los
años de una Venezuela con problemas pero con una calidad democrática tal que no
podía ni en sus peores pesadillas prever un escenario como el que tenemos en
estos días. Eran los años en los que para ser Fiscal General de la República
era necesario poseer una dignidad e independencia demostrable, no ser el
abogado defensor de los intereses de un partido político. Eran los años de un
Tribunal Supremo de Justicia compuesto por verdaderos profesionales del
Derecho, garantes de la Constitución, no de monigotes con la “rodilla en
tierra”.
El caso es que ya no podemos hablar de lo que pudo
ser y no fue, sino de lo que es. Vivimos bajo un régimen cuyos protagonistas se
dieron a conocer a través de un golpe de Estado. Muchos de ellos no pagaron por
sus crímenes porque las causas fueron sobreseídas (Caldera, gracias por nada) y
los errores de aquella imperfecta democracia los estamos pagando con lágrimas
de sangre. La corrupción que tanto nos asqueaba hace dos décadas, las medidas
económicas que llevaron a la desesperación de una nación entera no fueron más
que un cuento infantil al lado de la situación que estamos atravesando.
La ingenuidad de un país sin extremismos, la
tranquilidad de décadas que habían sepultado la sombra de la dictadura y las
ganas de dar una patada a los corruptos a los que atribuíamos todos nuestros
males dieron lugar a que millones de venezolanos se dejaran encantar por un
flautista que desdeñaba a la clase política y se jactaba de ser como “el
pueblo”, como “la gente”. El golpista se presentó como el milagro que acabaría
con la pobreza y la desigualdad, como el hombre que acabaría con la corrupción
de la IV República jurando que transformaría nuestra Carta Magna para crear una
más adecuada a nuestros tiempos. El resentido que condenó a los ricos porque
ser rico era malo –hasta hasta que él también lo fue.
No podemos decir que Hugo Rafael Chávez Frías no
cumplió con sus promesas, a la vista está la cantidad de venezolanos que están
muriendo por falta de alimentos o medicinas. Si seguimos así, dentro de poco no
quedarán muchos pobres que se diga. Desigualdad hay más bien poca (cúpula del
PSUV aparte, claro) pues la clase media ha desaparecido y prácticamente todo el
país está pasando por las mismas dificultades para hacer (cuando se puede) tres
comidas al día. La corrupción de la IV República despareció, ya que la
inmensidad del desfalco que han llevado a cabo ministros, gobernadores y por
supuesto el mismísimo Chávez no tiene comparación con todos los millones que se
llevaron todos los corruptos juntos en los cuarenta años de democracia que
llevábamos cuando ese asesino cobarde llegó al poder.
Ese que juró ante una “moribunda Constitución” fue
el mismo que siete años antes había intentado matarla queriendo tomar por
asalto las instituciones de nuestro país. Ese que con el cuento de una
Constitución más justa quiso (y en cierta forma lo hizo) hacerse un país a la
medida de lo que a él le diera la gana. Ese que en algunos casos pagó miles de
millones de dólares nacionalizando empresas que ahora sólo producen pena
ajena, que despilfarró dinero regalándolo como si fuera de su bolsillo y sin
contar con nuestro consentimiento. Ese que convirtió a la empresa de
hidrocarburos más competitiva del mundo en un barril sin fondo que ahora debe
hasta los bolígrafos con los que se firman los contratos amañados. Ese que
hablaba de la importancia de lo nuestro pero se rodeaba de peseteros asesores
extranjeros a los que les importaba un carajo nuestro destino, pues todavía la
comisura de los labios se les sigue llenando de saliva cuando recuerdan la vida
que llevaban en Miraflores.
El embaucador de Sabaneta y sus compinches, después
del primer golpe de Estado y poco a poco a lo largo de estos diecisiete
malditos años han ido pisoteando una y otra vez la Constitución, la misma que
él se atrevió a llamar “la bicha” aunque a juzgar por sus acciones pudo
perfectamente llamarla “la puta” mientras el resto de los venezolanos la vemos como
“la violentada”.
Los golpistas que quisieron hacerse con el poder
por las malas, que en su segundo intento incluso bombardearon Caracas, por más
que se disfrazaron de ovejas nunca dejaron de ser lo que siempre han sido,
manipuladores que no tienen ningún respeto por la democracia. Su único objetivo
era sustituir a los corruptos de la IV por los que junto con ellos
construyeron ese rancho llamado V República. Prueba de ello es el último golpe
que han dado a los venezolanos: suspender
el Referendo Revocatorio que sacaría a Nicolás Maduro, ese heredero
descerebrado que Chávez dejó al país como guinda a su revolución saqueadora en
la que se dio el lujo de morir matando. Para despejar las dudas sobre el
carácter autoritario del chavismo (si alguien las tuviere) bastan las palabras
de Maduro: “¿ustedes se van a calar otras elecciones donde la oligarquía tenga
algún triunfo?”
La Asamblea Nacional se ha pronunciado contra la
suspensión del referendo cuyas firmas serían recolectadas entre el 26 y el 28
de este mes bajo unas condiciones draconianas nunca vistas. Así mismo, ha
declarado la ruptura del orden constitucional. Sin embargo, el chavismo no
entiende de razones, para ellos la democracia es lo que ellos digan, los votos
que cuentan son los que les benefician y la opinión contraria es golpismo. En
esto último son expertos, siguen celebrando uno de los golpes que perpetraron
al tiempo que no paran de recrearse como víctimas del que sufrieron, pues hasta
para eso aplican la ley del embudo. Según el chavismo hay golpes buenos y
golpes malos. Los malos contra ellos, claro.
Venezuela está bajo un régimen asesino,
torturador y corrupto al que desde el principio sin tener ni una sola
cuota de poder ni tres lochas en el bolsillo no le tembló el pulso para darle
plomo a quien se le opusiera en el camino. El régimen que además de rapiñar la
bonanza más extraordinaria conocida por este país, insiste en calificar a sus disidentes
como portadores de eso que ellos representan y siempre han fomentado: la
violencia, el odio, la división… No podemos permitir más puñetazos en la cara
ni seguir poniendo la otra mejilla. Hay que combatir a los tiranos que
violan continuamente la Constitución, luchar hasta recuperar el país que nos
pertenece. Seguir demostrando (como alguien nos recordó hace un par de días)
que somos pacíficos pero no pendejos. Esta puede ser la última oportunidad que
tengamos.
¡Basta de golpes!
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