Por Ignacio Ávalos Gutiérrez
I.
El 22 de octubre del año
1941, hace casi tres cuartos de siglo, Daniel Canónico, un dios grandote y
robusto que se disfrazó de pitcher, derrotó a la novena cubana tres carreras
por una para que, contra el vaticinio de entendidos y profanos, e incluso de brujos
y astrólogos, Venezuela ganara el Campeonato Mundial de Beisbol. El presidente
Isaías Medina Angarita declaró ese día como fiesta y el beisbol tomó, para
siempre, el título de pasatiempo nacional. Así quedó en los libros de historia,
pero sobre todo en la cultura vernácula, volviéndonos a todos religiosos de una
religión laica. Desde entonces, los venezolanos tenemos, en la propia cédula de
identidad, registrada la afiliación hacia algún equipo, incluso para los que no
saben lo que es un pisicorre o crean que el robo de base es un evento que se
sanciona con prisión, y la bola ensalivada, cosa de malos modales. Así, el
beisbol se convirtió en el deporte que nos abastece de palabras y frases que
nos resultan imprescindibles para contarnos y explicarnos la vida, el deporte
del que estamos hechos los venezolanos, de acuerdo con el excelente resumen
sociológico expresado hace varios años en la cuña de un refresco.
II.
Desde hace setenta años en
cada octubre se inicia nuestra temporada de beisbol, ese juego figurado por
Jorge Luis Borges como un “libro raro que se escribe a la vista de los
espectadores”. Esta vez, como en las anteriores más recientes, se comienza
teniendo que vencer algunas trabas derivadas de la crisis económica que nos
agobia, además de las que sempiternamente se originan por la dependencia del
beisbol norteamericano y que generan dificultades diversas para conformar los
equipos, determinando qué jugadores pueden participar, por cuánto tiempo y de
qué manera, todo conforme al interés del conjunto al que pertenecen en el así
llamado beisbol organizado (el de Estados Unidos, se sobre entiende).
El país voltea, entonces, la
mirada hacia este juego curioso hecho de interrupciones y vacíos, en el que
durante la mayor parte del tiempo los jugadores parecieran ser observadores y
no protagonistas, y en el que el equipo que ataca no es el que tiene la pelota.
Un juego que se rige por reglas muy complicadas y se calibra a través de
sofisticadas estadísticas, conforme pauta la denominada “sabermetría”, y que no
tiene límite de duración ni admite la posibilidad del empate. En suma, y como
suele decirse, un deporte que se juega con una pelota redonda, pero que viene
en caja cuadrada.
III.
Así, en este espectáculo que
transcurre sobre un terreno dibujado como diamante, por estos días los
venezolanos nos refugiamos para protegernos del país extraviado y hostil en el
que, por ahora, transcurrimos. Para guarecernos a ratos, ratos que duran nueve
innings, ejerciendo el derecho constitucional a la evasión, a sabiendas de que
el exceso de realidad es nocivo para la salud, mucho más que el cigarro y la
comida rápida o el sedentarismo. Nos cobijamos, así pues, bajo esa extraña y
sabrosa sensación de normalidad, la que nos deja ver que la vida venezolana
también tiene escenarios amables, libres de la desazón que rige en las afueras
del estadio.
IV.
En mi caso, y perdone el
lector la referencia personal, cada octubre significa dedicar buena parte de
mis angustias e ilusiones a Los Tiburones de La Guaira, equipo del que soy
feligrés. En esta temporada que recién comienza será ir al estadio cuantas
veces me lo permita el bolsillo y esperar que Oswaldo Guillén, el nuevo manager
del equipo, pueda reeditar, en versión siglo XXI, la guerrilla guaireña a la
que perteneció como jugador, la que nos dio nuestro último campeonato, hace
tres décadas.
Harina de otro costal.
Primero fue el diputado
Pedro Carreño. Luego, días después, han seguido otros líderes del PSUV y
finalmente, hace poco, el propio presidente Maduro. Palabras más, palabras
menos, han afirmado que no hay dinero para llevar a cabo las elecciones
regionales y tampoco, según lo dejan caer, como sin querer queriendo, el
referéndum revocatorio y hasta las elecciones presidenciales de 2018. Dicho en
resumen, argumentan que, dada la grave situación del país, no tiene sentido
pensar en tales eventos.
En estos tiempos venezolanos
siempre hay lugar para nuevas sorpresas. Cierto, hasta ahora uno pensaba que la
democracia no se valoraba en dinero. Ahora se entera de que la democracia puede
suspenderse por falta de presupuesto. Es asunto muy grave, incluso anunciado
como mera posibilidad.
11-10-16
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