Joschka Fischer 06 de octubre de 2016
Este
año y el próximo, los votantes de las principales democracias occidentales tomarán
decisiones que podrían cambiar de modo fundamental a Occidente -y al mundo-
como lo hemos conocido por décadas. De hecho, algunas de estas decisiones ya se
han tomado: el principal ejemplo es la reciente decisión del Reino Unido de
abandonar la Unión Europea.
Mientras
tanto, bien podría ser que Donald Trump y Marine Le Pen ganen las próximas
elecciones presidenciales de Estados Unidos y Francia, respectivamente. Hace un
año habría parecido absurdo pronosticar la victoria de cualquiera de ellos, pero
hoy no podemos decir lo mismo.
Las
placas tectónicas del mundo occidental han comenzado a desplazarse, y a muchos
les ha costado darse cuenta de las potenciales consecuencias. Hoy, después del
referendo del Brexit del Reino Unido, vemos el asunto con algo más de realismo.
La
decisión del Reino Unido fue un rechazo de facto a un orden
europeo de paz cimentado en la integración, la cooperación y un mercado y
jurisdicción comunes. Surgió de una creciente presión sobre tal orden, tanto
interna como externa. En lo interno, el nacionalismo ha ido ganando fuerza en
casi todos los estados miembros de la UE, mientras que en lo externo Rusia está jugando a la política de las grandes potencias,
promoviendo una “Unión Euroasiática” (eufemismo por un nuevo dominio ruso sobre
Europa del Este) como alternativa a la UE.
Ambos
factores representan una amenaza a la estructura de paz de la UE, y el bloque
quedará debilitado sin el Reino Unido, su tradicional garante de estabilidad.
La UE es el eje de la integración de Europa occidental, por lo que su
debilitamiento provocará una reorientación hacia el Este.
Es un
resultado incluso más probable si en Estados Unidos gana Trump, que admira
abiertamente al Presidente ruso Vladimir Putin y se adaptaría a la política de
gran potencia de Rusia a costa de los vínculos europeos y transatlánticos. Un
“momento Yalta 2.0” de este tipo impulsaría a su vez un sentimiento
antiestadounidense en Europa y agravaría el daño geopolítico que sufre
Occidente.
De
manera similar, si en primavera gana la nacionalista de extrema derecha Marine
Le Pen, significaría un rechazo de Francia a Europa. Dado que es una de las
piedras angulares (junto con Alemania) de la UE, su elección probablemente
marcaría el comienzo del fin de la Unión misma.
Si el
Reino Unido y Estados Unidos giran hacia un neoaislacionismo y Francia abandona
a Europa en favor del nacionalismo, el mundo occidental se volvería
irreconocible. Ya no sería el bastión de la estabilidad y Europa caería en el
caos de manera indefinida.
En
este escenario, muchos volverían los ojos hacia Alemania, la mayor economía
europea. Pero si bien el país pagaría el más alto precio económico y político
en caso de un colapso de la UE (sencillamente, sus intereses están demasiado
vinculados a los de la Unión), nadie debería esperar que resurgiera allí el
nacionalismo. Todos sabemos los niveles destrucción y desgracia que puede
causar en el continente.
En
términos geopolíticos, Alemania quedaría en un estado intermedio. Mientras
Francia es claramente un país occidental, atlántico y mediterráneo, a lo largo
de su historia Alemania ha oscilado entre el Este y el Oeste. De hecho, por
largo tiempo esta dinámica fue un factor constitutivo del Imperio Alemán. La
cuestión “este u oeste” no se decidió finalmente sino hasta la derrota total en
1945. Tras la creación de la República Federal Alemana, el Canciller Konrad
Adenauer escogió a Occidente.
Adenauer
había sido testigo de la tragedia alemana al completo (las dos guerras
mundiales y el colapso de la República de Weimar) y pensaba que los vínculos de
la joven República Federal eran más importantes que la reunificación alemana.
Para él, Alemania tenía que abandonar su posición de intermediaria e integrarse
irreversiblemente con las instituciones económicas y se seguridad europeas.
El
reacercamiento de posguerra entre Francia y Alemania y la integración europea
bajo la UE han sido elementos indispensables de la orientación occidental
alemana. Sin esos factores, podría volver a ser una tierra de nadie en términos
ideológicos, lo que pondría en peligro a Europa, alimentaría peligrosas
ilusiones en Rusia y obligaría a la misma Alemania a asumir retos inmanejables
con respecto al continente.
La
orientación geopolítica de Alemania será un tema subyacente central en las
elecciones del próximo año. Si la Unión
Demócrata Cristiana de la Canciller Ángela Merkel la descarta debido a su
política hacia los refugiados, es probable que el partido se oriente hacia la
derecha en un intento por recuperar a sus votantes que prefirieron a
Alternativa por Alemania (AfD), de corte antiinmigrante y populista.
Pero
todo movimiento de la CDU para cooperar con AfD o validar sus argumentos
presagiaría problemas. La AfD representa a los nacionalistas alemanes de
extrema derecha (y peores) que desean volver a la vieja posición intermedia y
forjar vínculos más estrechos con Rusia. La cooperación entre la CDU y AfD
traicionaría el legado de Adenauer y equivaldría al fin de la República de
Bonn.
Mientras
tanto, existe un peligro similar desde el otro lado del espectro, porque una
potencial coalición entre la CDU y AfD tendría que depender de Die
Linke (el Partido La Izquierda), algunos de cuyos dirigentes desean en
la práctica lo mismo que AfD: relaciones más cercanas con Rusia y nula o menor
integración con Occidente.
Cabe
esperar que no tengamos que vivir una tragedia así y Merkel prosiga en el cargo
después de 2017. Puede que el futuro de Alemania, Europa y Occidente dependa de
ello.
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