Por Jon Lee Anderson
Fidel Castro ha muerto.
Pocos líderes políticos han sido tan icónicos y duraderos como el
revolucionario cubano, que cumplió 90 años en el mes de agosto. Formalmente se
retiró en 2008 –le entregó el poder a su hermano menor Raúl dos años antes,
después de padecer una enfermedad seria– pero ostentó el poder como el jefe
máximo de Cuba por no menos de 49 años, y se mantuvo como el indiscutible
patriarca revolucionario hasta su muerte.
Fidel estuvo frágil por un
tiempo. Su última aparición pública fue en abril, en el Congreso del Partido
Comunista de Cuba, que fue convocado poco después de la histórica visita del
presidente Obama a La Habana, y tuvo el aire de una última vez. En esa
comparecencia, en la que dio un discurso tembloroso y le costó pronunciar sus
palabras, Fidel dijo: “pronto seré como todos los demás”. Muchos de los
delegados del Partido Comunista lloraron mientras lo escuchaban.
La alusión de Fidel a su
propia muerte fue significativa –fue algo que rara vez había ventilado
públicamente–. Durante las décadas que estuvo en el poder, desde enero de 1959,
cuando derrocó al dictador Fulgencio Batista, hasta su renuncia, hace 8 años, los
cubanos han seguido la convención de ignorar el tema con eufemismos como “la
inevitabilidad biológica”. Fidel, más que cualquier otro líder político de la
historia reciente, estaba a la altura de un mito viviente en su país. Por
muchos años, los cubanos lo han visto como alguien cercano a la inmortalidad.
Fidel estuvo en el centro
del escenario global por una cantidad extraordinaria de tiempo. Se hizo con el
poder en la era de Dwight Eisenhower y se mantuvo allí hasta el segundo período
de George W. Bush. Murió durante los días menguantes de la presidencia de
Barack Obama, el primer presidente americano en viajar a la Habana en todo ese
tiempo, un evento que sucedió después de que Obama y Raúl negociaran un avance
diplomático en 2014. Fidel no se reunió con Obama cuando éste vino a Cuba. La
visita del presidente americano fue, en un sentido real, la prueba final de que
la era de Fidel había terminado.
Fidel siempre desconfió de
los americanos, cosa que les recordó a todos en una carta abierta que publicó
en enero de 2015, semanas después del anuncio de que Raúl y Obama habían
restaurado las relaciones entre los dos países. “No confío en las políticas de
Estados Unidos, ni he intercambiado una sola palabra con ellos”, escribió,
“pero esto no significa que rechace una solución pacífica a los conflictos”. En
una forma indirecta de demostrar su aprobación, dijo que al liderar las
negociaciones con los adversarios de Cuba, Raúl había “tomado los pasos
pertinentes en concordancia con las prerrogativas y los poderes que le fueron
otorgados por la Asamblea Nacional del Partido Comunista de Cuba”. Pero el
desplante fue obvio para todos.
Con sus observaciones, Fidel
se afianzó como el sumo paterfamilias de los miembros de la maquinaria
partidista cubana que se sentían escépticos respecto a la relación
recientemente reanudada con Estados Unidos y las concesiones al capitalismo,
inauguradas por Raúl, la cuales se han acelerado desde la distensión
cubano-americana. En una columna de opinión publicada poco después de la visita
de Obama, Fidel cuestionó la ligereza del llamado de Obama a los cubanos a
“olvidar el pasado y mirar hacia el futuro”. También vociferó sobre cómo el
pasado de Cuba estaba lleno de episodios de actos de violencia inspirados o
conducidos por los americanos, que no podían ser olvidados. Agregó además, con
orgullo, que la revolución cubana tenía poco que aprender de los yanquis, y no
necesitaba su caridad. “No necesitamos que el imperio nos de nada”, escribió.
El efecto de las quejas de Fidel ayudó a promover una reacción oficial en
contra de los comentarios reconciliadores de Obama.
La muerte de Fidel se
produce ocho semanas antes de que Donald Trump asuma la presidencia de los
Estados Unidos. Entre otras cosas, Trump le prometió a los cubano-americanos conservadores
de Miami que pondría fin a las iniciativas políticas de Obama con Cuba, que
apuntan a forjar lazos más cercanos al incrementar el turismo americano y los
negocios en la isla. Los detractores de la postura de Obama argumentan que
semejantes concesiones sólo han ayudado a fortalecer un régimen comunista
repugnante. Si Trump cumple sus promesas, los dos países probablemente volverán
al cauteloso e indefinido punto muerto que ha marcado su relación desde que
Fidel lanzó su revolución socialista e hizo de Cuba un Estado protagonista de
la Guerra Fría. Pase lo que pase con la nueva y frágil relación entre Cuba y
Estados Unidos, es una notable ironía que los principales escépticos fueran
liderados por Fidel, de un lado, y por sus archienemigos en Miami, del otro.
El legado de Fidel siempre
será un factor de discordia. Cuba es hoy un país en ruinas, pero sus
indicadores sociales y económicos son la envidia de muchos de sus vecinos. El
restrictivo régimen marxista que Fidel instauró hace tantos años, se ha
aflojado en algunos aspectos –hay mucha libertad religiosa en Cuba hoy en día,
y los cubanos, incluyendo disidentes políticos, entran y salen libremente de la
isla– pero el país sigue siendo un Estado unipartidista. La policía ejerce mano
dura con los que intentan organizar protestas públicas. En cuanto a la prensa,
aunque se permite su existencia, se mantiene, en su mayoría, en manos de los
comisarios del Partido, y difunde tratados ideológicos en lugar de verdaderas
noticias.
Para los cubanos jóvenes, muchos
de los cuáles apenas eran niños cuando se retiró, Fidel ya era un tótem
obscuro, la figura de un abuelo que se pronunciaba sobre asuntos que poco
tenían que ver con sus vidas. Con un creciente número de cubanos que trabajan
fuera del sistema estatal –cuentapropistas: taxistas, cocineros, mesoneros,
barberos, plomeros, electricistas– las exhortaciones revolucionarias de Fidel
llegaron a ser consideradas como las declaraciones pintorescas de un viejo cuyo
tiempo había terminado.
En años recientes, Fidel escribía
sus reflexiones en una serie esporádica de columnas de opinión publicadas
en Granma, el diario oficial del Partido Comunista. En su última columna,
que apareció el 8 de octubre bajo el título “El destino incierto de la especie
humana”, Fidel ofreció una oscura reflexión sobre la ciencia y la religión,
concluyendo: “Es en este punto que las religiones adquieren un valor especial.
En los últimos miles de años, tal vez hasta ocho o diez mil, han podido
comprobar la existencia de creencias bastante elaboradas en detalles de
interés. Más allá de esos límites, lo que se conoce tiene sabor de añejas
tradiciones que distintos grupos humanos fueron forjando. De Cristo conozco
bastante por lo que he leído y me enseñaron en escuelas regidas por jesuitas o
hermanos de La Salle, a los que escuché muchas historias sobre Adán y Eva; Caín
y Abel; Noé y el diluvio universal y el maná que caía del cielo cuando por
sequía y otras causas había escasez de alimentos. Trataré de transmitir en otro
momento algunas ideas más de este singular problema”.
Ese otro momento, por
supuesto, ya no vendrá.
En el término de su vida,
Fidel instaló un régimen comunista en Cuba, derrotó la invasión de Bahía de
Cochinos apoyada por la CIA, desencadenó la crisis de los misiles, lanzó y armó
numerosas insurgencias marxistas en América Latina y África, envió cubanos a
pelear contra las tropas sudafricanas en Angola –ayudando a debilitar el
régimen del apartheid–, sobrevivió al colapso de la Unión Soviética y mantuvo
intacto el sistema comunista de Cuba por otro cuarto de siglo, a menudo,
aparentemente, a través de pura voluntad y para el disgusto y la frustración de
sus muchos enemigos; y para un hombre que intentó ayudar a transformar la
humanidad a través de un socialismo revolucionario hasta el último de sus días,
noventa años fueron, quizás, insuficientes.
♦♦♦
Texto
publicado en The New Yorker. Derechos exclusivos en español para
Prodavinci.
Traducción de Diego Marcano.
28-11-16
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