Helena Carpio 25 de noviembre de 2020
@HeleCarpio
Neyla no lo sabía, pero llegó a Venezuela para
despedirse. Y justo a tiempo, porque si salía de Holanda un día después, no
hubiese podido entrar al país. Nicolás Maduro suspendió los vuelos a Europa el
12 de marzo por la pandemia de covid-19 y Neyla llegó el 11. Al aterrizar,
aunque la apuntaron con un termómetro en la frente y una cámara de video la
filmaba, no pensó en la pandemia. Su mamá había sido operada de emergencia.
Llegó a Puerto Ordaz, la ciudad sede de las empresas
mineras e hidroeléctricas más importantes del país, a las diez de la noche. El
aeropuerto más grande del estado Bolívar estaba vacío y oscuro. Javier, su
hermano, la buscó. Desde la ventana del carro la ciudad era irreconocible. Un
desierto ajeno. El país había cambiado. Pero mientras trataba de reconocer las
esquinas que la orientaban a casa, entendió que ella había cambiado más.
Neyla Afonso se fue a los 26 años de Puerto Ordaz. Iba
por seis meses a aprender inglés en Canadá, pero no regresó. Estando en
Toronto, le rechazaron la solicitud para recibir dólares preferenciales por
CADIVI. Entonces dejó los estudios y comenzó a trabajar para mantenerse.
Primero limpió hoteles, residencias de estudiantes y apartamentos. Luego
trabajó en construcción, tumbando paredes, moviendo escombros. Siete meses
después de haber llegado, en julio de 2015, recibió un mensaje por Whatsapp de
Javier que le sacó el aire de los pulmones: “Queridos hermanos, papá falleció
anoche en la madrugada”. Neyla lo releyó varias veces. Buscó pasaje de avión
pero no podía pagarlo. Tampoco le daba tiempo de llegar al funeral. Pensó en
qué le diría su papá: “Quédate allá, yo ya me fui”.
Neyla mudó su luto de Canadá a Irlanda. Viviendo en
Dublín, le pidió a su madre que le enviara el reloj de su padre. Con esa
pulsera plateada que tantas veces marcó el compás de su adolescencia, tuvo un
referente para llorarlo. Sin funeral, el reloj fue lápida. Cuando Javier le
escribió en marzo de 2020 para explicarle que su mamá debía ser operada de
emergencia, Neyla decidió que esta vez no se despediría a distancia. Tampoco
dejaría a su hermano solo. Sus padres se separaron cuando tenía nueve años y
creció con su papá. Tenía que reunirse con su madre después de tantos años
separadas.
Un mes antes, el 14 de febrero, a su madre le dio
fiebre y le costaba tragar. Tomó plantas medicinales para aliviar los síntomas.
Había escasez de medicinas y las que encontraba eran muy caras. Días después
sintió que se le cerraba la tráquea, no podía tragar. Adelgazó mucho. Javier la
llevó a once médicos de distintas especialidades. Un ultrasonido reveló una
calcificación y un tumor en el cuello. Días después desarrolló problemas para
respirar. En tres semanas el tumor pasó de ser indetectable a casi
asfixiarla.
En la casa, Neyla dejó sus maletas en la puerta y
entró al cuarto de su madre. Estaba recostada en una mecedora. Tenía lentes de
sol porque le molestaba la luz. Aunque tenía seis años sin verla, Neyla la
saludó de lejos, manteniendo una distancia prudente en razón de la covid-19.
Estuvo en tres aviones y cuatro aeropuertos. No se atrevió a darle un beso.
Tampoco la abrazó. Su madre no podía hablar pero se vieron fijamente. “Estoy
aquí mamá. Descansa. Nos vemos mañana”, le dijo. Ella asintió con la
cabeza.
ostomo, una incisión en la tráquea que facilitaba el
paso de oxígeno, pero se le acumulaba la flema y la asfixiaba. Neyla y Javier
la llevaban a la clínica varias veces al día para drenarla. Solo el personal de
cuidados intensivos estaba calificado para hacerlo, dijo el doctor. Pero
llevarla representaba un riesgo de infección de covid-19. Entonces contrataron
a una enfermera que fuera a la casa. Cuando la escasez de combustible se agravó
en todo el país, una doctora le explicó a Neyla cómo hacerlo. Debía meter un
tubo largo y delgado por la boca y, en un ángulo específico, deslizarlo por la
tráquea hasta llegar cerca de los pulmones. Si se tardaba, su madre se
asfixiaría porque el tubo tranca la vía respiratoria. Si lo hacía muy rápido,
podía raspar la tráquea y provocar sangrado. Si hundía el tubo demasiado
profundo, podía hacerle daño en los pulmones. Era cuestión de segundos,
centímetros.
“Lo voy a hacer despacio. Si quieres que pare, yo
paro”, dijo a su madre. Y aunque parecía que Neyla estaba convenciendo a su
mamá, en realidad se estaba convenciendo a sí misma. Cuando su mamá se sacudía,
Neyla pensaba que la estaba matando. Las dos se ponían nerviosas. No sabía si
lo hacía bien, pero le tocaba repetir el proceso al menos tres veces al
día.
La doctora recomendó comenzar quimioterapia. Dijo que
su mamá tenía fuerzas para aguantar. Neyla no estaba de acuerdo, pero Javier
sí. En Holanda se practica la eutanasia, una acción u omisión que acelera la
muerte de una persona con una enfermedad incurable para evitar que sufra. Neyla
estaba abierta a aceptar que el destino de su madre era irreversible. Pero su
hermano creía que había que hacer todo lo posible para mantenerla viva. Quería
posponer el diagnóstico terminal. Neyla aceptó. Después de tanto tiempo afuera,
le debía apoyo.
En el Seguro Social no tenían los medicamentos para la
quimioterapia. Javier y Neyla preguntaron en clínicas y consiguieron a un señor
que los traía de Colombia. La primera sesión de quimio costaba 250 dólares,
pero temían que subiera el precio por la escasez de gasolina, entonces
compraron dos.
El dinero que llevó Neyla en efectivo se acabó la
primera semana. Le quedaban ahorros en euros que cambiaba a bolívares con un
español que le recomendaron. En Venezuela el euro y el dólar valían lo mismo.
Por la dolarización de facto, sin instituciones financieras involucradas, la
gente asignaba valor a las monedas. A Neyla no le importó. Cuando necesitaban
efectivo vendían café. Un cliente de Javier le había pagado un repuesto con
café, hacían trueque.
Su madre comenzó la quimioterapia el lunes 23 de
marzo, sin saber que tenía cáncer. Javier y Neyla no le pudieron decir. Querían
protegerla. Para mitigar los riesgos de infectarse con covid-19, la familia
dividió tareas. Neyla se encargaba del cuidado cercano; no podía tener contacto
con otras personas. Javier buscaba comida, medicinas y materiales médicos en
bicicleta por la escasez de gasolina. Una tía preparaba la comida de todos y
una prima hacía guardia cuando Neyla dormía.
Pero Neyla no durmió la primera semana. Necesitaba
corroborar que su madre respiraba. También le ponía paños con agua fría en el
cuerpo. Después de la quimioterapia perdió la capacidad de regular su
temperatura. Sudaba hasta empaparse.
Mientras su madre recuperaba fuerzas, tuvieron la
primera conversación presencial en seis años. Aunque hablaron poco, su madre le
contó que hizo un componente docente para dar clases. Quería enseñar leyes en
su comunidad. Neyla temía que su madre ejerciera. “No quiero que usen tu sello
para falsificar documentos, hay mucha corrupción”, le dijo. Ahora tenía 64
años, estaba muy mayor para dar clases. Neyla pensó que su mamá era ingenua:
mantenía muchos sueños que no iba a cumplir. La realidad venezolana era
insuperable.
Neyla buscaba que su madre se abriera a la posibilidad
de otra vida, afuera. Pero ella no quería. Cuando le habló de Holanda no se
emocionó. Aunque el país le había quitado mucho, aún encontraba formas de dar y
eso la llenaba. Su madre no quería irse. Quería volver.
Ocho días después de la quimioterapia sufrió un evento
cardiovascular. Un coágulo bloqueó la irrigación de sangre a su cerebro,
explicó la doctora. Al día siguiente, estuvo tranquila. En la tarde llegó la
enfermera y recomendó que la movieran. Las piernas y las manos estaban
hinchadas. La piel tenía un color amarillento. Javier, Neyla y su prima, la
movieron de la silla a la cama para cambiarle el pañal. Le levantaron las
piernas mientras Neyla la limpiaba, pero antes de terminar, el peso del cuerpo
cambió. Javier escuchó un suspiro, y después, silencio. “¡Mami!, ¡Mami!” gritó,
mientras le sacudía los hombros. Neyla entendió que estaba viendo a su madre morir.
Javier la cargó y la montó en el carro. Neyla sostenía
el cuerpo de su madre en el asiento de atrás y Javier manejaba a la clínica.
Neyla sabía que estaba muerta pero Javier no lo creía. Ambos tenían los
tapabocas puestos. No tenían cómo compartir las emociones; ocurrían detrás de
estos. Javier volteó a ver a Neyla y la miró fijamente. No se soltaron. La
máscara de Javier se empapó poco a poco.
Su madre falleció el 2 de abril, el día del cumpleaños
de su papá. Y su papá falleció el 13 de julio de 2015, el cumpleaños de Javier.
La familia de Neyla llegó al mundo para irse junta.
Solo permitieron diez personas en el velorio. Frente
al ataúd, Neyla pensó que quizás la funeraria no tenía suficiente gasolina para
llevarla al cementerio. Le preguntó al chofer. “Tenemos poca pero trabajamos
hasta el mediodía por la cuarentena”, le dijo. Neyla se sintió privilegiada
pues el cuerpo de su madre solo pasó un día en la morgue. El entierro duró 15
minutos. La despedida, como todo en la relación con su madre, fue breve.
La segunda despedida
Para Neyla, Venezuela eran sus padres. Ya no era el
país que albergaba sus querencias, sino el recuerdo de un recuerdo. Quedaba
Javier, pero tenía la edad y la energía para volver a empezar, para irse del
país o para quedarse. Neyla comenzó a buscar rutas hacia
Holanda.
Todos los viernes prendía la televisión esperando
noticias sobre los aeropuertos. Air France había pospuesto el vuelo cuatro
veces, la última, hasta septiembre. Se anotó en la lista del Consulado General
de España de pasajeros afectados. Habían salido 3 vuelos chárter de
repatriación en 4 meses. Pueden ser dos meses, seis o un año, hasta que abran
las fronteras, pensó. Le quedaban pocos ahorros.
Dos días después de la muerte de su madre, Javier
perdió todo su dinero. Un señor interesado en comprar un motor que Javier
vendía en MercadoLibre por 400 dólares, le envió un cheque por 9.000 dólares.
Luego le pidió que le devolviera 8.600 dólares, restando los 400 de la compra,
porque “había mandado el cheque equivocado”. Javier no tenía cuenta en divisas.
Usaba la del padre de su mejor amigo. Javier transfirió agradecido. Su amigo lo
llamó alterado: el cheque por 9.000 dólares no tenía fondos, pero antes de que
el banco pudiera comprobarlo, lo retiraron. Era una estafa común. “Dios no me
quiere”, le dijo Javier a Neyla, “no me puede mandar tanto en tan poco tiempo.
Él sabe que yo no puedo con todo”. El padre de su amigo le pidió llevar la
cuenta a un balance positivo. Debía 4.000 dólares al banco. Neyla transfirió un
pedazo de sus ahorros. “¿Pueden ser más?” preguntó Javier. “¿Y después qué
comemos?”.
Neyla, Javier y su tía vivían con 25 o 30 dólares a la
semana. Un dólar y cuarenta centavos por persona por día. Calcularon lo mínimo
posible para estirar los ahorros de Neyla; eran lo único que quedaba. Compraban
dos pollos a la semana, lo que sobraba se gastaba en verduras y se
complementaban con la caja CLAP.
Neyla había perdido el poder sobre su vida. Su novio
la esperaba en Holanda y no tenía cómo llegar. Los ahorros no le alcanzaban
para comer indefinidamente. No tenía trabajo. Se despertaba en la madrugada
queriendo revisar si su madre respiraba.
Neyla y Javier fueron al cementerio el día de la
madre. Javier recorrió las periferias buscando la tumba pero no recordaba el
lugar. Neyla buscó en medio del terreno. Siguieron los números de las parcelas
hasta encontrar a un tío que estaba enterrado en la misma zona que su madre,
pero el bloque que colocaron los sepultureros no estaba. Era de cemento, con un
número grabado. Desde una esquina del cementerio, Javier gritó. El cubo estaba
tirado entre desconocidos. Neyla sacó pinceles y pinturas que había comprado
cuando era adolescente, pero que pocas veces usó y pintó el bloque. Siempre
había querido pintar algo importante. En cursivas, trazó el nombre de su madre.
Del bloque hizo una lápida.
Pasaron dos meses. Los casos de covid-19 aumentaban y
no había noticias de los vuelos. El lunes 22 de junio, Neyla recibió un email
del Consulado General de España. Habilitaron un chárter comercial
Caracas-Madrid, con salida tentativa el 4 de julio. Costaba 850 dólares. Neyla
no tenía suficiente dinero para pagar el pasaje. De inmediato contestó el email
con sus datos y contactó amigos en Canadá, Irlanda y Holanda, para reunir el
dinero.
Habló con una pasajera del vuelo que vivía en Bolívar
para coordinar transporte hacia Maiquetía. Le dijo que necesitaría una prueba
de covid-19 para abordar el vuelo, pero eran difíciles de encontrar. Neyla
llamó a la agencia de viajes. La prueba no era necesaria, pero Neyla y Javier
prefirieron prevenir. Amanecieron en el Centro de Diagnóstico Integral (CDI) de
Los Olivos, pero no abrió. Fueron al Hospital Uyapar, uno de los más importante
de Puerto Ordaz, y no tenían. Allí escucharon que el CDI de Castillito sí.
Llegaron y había cola. A las ocho llegó una miliciana, parte de un componente
civil de las Fuerzas Armadas y dijo que no había pruebas de diagnóstico de
covid-19. Pero a las nueve llegó la doctora y cambió la información: solo había
ocho. “No alcanzan para todos. Sólo para los que tienen síntomas graves, así
que organícense ustedes”, dijo la miliciana.
En la cola discutieron. Entre empujones, un hombre se
acercó a la miliciana. Su madre no podía respirar. La llevó a la emergencia de
varios hospitales, pero no la aceptaron. Le exigían una prueba de covid-19
positiva para admitirla. La miliciana dudó. El hombre buscó a su madre, que
estaba dentro del carro y la sentó en una de las pocas sillas que había, a
escasos metros de la cola. La anciana arqueaba la espalda y se encogía con cada
bocanada. Respirar le tomaba todas sus fuerzas. La miliciana la pasó al
consultorio.
Neyla fue la sexta. “Yo tengo pacientes graves y ¿tú
necesitas una prueba para montarte en un avión? ”, le reclamó la doctora. Neyla
pensó en reprocharle, pero dudó: ¿mi caso es realmente importante? ¿Merezco una
de las pruebas?. Reunió fuerzas. “Si no me la das, no me van a dejar montar”.
La doctora le dio un recuadro de papel mal cortado; era la orden del
examen.
En el laboratorio, un joven le hundió la jeringa en el
brazo sin mediar. “Estoy cansado, quiero que todas estas pruebas se acaben ya”,
le dijo a una enfermera. Al lado del joven había dos cajas abiertas con pruebas
rápidas de covid-19. Aunque la Organización Mundial de la Salud no recomienda el
uso de pruebas rápidas para diagnosticar el virus, en Venezuela
representaban el 94% de las pruebas hechas hasta julio. Mientras
Neyla esperaba el resultado, vio al joven y sintió que lo conocía. Pero no a
él, a su cansancio.
Aguardó la llamada de los militares de la Zona de
Defensa Integral (ZODI) del estado Bolívar. El consulado general le dijo que la
llamarían para entregarle un salvoconducto. Tenía que trasladarse 680
kilómetros hasta el aeropuerto, pero solo los efectivos de la Fuerza Armada
Nacional Bolivariana podían autorizar su tránsito. Desde el 13 de marzo, un
decreto de Estado de Alarma restringía la circulación. El vuelo salía en tres
días y no había contacto.
Neyla se acercó a la oficina del ZODI en el aeropuerto
de Puerto Ordaz. “No sabemos nada. Tienes que traer la carpeta, igual que todo
el mundo”, le dijo el militar de mayor rango por la ventanilla. “Mete todo lo
que puedas porque el comandante tiene que aprobar tu solicitud”, le dijo el
segundo militar presente, de apellido Martínez. Era mediodía, los centros de
copiado o impresión estaban cerrados por la cuarentena. Pero el trámite se
tardaba dos días. Si no lograba entregar los papeles esa tarde, no llegaría al
vuelo. Neyla y Javier atravesaron la ciudad hasta casa de un medio hermano que
tenía impresora. Neyla armó una carpeta con la prueba de covid-19, una carta
explicando el viaje, el email del consulado español, el pasaje de avión, copias
de su pasaporte español y la entregó en la ZODI.
El jueves en la mañana metió libros y fotografías de
su familia en la maleta. Era lo único que le quedaba en Puerto Ordaz. A las 10
de la mañana fue al ZODI. Martinez, que la recordó del día anterior, buscó el
salvoconducto en una pila de documentos. No lo encontró. Buscó en otra. “Estás
de primera en los trámites rechazados”, le dijo. En la parte de atrás del documento
había una nota: “Hablar con el comandante”.
Cerca del mediodía, el militar de mayor rango la llevó
a la oficina del comandante. Quedaba frente a la pista de aterrizaje. “Está en
una reunión, espera aquí”, le dijo. Al poco tiempo aterrizó un jet militar. Un
grupo de paramédicos de las Fuerzas Armadas se bajaron y entraron al terminal.
Era una ambulancia aérea, le contaron. Media hora después, cargaron a un
paciente en una camilla y despegaron. Recordó ver un helicóptero llevarse a un
vecino al hospital desde la ventana de su casa en Holanda. En Venezuela nunca
la buscarían.
Neyla se cansó de esperar y abrió la puerta de la
oficina. El militar que la trajo estaba adentro, sentado. “Por cierto, el
comandante me dijo que hablara contigo”. Había aprobado la solicitud pero ahora
él debía redactar el salvoconducto para que el comandante lo firmara, le
explicó. “Regresa a las tres”.
A las tres, el salvoconducto no estaba listo. El
militar quería acumular varios documentos para caminar una sola vez a la oficina
del comandante y pedir su firma. Neyla tenía que salir ese día a Caracas, pero
manejar de noche era peligroso. No quería salir tarde. Para acelerar el
trámite, se sentó cerca de ambos militares. “¿Qué los motiva para venir a
trabajar?”, preguntó, y de inmediato temió ser imprudente. “Nada, pero nosotros
no somos como ustedes los civiles que se cansan y se van. Nosotros tenemos que
cumplir”, respondió Martinez.
Sobre las tres y media, un señor mayor entró a la
oficina. Tenía una operación médica en París. No había vuelos comerciales,
Neyla entendió que se iba en el mismo avión. El militar también. Llevó ambos
salvoconductos a la oficina del comandante y minutos después los entregó
firmados.
Neyla y Javier arrancaron a Barcelona a las cuatro de
la tarde, pero se hizo de noche y decidieron dormir en Anaco, Anzoátegui, una
ciudad de 140.000 habitantes. Necesitaban llenar el tanque de gasolina para
llegar a Caracas entonces localizaron las bombas. Sólo había una gasolinera
abierta. En la cola, varios hombres jugaban dominó y tomaban cerveza sobre una
mesa de plástico. Tenían cinco días esperando.
Javier dejó su carro en casa de una conocida y
consiguió un taxista que debía ir a Caracas a buscar a su pareja que estaba
varada pero no tenía salvoconducto. Neyla y Javier si tenían. Acordaron 160
dólares de tarifa y arrancaron. En la primera alcabala, dentro de Anzoátegui,
un militar les hizo señas. Se pararon. Les pidió el salvoconducto y Neyla
explicó que iban a Caracas para abordar un vuelo humanitario. De inmediato se
preguntó si revelar esa información hacía pensar a los militares que tenía
dinero. “Bueno patrón, ¿cómo vamos a salvarlo?”, le preguntó el militar a
Javier, refiriéndose al taxista. El conductor le entregó diez dólares del pago
de Neyla y avanzó. Pasaron ocho alcabalas, los pararon en cinco y le pidieron
dinero en tres.
Llegaron a Caracas a las cuatro de la tarde, al
apartamento de un familiar. Dejaron las maletas y salieron a buscar jeans para
Javier. Al regresar, no había electricidad en la zona. Debían subir 17 pisos de
escaleras. Cuando iban por el octavo, regresó la luz. En la zona también había
racionamiento de agua corriente. Javier y Neyla tenían dos opciones para
bañarse: con agua del tanque usando un balde, o en ducha, pero solo ponían el
agua una vez al día a las ocho de la noche, y a veces llegaba por diez minutos
solamente. Prefirieron una ducha rápida.
Acostados en un colchón en el piso, Neyla y Javier
hablaron hasta tarde. “Te quedan menos de 24 horas”, le dijo Javier. Ambos
recordaron su infancia. La última vez que se vieron eran niños. Neyla pensó que
Javier tenía una vida allí, no podía protegerlo a distancia. Sus padres
tampoco, ya no estaban. Solo se tenían el uno al otro.
El sábado 4 de julio, un militar amigo de su familia
los llevó al aeropuerto. Necesitaba dinero y buscaba cualquier trabajo. En el
carro Neyla le pidió a su hermano que no le hiciera regresar a Venezuela. Se
despidieron en la puerta del Aeropuerto Internacional de Maiquetía a la una de
la tarde.
Después de casi cuatro horas de cola, Neyla llegó al
primer counter del Consulado General español. Entregó sus
pasaportes y el señor los contrastó con la lista de pasajeros. Buscó en otra
lista. “¿Tú notificaste a la embajada que tenías el pasaporte venezolano
vencido?, no estás en la lista de autorizados”. No. Solicitó la prórroga en
línea pero en cuarentena todas las oficinas públicas estaban cerradas y pensó
que no importaría por ser un vuelo de repatriación. “Va a depender de las
autoridades venezolanas si te dejan abordar”.
Tres militares armados con fusiles servían de puesto
de control entre el counter del consulado y el de la
aerolínea. “Pasaporte, por favor”, ordenó el más alto. Neyla lo entregó y bajó
la cabeza. No quería llamar la atención. “¿Cuánto tiempo tienes afuera?”, le
preguntó. “Seis años”. Neyla se concentró en las botas negras del militar.
Estaban desgastadas. “Adelante”, le dijo.
El vuelo estaba planificado para las cinco, pero había
retraso. Si perdía el vuelo de conexión Madrid-Rotterdam no tenía cómo comprar
uno nuevo.
Pasaje en mano, hizo la cola de imigración. Se imaginó
todas las formas de explicar su situación. También pensó todas las formas en
que podían prohibirle la salida. Trató de tener respuestas convincentes para
cada una. Estaba tan nerviosa que no se dio cuenta cuando le sellaron el
pasaporte.
Neyla esperó dos horas en el terminal. No había
noticia del vuelo. La agencia de viajes que les vendió el pasaje no tenía
información. La aerolínea tampoco. Cuatro uniformados de la Dirección General
de Contrainteligencia Militar (DGCIM) se pararon en la puerta. Se sumaron nueve
efectivos de la Guardia Nacional Bolivariana. Los trece esperaron. A las ocho
de la noche una pasajera que había conversado con Neyla en la cola de la
aerolínea se acercó y le enseñó un tuit. Decía que Maduro no autorizaba el
vuelo; lo habían cancelado. Pero no había movimiento en la puerta.
Minutos después, a las 8:45 de la noche, la
tripulación esquivó a los uniformados del DGCIM y de la GNB y abordó el vuelo.
A las nueve llamaron a los pasajeros para embarcar. Neyla prefirió no
emocionarse. En el vuelo de repatriación anterior, los pasajeros abordaron, las
autoridades los bajaron del avión y retrasaron el vuelo sin
explicaciones.
Dentro del avión, pasó una hora. A las diez y cuarenta
de la noche el piloto habló por el intercomunicador: “Bienvenidos. Disculpen la
demora pero las autoridades venezolanas no autorizaban el despegue; ya todo
está en orden y podemos salir”.
El vuelo salió con casi seis horas de retraso. Por la
ventana, Neyla vio al Caribe fundirse con la costa en la oscuridad. Las luces
de los ranchos se mezclaron con las estrellas. Ya no tenía madre de quien
despedirse.
Tomado
de: http://factor.prodavinci.com/elpaisdeneyla/index.html?14
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