Miguel Henrique Otero 24 de noviembre de 2020
@miguelhotero
Lo que ocurría como episodios aislados o excepcionales
ha cambiado su carácter en los últimos cuatro o cinco años: se ha convertido en
una práctica generalizada, cada vez más frecuente, más numerosa, más diversa y
agresiva. Me refiero al linchamiento digital, fenómeno ahora mismo en plena
expansión.
Lo que resulta más llamativo en una aproximación
inicial, es su carácter cada vez más indiscriminado. Ya no se limita a
políticos de oficio y a funcionarios. Ahora la plaga digital se abalanza sobre
deportistas, profesionales de la industria del entretenimiento, empresarios,
científicos, periodistas, líderes gremiales, artistas y más. Cualquier persona
que tenga una actividad conocida en el espacio público; quien se atreva a
emitir una declaración pública o a expresarse en las redes sociales, adquiere
la condición de blanco sobre el que no tardarán en llover descalificaciones y
acusaciones, casi siempre, y ese es su carácter más recurrente, falsas, basadas
en información distorsionada, rumores o meras especulaciones. El análisis de
las armas con que se acometen las agresiones revelan la recurrencia de, al
menos, tres corrientes que quisiera describir aquí.
La primera corriente se refiere a la desinformación
reinante. El que aumenten, de forma constante, los portales informativos; el
que los medios de comunicación tradicionales proyecten su trabajo en las redes
sociales; el que haya miles y miles de reporteros que diseminan su trabajo a
través de esas mismas redes sociales, no ha derivado hasta ahora en una
sociedad mejor informada. Al contrario: hay un predominio, creo que abrumador,
de la desinformación. Supuestos, medias verdades, piezas sueltas de teorías
conspirativas, especulaciones desprovistas de fundamento, acusaciones que
provienen de rumores, hablan de usuarios de las redes sociales cuyos hábitos
informativos son precarios: siguen a profesionales de la distorsión, leen un
titular y sienten que eso les basta para formular una posición, se hacen eco de
rumores o simples especulaciones. No se interesan por fuentes informativas
confiables -que las hay-, no contrastan las informaciones, no buscan las
opiniones de personas realmente expertas, a pesar de que ellas son igualmente
accesibles.
La segunda corriente que quiero consignar aquí remite
a la negatividad reinante en la sociedad planetaria. Los nuestros son tiempos
de malestar e incertidumbre. Por momentos, se siente la presencia de un impulso
destructivo -en el fondo, poderosamente autodestructivo-: se agrede a las
instituciones y a ciudadanos destacados de todos los ámbitos; se lanzan
acusaciones descabelladas; se prescinde de matices, consideraciones y
sutilezas: se denigra sin evaluar ni las bases ni las consecuencias de lo que
dice o se repite. Se insulta y hace uso de un lenguaje dirigido a despojar de
dignidad, pero más grave que eso, es que los insultadores no están solos:
acumulan seguidores, reciben sus felicitaciones, tienen una especie de tropa
que disemina sus mensajes de odio y descalificación. Son, si se quiere,
sargentos de grupos virtuales de linchamiento que, por si fuese poco, se asumen
a sí mismos como héroes del resentimiento y la rabia, ejercida impunemente en
el espacio público. Se enorgullecen. Se lisonjean unos a otros. Adoptan poses:
se creen justicieros, denunciadores, ciudadanos a los que la sociedad debe
reconocimiento por sus mórbidas actuaciones.
Estas dos tendencias, la de la desinformación y la del
resentimiento, son el aliento que da forma a la que, en mi visión, es la
realidad más alarmante de todas: la instauración de una cultura del odio. Se
trata de eso, ni más ni menos: de una cultura, es decir, de una masa de
prácticas, articuladas entre sí, que responden a una serie de premisas, y que
cuentan con los instrumentos -las redes sociales- a través de las cuales, con
eficacia pasmosa, logran alcanzar a la inmensa mayoría de la sociedad (en abril
de 2017,en un artículo publicado en la revista XLSemanal, Juan
Manuel de Prada escribía: “Para odiar tan solo necesitamos cosificar a la
persona odiada, convertirla en una abstracción, reducirla a una caricatura, a
un pelele, a un garabato (…) El odio puede ignorar tan campante a la persona
concreta sobre la que se proyecta, así como sus circunstancias, puede
despedazar su carne y triturar su alma hasta convertirlos en un gurruño o en
una entelequia”).
La cultura del odio es el frente, el primer plano de
ideologías y fuerzas políticas, cuyo objetivo es la liquidación del régimen
democrático y de libertades. La paradoja de esta abigarrada problemática es que
el odio y los linchamientos digitales solo son posibles en regímenes donde
prevalece la democracia. Una vez más, nos encontramos con el mismo siniestro
uso de las libertades para una actividad cuyo resultado en el tiempo no es otro
que el menoscabo o el paulatino desfallecimiento de la libertad de expresión,
requisito indisociable de la destrucción de la propia democracia.
Lo que hace realmente dramática y compleja esta
situación es que millones de ciudadanos de vocación democrática contribuyen,
sin ser conscientes de ello, con esta actividad de secuelas tan erosionantes y
lesivas. No se entienden las porosas y delgadas fronteras que hay entre ejercicio
de la libertad y libertinaje, entre la práctica de la libertad de expresión y
su perversión desinformadora y denigradora. Es probable que todos, en alguna
medida, hayamos aportado a la construcción del edificio social del odio. Por
tanto, nos corresponde, de inmediato, dar comienzo a su urgente desmontaje. La
sociedad democrática está llamada a defender la libertad de expresión, de los
dos poderosos flancos que la amenazan: desde el poder censurador de los
regímenes populistas y dictatoriales, y desde el seno de la propia sociedad
civil, que ahora mismo instrumentaliza las políticas del odio.
Miguel Henrique Otero
@miguelhotero
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