Ana Marta González 21 de noviembre de 2020
@anamartagg
El
Papa Francisco ha publicado recientemente la encíclica "Fratelli
tutti" sobre la fraternidad universal y la amistad social. En este texto
se profundiza en el segundo capítulo: un comentario a la parábola del buen
samaritano.
El Papa Francisco ha publicado recientemente la
encíclica Fratelli
tutti sobre la fraternidad universal y la amistad social. El
segundo capítulo es un comentario a la parábola del buen samaritano que, como
afirma el pontífice, «se expresa de tal manera que cualquiera de nosotros puede
dejarse interpelar por ella»[1] y que emerge como clave de lectura
de todo el documento.
Las siguientes líneas son un resumen de un estudio[2] publicado en el número de diciembre
de 2018 de la revista Scripta
Theologica, donde la filósofa Ana Marta González comenta la parábola a
la luz de dos textos: la Salvifici Doloris de san Juan Pablo II y una carta
del beato
Álvaro dirigida a los fieles del Opus Dei, escrita en enero de 1993.
Una pregunta decisiva
La parábola está recogida en el capítulo 10 del
evangelio según san Lucas. El escritor sagrado nos presenta a un maestro de la
ley que, puesto en pie, dirige a Jesús una pregunta decisiva: “Maestro, ¿qué
debo hacer para conseguir la vida eterna?”[3]. No deja de ser llamativo que, en vez de
ofrecerle una contestación rápida o convencional, el Rabí de Nazaret invita a
su interlocutor al diálogo, proponiendo a su vez otro interrogante: “¿Qué está
escrito en la Ley? ¿Cómo lees?” El levita citó unas palabras tomadas del libro
del Deuteronomio: «“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu
alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti
mismo.” Jesús le dijo: “–Has respondido bien: haz esto y vivirás”. Pero él,
queriendo justificarse, dijo a Jesús: –¿Y quién es mi prójimo?”»[4].
Lo que sigue entonces es el relato cuya fecundidad
silenciosa llega hasta nuestros días. En su aparente sencillez, la parábola del
buen samaritano transmite un mensaje inusualmente profundo, que ha golpeado de
modo efectivo las conciencias y suscitado auténticas movilizaciones
espirituales, en las que la experiencia religiosa ha cristalizado en
expresiones éticas, personales e institucionales, sin las que no
comprenderíamos nuestra cultura.
La asombrosa fecundidad de este relato difícilmente
podría explicarse con una interpretación unilateral, que incidiese únicamente
en los aspectos éticos, desligados de los religiosos, o en los aspectos
religiosos, desligados de los éticos. Sin embargo, para apreciar esto es
preciso ir más allá de una visión puramente ritualista de la religión y
advertir el modo en que la ética se hace presente en el núcleo mismo de la
experiencia religiosa, lo cual no rara vez supone advertir también la dimensión
religiosa implícita en la experiencia ética.
En este sentido, la parábola vale como piedra de toque
de una religiosidad auténtica, capaz de reconocer la huella del Dios
trascendente en el otro que me sale al encuentro, antes que en el cumplimiento
de ciertos formalismos rituales.
Es significativo que el pasaje venga precedido de una
pregunta por parte del doctor de la ley, con la que éste, al menos
aparentemente, persigue comprender mejor el mandato del amor al prójimo
prescrito en la ley de Dios (v. 27). “¿Y quién es mi prójimo?”. Ésta es, en
efecto, la pregunta que, según resalta Juan Pablo II, da origen al relato (Salvifici
Doloris, n. 28), y que, como él mismo apunta, no debe desvincularse de
aquel otro pasaje donde, refiriéndose al juicio final, Jesús mismo se
identifica con cualquiera que pasa hambre, sed, está desnudo, encarcelado o
enfermo. Igualmente podría citarse a san Juan: «Si alguno dice “amo a Dios” y
aborrece a su hermano, es un mentiroso, pues quien no ama a su hermano, a quien
ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4, 20).
Cambio de perspectiva
Jesús contesta de un modo singular al interrogante que
plantea el doctor de la ley pues, más que ofrecer una respuesta cerrada, lo
traslada de nuevo, como una cuestión abierta, a su interlocutor, quien se ve
directamente interpelado. Así, tras describir las diversas reacciones del
sacerdote, el levita y el samaritano ante el hombre apaleado, Jesús se dirige
de nuevo al doctor de la ley y le pregunta: “¿Quién de estos tres te parece que
fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?”[5]. Es su interlocutor quien debe responder
de manera personal, tras haber escuchado y comprendido, también de manera
personal, el mensaje implícito en el relato. Y así lo hace: «Él dijo: “El que
practicó la misericordia con él”. Díjole Jesús: “Vete y haz tú lo mismo”»[6].
Ahí vemos que la respuesta a una cuestión
aparentemente sencilla, como quién es el prójimo, no discurre por los cauces
habituales. Jesús no permite que su interlocutor se convierta en un simple
espectador, tal vez juez, de su respuesta, porque la respuesta a la cuestión
del prójimo no es compatible con una actitud teórica de ese estilo, sino que
reclama un compromiso previo de parte de quien formula la pregunta, un
compromiso que comienza con el reconocimiento de que el relato impone un cambio
de perspectiva, un abandono de la posición teórica, de puro espectador.
Compasión y acción
En la Salvifici Doloris, Juan Pablo II
subrayaba en primer lugar este aspecto: «Buen Samaritano es todo
hombre, que se para junto al sufrimiento de otro hombre de cualquier
género que ése sea. Esta parada no significa curiosidad, sino más bien
disponibilidad. Es como el abrirse de una determinada disposición interior del
corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen Samaritano es todo
hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que “se conmueve” ante la
desgracia del prójimo. Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya
esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente
al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en sí mismo esta
sensibilidad del corazón, que testimonia la compasión hacia el
que sufre» (JP II, SD, n. 28).
El Papa resaltaba la necesidad de cultivar la
sensibilidad del corazón. Pero eso solo tampoco es suficiente. Tal capacidad no
es inerte, sino que moviliza a la acción. Así –seguía diciendo Juan Pablo II–
forma parte del amor, de la solidaridad auténtica, el ir, en lo posible, más
allá de la simple conmoción, procurando prestar una ayuda eficaz:
«El buen Samaritano de la parábola de Cristo no se queda en la mera conmoción y
compasión. Éstas se convierten para él en estímulo a la acción que tiende a
ayudar al hombre herido. Por consiguiente, es en definitiva buen
Samaritano el que ofrece ayuda en el sufrimiento, de cualquier
clase que sea. Ayuda, dentro de lo posible, eficaz. En ella pone todo su
corazón y no ahorra ni siquiera medios materiales. Se puede afirmar que se da a
sí mismo, su propio “yo”, abriendo este “yo” al otro. Tocamos aquí uno de los
puntos clave de toda la antropología cristiana. El hombre no puede “encontrar
su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás”.
Buen Samaritano es el hombre capaz precisamente de ese
don de sí mismo» (JPII, SD, n. 28).
Desde el mismo momento en que se formula, la pregunta
por el prójimo –quién es mi prójimo– impone una tarea tan gozosa como
inacabable: la tarea de hacerse permeable a las necesidades ajenas y
aliviarlas, en lo que esté de nuestra parte, de manera eficaz. Por eso no nos
extrañan las palabras con las que Jesús cierra el episodio: “Vete y haz tú lo
mismo” (Lc 10,37). De este modo la parábola invita a revisar lo que
consideramos, tal vez con buena intención, nuestras prioridades; nos invita a
examinar si acaso puede haber algo más importante que dejarse conmover y
detenerse, entonces, en ese lugar, a curar las heridas de la persona
maltratada.
La cuestión es que, sin grandes artificios, poniendo
al descubierto el contraste entre la conducta del sacerdote, del levita, y del
samaritano, la parábola nos interpela sin rodeos, precisamente como personas
que se sienten de repente implicadas e interpeladas por la situación en que se
encuentran otras personas: ¿Con quién te identificas? ¿Con el levita? ¿Con el
sacerdote? ¿Con el samaritano? Enseguida nos preguntamos qué ocurre en el corazón
de cada uno, para que pase de largo o, por el contrario, se detenga ante el
hombre maltratado; qué ocurre en el nuestro. De este modo la parábola invita a
revisar lo que consideramos, tal vez con buena intención, nuestras prioridades;
el otro, que me sale al encuentro, desafía mis conceptos y sacude mis inercias,
también mis inercias morales.
«Un mandamiento nuevo os doy»
En el rostro del otro cabe advertir la huella de Dios,
de un modo que vuelve pertinente no sólo el lenguaje de la compasión y la empatía,
sino también el del mandato: no sin cierta paradoja, el otro puede exigir esa
clase de atención que cuenta como amor, y que solo puede dispensarse
libremente.
Existe un deber de amar pues, como dice san Pablo, “el
que ama al prójimo, ha cumplido la ley” (Rm 13, 8). Sin embargo, como observa
Benedicto XVI, «el mandamiento del amor es posible sólo porque no es una mera
exigencia: el amor puede ser “mandado” porque antes es dado»[7]. San Juan es muy claro al respecto: «En
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él
nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.
Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a
otros» (1 Jn 4,10-11). Lo interesante es que la recíproca de «si Dios nos ha
amado así», se convierte en «debemos nosotros amarnos unos a otros». Con otras
palabras: el amor recibido de Dios debe hacerse llegar al prójimo.
Alma sacerdotal y mentalidad laical
En una carta escrita a los fieles del Opus Dei en
enero de 1993, el beato Álvaro del Portillo glosaba la parábola del buen
samaritano, con el fin de ilustrar el modo concreto en que “alma sacerdotal” y
“mentalidad laical” –dos expresiones con las que san Josemaría definía la
condición del fiel que desarrolla su vocación en medio del mundo– confluyen en
la actuación ordinaria del cristiano.
El beato Álvaro invita a reconocer la imagen de Cristo
en el hombre maltratado, y que sigue haciéndose presente en todos los que
sufren, con quienes se identifica. Pero precisamente por eso, observa, no sólo
el que padece, sino también el que se compadece de
manera operativa, es imagen de Cristo. En efecto: meditando en la conducta del
samaritano, que «detuvo su viaje, cambió sus planes, le dedicó su tiempo,
empleó los medios a su disposición», el beato Álvaro insistía: «también el
samaritano es imagen de Cristo, modelo de alma sacerdotal, porque el dolor no
es sólo medio de santificación en quien lo padece, sino en quien se compadece
del que sufre y se sacrifica por atenderle...» (I.93, n. 19). Al subrayar que
«el dolor no es sólo medio de santificación en quien lo padece, sino en quien
se compadece», don Álvaro da a entender que el protagonismo no está en el que
se hace prójimo del que sufre, sino ante todo en el que sufre. Es
con éste con quien se identifica Cristo en primera instancia. Él es quien marca
la pauta, el criterio, frente al cual los personajes que pasan a su lado adquirirán
o no su condición de prójimos, en última instancia, actualizando su alma
sacerdotal.
Una inflexión significativa
No reconoceríamos a Dios en el prójimo si no nos
acercáramos a él en su sufrimiento, si no nos dejáramos conmover por sus
necesidades, de forma que modificaran nuestros planes. Esta disposición es
parte esencial, constitutiva, de la compasión que exhibe el samaritano. Don
Álvaro, al igual que Juan Pablo II, no se limita a destacar la necesidad de una
actitud compasiva, sino que subraya la necesidad de que tal actitud vaya
acompañada de obras eficaces. En este contexto, introduce una inflexión
significativa: «Después, una vez que ha trasladado personalmente el enfermo a
la posada, ¿qué hace el samaritano? Sacando dos denarios, se los dio al mesonero
y le dijo: cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta (Lc
10,25): prosigue su camino, porque le incumben otros deberes que no puede
descuidar. No es una disculpa, no es una evasión, no haría bien si permaneciera
más tiempo: sería sentimentalismo, desatendería otras obligaciones. La
misma caridad que le ha impulsado a detenerse, le mueve a continuar su viaje.
Es Cristo quien nos ofrece el ejemplo» (I.93, n. 19)
En este texto don Álvaro recuerda el horizonte
microscópico y macroscópico de la caridad cuando, por un lado, señala que «un
cristiano nunca puede cerrar los ojos ante la indigencia del prójimo, sea moral
o material», pues «precisamente, el amor a Dios, en el que consiste
primariamente la caridad, dilata las pupilas de nuestros ojos, permitiéndonos
reconocer a Cristo en los que sufren, y enciende en nuestros corazones el deseo
de volcarnos en obras de misericordia, silenciosamente, sin aparato» (I.93, n.
19), llevando a «inculcar este afán en quienes nos rodean, para que no se conduzcan
de modo egoísta, de espaldas al dolor, a la soledad o a la miseria» (I.93, n.
19). Pero, por otro lado, y con la misma energía, no deja de invitar a
reconocer la proyección de la caridad en las relaciones sociales, económicas,
políticas, en las que se desenvuelve de hecho nuestra vida ordinaria: no sólo
en los encuentros inesperados, donde las necesidades del otro se nos presentan
de forma clamorosa, sino en los encuentros cotidianos, que componen el tejido
acostumbrado de la vida, debe hacerse abrirse paso la caridad, debe –por
emplear su mismo lenguaje– ponerse en ejercicio el alma sacerdotal: «El afán de
atender y remediar en lo posible las necesidades materiales del prójimo, sin
descuidar las demás obligaciones propias de cada uno, como el buen samaritano,
es algo característico de la fusión entre alma sacerdotal y mentalidad laical.
Lo que Dios nos pide, en primer término, es que santifiquemos el trabajo
profesional y los deberes ordinarios. En medio de esas actividades, permite que
os encontréis con la indigencia y el dolor de otras personas; entonces, señal
clara de que realizáis vuestras tareas con alma sacerdotal, es que no pasáis de
largo, indiferentes; y señal no menos clara es que lo hacéis sin abandonar los
demás deberes que tenéis que santificar» (I.93, n. 20).
Caridad desde el propio lugar en el mundo
Haciéndose eco fiel del mensaje de san Josemaría,
quien había acuñado la expresión «mentalidad laical» para referirse a la
naturalidad con la que cristianos corrientes, ciudadanos y trabajadores entre
sus iguales, con quienes comparten un modo de ver el mundo y unos mismos
afanes, infunden la luz de la fe y de la caridad en esas realidades humanas, el
beato Álvaro insiste sobre el valor santificador de las realidades ordinarias:
el espíritu cristiano no se transparenta sólo en los casos extraordinarios,
sino también en la vida cotidiana.
«Dios quiere que permanezcáis en vuestro lugar. Desde
ahí, podéis realizar –estáis realizando– una labor colosal en beneficio de los
pobres e indigentes, de los que padecen ignorancia, soledad y dolor –en tantas
ocasiones a causa de la injusticia de los hombres–, porque al buscar la
santidad con todas vuestras fuerzas, santificando el trabajo profesional y las
relaciones familiares y sociales, contribuís a informar la sociedad con el
espíritu cristiano» (I.93, n. 20).
Con el fin de dejar claro que el mensaje anterior no
se dirige a unos pocos, sino a todos, sea cual sea el lugar que ocupe en el
mundo, puntualiza: «No me refiero sólo a quienes ocupáis puestos de relieve en
los ambientes económicos, políticos y sociales; pienso en todas las hijas y en
todos los hijos de nuestro Padre, que, al convertir en oración su trabajo y su
jornada entera –quizá tareas sin brillo, como la labor y la vida de la Virgen y
de san José–, estáis poniendo a Cristo en la cima de las actividades humanas, y
Él –no lo dudéis– atraerá todas las cosas hacia sí, saciando vuestra hambre y
sed de justicia» (I.93, n. 20).
Es toda la teología del valor santificador del trabajo
y la vida ordinaria, que san Josemaría puso de relieve remitiendo a los años de
vida oculta de Jesús en Nazaret, la que se pone en juego en esas palabras. El
hecho de que la adecuada interpretación del pasaje requiera adoptar una
perspectiva teológica no debe impedirnos reconocer la estructura ética que
presupone, ya destacada por la Doctrina Social de la Iglesia cuando sitúa el
trabajo humano en el corazón de toda la cuestión social. Pues, en último
término, lo que la glosa de don Álvaro a esta parábola pone de relieve es la
dimensión intrínsecamente solidaria de todo trabajo humano, y, en esa medida,
que la solidaridad expresada por el buen samaritano no debe reservarse
exclusivamente para situaciones extraordinarias, sino actualizarse en el
ejercicio cotidiano de la profesión.
El ejemplo del mesonero
Es este aspecto, precisamente, el que queda
singularmente resaltado en la parte final de su comentario, que, no por hacerse
eco de la predicación del Fundador del Opus Dei deja de ser original:
«Meditemos también el final de la parábola. Para ocuparse del herido, el
samaritano recurrió también al mesonero. ¿Cómo se hubiera desenvuelto sin él?
Nuestro Padre admiraba la figura de este hombre –el dueño de la posada– que
pasó inadvertido, hizo la mayor parte del trabajo y actuó profesionalmente. Al
contemplar su conducta, entended, por una parte, que todos podéis actuar como
él, en el ejercicio de vuestro trabajo, porque cualquier tarea profesional
ofrece de un modo más o menos directo la ocasión de ayudar a las personas
necesitadas. Ciertamente lo permite la tarea de un médico, de un abogado, o de
un empresario que no cierra los ojos ante las necesidades materiales que la ley
no le obliga a atender, porque sabe que le obligan la justicia y el amor; pero
también la de un oficinista, un trabajador manual o un agricultor que encuentra
el modo de servir a los demás, quizá en medio de grandes estrecheces
personales. Sin olvidar –insisto de nuevo– que el fiel desempeño del oficio
profesional ya es ejercicio de la caridad con las personas y con la sociedad»
(I.93, n. 21).
El mesonero, a quien el samaritano le encomienda
“cuidar” del hombre malherido, realiza una tarea profesional impregnada de
caridad. Con su actuación, actualiza los vínculos éticos de solidaridad a los
que nos convoca la vida social y los eleva a una nueva dimensión. Me atrevo a
decir que especialmente en una sociedad en la que las interdependencias son
cada vez más manifiestas, advertir la intrínseca dimensión ética de los lazos
profesionales reviste particular trascendencia. En este sentido, cualquier trabajo,
desempeñado fielmente, y con los ojos atentos a las necesidades de las personas
implicadas, puede y debe considerarse un auténtico ejercicio de solidaridad y
caridad. Más aún: la ayuda eficaz que, según veíamos, caracteriza la auténtica
compasión, reclama con frecuencia una solución profesional, informada por el
mismo principio. Por eso mismo –sigue diciendo don Álvaro– «la preocupación por
los pobres y enfermos... ha de impulsar a promover o a participar en labores
asistenciales, con las que se trate de remediar, de modo profesional, esas
necesidades humanas y muchas otras» (I.93, n. 21).
En efecto: la caridad no sólo abre los ojos a las
necesidades ajenas, sino que, como decíamos arriba, con palabras de san Juan
Pablo II, mueve a remediarlas de manera eficaz, de un modo que no pierda de
vista el bien de la persona. El beato Álvaro expresa esto mismo sirviéndose del
par de conceptos acuñados por san Josemaría: el alma sacerdotal,
que alienta en todo fiel cristiano que vive en medio del mundo y en él
desempeña un trabajo profesional, debe moverle a reconocer las necesidades del
prójimo y contribuir a su solución con la mentalidad laical y
profesional que le es propia: impulsando escuelas, colegios, centros de
formación profesional, hospitales, centros asistenciales, centros de
investigación, etc.
Sobre esta misma idea incidió años más tarde Juan
Pablo II en su libro Levantaos Vamos, para referirse al modo en que
los laicos realizan su vocación en el mundo: «Los laicos pueden realizar su
vocación en el mundo y alcanzar la santidad no solamente comprometiéndose
activamente a favor de los pobres y los necesitados, sino también animando con
espíritu cristiano la sociedad mediante el cumplimiento de sus deberes
profesionales y con el testimonio de una vida familiar ejemplar. No pienso sólo
en los que ocupan puestos de primer plano en la vida de la sociedad, sino en
todos los que saben transformar en oración su vida cotidiana, poniendo a Cristo
en el centro de su actividad. Él será quien atraiga a todos así, saciando su
hambre y sed de justicia» (Mt 5,6). Y añadía: «¿No es ésta la lección que se
desprende del final de la parábola del Buen Samaritano (Lc 10,34-35)? Después
de los primeros cuidados de asistencia al herido, el buen samaritano se dirige
al posadero. ¿Qué hubiera podido hacer sin él? De hecho, el posadero,
permaneciendo en el anonimato, realizó la mayor parte del trabajo. Todos pueden
actuar como él cumpliendo sus propias tareas con espíritu de servicio. Toda
ocupación ofrece la oportunidad, más o menos directa, de ayudar a quien lo
necesita. (...) El cumplimiento fiel de los propios deberes profesionales es
practicar ya el amor por las personas y la sociedad»[8].
[1] Papa Francisco, encíclica Fratelli Tutti,
n. 56.
[2] Ana Marta González, En torno al Buen
Samaritano. Lecturas del siglo XX, 50, 3, pp. 533-559, Scripta
Theologica, 2018. https://doi.org/10.15581/006.50.3.533-559
[3] Lc 15, 25.
[4] Lc 15, 26-29.
[5] Lc 10, 36.
[6] Lc 10, 37.
[7] Benedicto XVI, Deus caritas est, n.
14.
[8] San Juan Pablo II, Levantaos, Vamos,
pp. 107-108.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/en-torno-al-buen-samaritano/
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