Francisco Fernández-Carvajal 27 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— Anhelo del Cielo.
— La «divinización» del alma, de sus potencias y del
cuerpo glorioso.
— La gloria accidental. Estar vigilantes.
I. Me
mostró el río del agua de la vida claro como un cristal, procedente del trono
de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, y en una y otra orilla del río,
está el árbol de la vida, que produce frutos doce veces (...). En ella estará
el trono de Dios y del Cordero, y sus siervos le darán culto, verán su rostro y
llevarán su nombre grabado en sus frentes1.
La Sagrada Escritura acaba donde comenzó: en el Paraíso. Y las lecturas de este
último día del año litúrgico nos señalan el fin de nuestro caminar aquí en la
tierra: la Casa del Padre, nuestra morada definitiva,
El Apocalipsis nos enseña, mediante
símbolos, la realidad de la vida eterna, donde se verá cumplido el anhelo del
hombre: la visión de Dios y la felicidad sin término y sin fin. San Juan nos
presenta en esta lectura el encuentro de quienes fueron fieles
en esta vida: el agua es el símbolo del Espíritu Santo, que procede del Padre y
del Hijo, representado por el río que surge del trono de Dios y del Cordero. El
nombre de Dios sobre las frentes de los elegidos expresa su pertenencia al
Señor2. En el Cielo ya no habrá noche: no será necesaria luz
ni lámparas ni el sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinará por
los siglos de los Siglos3.
La muerte de los hijos de Dios será solo el paso
previo, la condición indispensable, para reunirse con su Padre Dios y
permanecer con Él por toda la eternidad. Junto a Él ya no habrá noche.
En la medida en que vamos creciendo en el sentido de la filiación divina,
perdemos el miedo a la muerte, porque sentimos con más fuerza el anhelo de
encontrarnos con nuestro Padre, que nos espera. Esta vida es solo el camino
hasta Él; «por eso es necesario vivir y trabajar en el tiempo llevando en el
corazón la nostalgia del Cielo»4.
Muchos hombres, sin embargo, no tienen en su corazón
esta «nostalgia del Cielo» porque se encuentran aquí satisfechos de su prosperidad
y confort material y se sienten como si estuvieran en casa propia y definitiva,
olvidando que no tenemos aquí morada permanente5 y
que nuestro corazón está hecho para los bienes eternos. Han empequeñecido su
corazón y lo han llenado de cosas que poco o nada valen, y que dejarán para
siempre dentro de un tiempo no demasiado largo.
Los cristianos amamos la vida y todo lo que en ella
encontramos de noble: amistad, trabajo, alegría, amor humano..., y no debe
extrañarnos que a la hora de dejar este mundo experimentemos cierto temor y
desazón, pues el cuerpo y el alma fueron creados por Dios para estar unidos y
solo tenemos experiencia de este mundo. Sin embargo, la fe nos dará el consuelo
inefable de saber que la vida se transforma, no se pierde; y al
deshacerse la casa de nuestra habitación terrena, se nos prepara en el Cielo
una eterna morada6.
Después nos espera la Vida.
Los hijos de Dios quedarán maravillados en la gloria
al ver todas las perfecciones de su Padre, de las que solo tuvieron un anticipo
en la tierra. Y se sentirán plenamente en su casa, en su morada ya definitiva,
en el seno de la Trinidad Beatísima7.
Por eso, podemos exclamar: «¡Si no nos morimos!:
cambiamos de casa y nada más. Con la fe y el amor, los cristianos tenemos esta
esperanza; una esperanza cierta. No es más que un hasta luego. Nos
debíamos morir despidiéndonos así: ¡hasta luego!»8.
II. Los
santos del Altísimo recibirán el reino y lo poseerán por los siglos de los
siglos9.
En el Cielo todo nos parecerá enteramente joven y
nuevo. Y esta novedad será tan impresionante que el viejo universo habrá
desaparecido como un volumen enrollado10; y,
sin embargo, el Cielo no será extraño a nuestros ojos. Será la morada que aun
el corazón más depravado siempre anheló en el fondo de su ser. Será la nueva
comunidad de los hijos de Dios, que habrán alcanzado allí la plenitud de su
adopción. Estaremos con nuevos corazones y voluntades nuevas, con nuestros
propios cuerpos transfigurados después de la resurrección. Y esta felicidad en
Dios no excluirá las genuinas relaciones personales. «Ahí entran todos los
amores humanos verdaderos, auténticamente personales: El amor de los esposos,
aquel entre padre e hijos, la amistad, el parentesco, la limpia camaradería...
»Vamos todos caminando por la vida y, según pasan los
años, son cada vez más numerosos los seres queridos que nos aguardan al
otro lado de la barrera de la muerte. Esta se convierte en algo menos
temeroso, incluso en algo alegre, cuando vamos siendo capaces de advertir que
es la puerta de nuestro verdadero hogar en el que nos aguardan
ya los que nos han precedido en el signo de la fe. Nuestro
común hogar no es la tumba fría; es el seno de Dios»11.
Aquí nos encontramos con una pobreza desoladora para
hacernos cargo de lo que será nuestra vida en el Cielo junto a nuestro Padre
Dios. El Antiguo Testamento apunta la vida del Cielo evocando la tierra
prometida, en la que ya no se sufrirán la sed y el cansancio, sino que, por el
contrario, abundarán todos los bienes. No padecerán hambre ni sed, ni
les afligirá el viento solano ni el sol, porque los guiará el que se ha
compadecido de ellos, y los llevará a manantiales de agua12.
Jesús, en el que tiene lugar la plenitud de la revelación, nos insiste una y
otra vez en esta felicidad perfecta e inacabable. Su mensaje es de alegría y de
esperanza en este mundo y en el que está por llegar.
El alma y sus potencias, y el cuerpo después de la
resurrección, quedarán como divinizados, sin que esto suprima la diferencia
infinita entre la creatura y su Creador. Además de contemplar a Dios tal como
es en sí mismo, los bienaventurados conocen en Dios de modo perfectísimo a las
criaturas especialmente relacionadas con ellos, y de este conocimiento obtienen
también un inmenso gozo. Afirma Santo Tomás que los bienaventurados conocen en
Cristo todo lo que pertenece a la belleza e integridad del mundo, en cuanto
forman parte del universo. Y por ser miembros de la comunidad humana, conocen
lo que fue objeto de su cariño o interés en la tierra; y en cuanto criaturas
elevadas al orden de la gracia, tienen un conocimiento claro de las verdades de
fe referentes a la salvación: la encarnación del Señor, la maternidad divina de
María, la Iglesia, la gracia y los sacramentos13.
«Piensa qué grato es a Dios Nuestro Señor el incienso
que en su honor se quema; piensa también en lo poco que valen las cosas de la
tierra, que apenas empiezan ya se acaban...
«En cambio, un gran Amor te espera en el Cielo: sin
traiciones, sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda
la ciencia ... ! Y sin empalago: te saciará sin saciar»14.
III. En
el Cielo veremos a Dios y gozaremos en Él con un gozo infinito, según la
santidad y los méritos adquiridos aquí en la tierra. Pero la misericordia de
Dios es tan grande, y tanta su largueza, que ha querido que sus elegidos
encuentren también un nuevo motivo de felicidad en el Cielo a través de los
bienes legítimos creados a los que el hombre aspira; es lo que llaman los
teólogos gloria accidental. A esta bienaventuranza pertenecen la
compañía de Jesucristo, a quien veremos glorioso, al que reconoceremos después
de tantos ratos de conversación con Él, de tantas veces como le recibimos en la
Sagrada Comunión..., la compañía de la Virgen, de San José, de los Ángeles, en
particular del propio Ángel Custodio, y de todos los santos. Especial alegría
nos producirá encontrarnos con los que más amamos en la tierra: padres,
hermanos, parientes, amigos..., personas que influyeron de una manera decisiva
en nuestra salvación...
Además, como cada hombre, cada mujer, conserva su
propia individualidad y sus facultades intelectuales, también en el Cielo es
capaz de adquirir otros conocimientos utilizando sus potencias15.
Por eso será un motivo de gozo la llegada de nuevas almas al Cielo, el progreso
espiritual de las personas queridas que quedaron en la tierra, el fruto de los
propios trabajos apostólicos a lo largo del tiempo, la fecundidad sobrenatural
de las contrariedades y dificultades padecidas por servir al Maestro... A esto
se añadirá, después del juicio universal, la posesión del propio cuerpo,
resucitado y glorioso, para el que fue creada el alma. Esta gloria
accidental aumentará hasta el día del juicio universal16.
Es bueno y necesario fomentar la esperanza del Cielo;
consuela en los momentos más duros y ayuda a mantener firme la virtud de la
fidelidad. Es tanto lo que nos espera dentro de poco tiempo que se entienden
bien las continuas advertencias del Señor para estar vigilantes y no dejarnos
envolver por los asuntos de la tierra de tal manera que olvidemos los del
Cielo. En el Evangelio de la Misa de hoy17,
el último del año litúrgico, nos advierte Jesús: Tened cuidado: no se
os embote la mente con el vicio, la bebida, la preocupación del dinero y se os
eche encima aquel día... Estad siempre despiertos... y manteneos en pie ante el
Hijo del Hombre.
Pensemos con frecuencia en aquellas otras palabras de
Jesús: Voy a prepararos un lugar18.
Allí, en el Cielo, tenemos nuestra casa definitiva, muy cerca de Él y de su
Madre Santísima. Aquí solo estamos de paso. «Y cuando llegue el momento de
rendir nuestra alma a Dios, no tendremos miedo a la muerte. La muerte será para
nosotros un cambio de casa. Vendrá cuando Dios quiera, pero será una
liberación, el principio de la Vida con mayúscula. Vita mutatur, non
tollitur (Prefacio I de Difuntos) (...). La vida se cambia, no
nos la arrebatan. Empezaremos a vivir de un modo nuevo, muy unidos a la
Santísima Virgen, para adorar eternamente a la Trinidad Beatísima, Padre, Hijo
y Espíritu Santo, que es el premio que nos está reservado»19.
Mañana comienza el Adviento, el tiempo de la espera y
de la esperanza; esperemos a Jesús muy cerca de María.
1 Primera
lectura. Año II. Apoc 22, 1-6. —
2 Cfr. Sagrada
Biblia, EUNSA, Pamplona 1989, vol. XII, Apocalipsis, in
loc. —
3 Apoc 22,
5. —
4 Juan
Pablo II, Alocución 22-X-1985. —
5 Heb 13,
14. —
6 Misal
Romano, Prefacio de difuntos. —
7 Cfr. B.
Perquin, Abba, Padre, p. 343. —
8 San
Josemaría Escrivá, en Hoja informativa sobre el proceso de
beatificación de este Siervo de Dios, n. 1, p. 5. —
9 Primera
lectura. Año I. Dan 7, 18. —
10 Apoc 6,
14. —
11 C.
López-Pardo, Sobre la vida y la muerte, Rialp, Madrid 1973,
p. 358. —
12 Is 49,
10. —
13 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 89, a. 8. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 995. —
15 Cfr. Santo
Tomás, o. c., 1, q. 89, ad 1 ad 3, aa. 5 y 6; 3, q. 67, a.
2. —
16 Cfr. Catecismo
Romano, 1, 13, n. 8. —
17 Lc 21,
34-36. —
18 Jn 14,
2. —
19 A.
del Portillo, Homilía 15-VIII-1989, en Romana,
n. 9, VII-XII-89, p. 243.
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