Américo Martín 29 de noviembre de 2020
La política y la guerra conforman una unidad íntima,
esencial que se manifiesta de manera radicalmente contradictoria, se niegan o
excluyen. Su forma de transcurrir, acercándose, alejándose para volver a
aproximarse, sugieren un movimiento en líneas paralelas en el sentido de que no
se encuentran sino en el infinito, única forma de pronunciar la palabra nunca
sin tener que soportar el conocido reproche del poeta turco Nazim Hikmet: no
digas nunca la palabra nunca.
Me he permitido comenzar esta columna para TalCual con
algunas reflexiones sobre clásicas opiniones del general Clausewitz acerca de
la guerra.
Decir que la guerra es la continuación de la política
por otros medios, es tanto como decir que la política es la continuación de la
guerra por otros medios, lo cual sin duda fue y es el mensaje de los
presidentes colombianos a los insurgentes, siendo entonces las FARC la joya
principal de la corona de la violencia. La tenacidad de los mandatarios fue
ejemplar porque se mantuvo como voluntad inmodificable desde Belisario Betancur
hasta Álvaro Uribe, incluyendo momentos elevados bajo las presidencias de César
Gaviria y especialmente Andrés Pastrana.
Si vamos a los hechos, el resultado premió el esfuerzo
puesto que las FARC terminaron sentadas en la mesa de negociación y ya no
refugiadas en las breñas. La desmovilización y el desarme se materializaron.
Cierto es que apareció el paramilitarismo vecino del narcotráfico, se
dividieron en forma no muy sensible las FARC y el ELN ha tratado de ocupar su
espacio abandonado, pero lo que esta larga historia —de más de 50 años de violencia
si contamos desde el asesinato de Gaitán— nos dice es que no hay más salida que
la negociación, medida esta de claro contenido político. Que la política sea la
continuación de la guerra es inmensamente mejor que lo contrario.
En
el foro organizado por Fedecámaras para hablar de caminos de negociación fue
igualmente ese el objetivo. El ponente invitado, Humberto de la Calle, objetó
con pertinencia el pesimismo que hubieran despertado ciertas acciones militares
puramente efectistas. Condenaban la complicidad de renuentes desmovilizados.
¿Acaso nos reprocharán que no los hayamos matado a todos en lugar de pactar con
ellos? La pregunta en sí es una respuesta válida. Pero, si se la hubieran
dirigido a Clausewitz, se habría limitado a citar una respuesta –la mejor– que
anticipó en su célebre libro De la guerra (ediciones del Ministerio de Defensa
de España, dos volúmenes, 1999): la guerra no se propone matar a todos los
enemigos, sino a colocarlos en condiciones de que no les permitan mantenerla.
Brillante reflexión, además de humana e inteligente
política.
Debo invitarlos a leer el parte de guerra de Antonio
José de Sucre a su superior, el Libertador Bolívar (Fundación Polar, Caracas,
1995), que pudo haber inspirado las estupendas palabras vertidas en su obra por
Carl Clausewitz, no por casualidad uno de los más celebres teóricos de la
guerra. Celebridad prodigada más allá de ideologías o filiaciones políticas.
Faltando poco para culminar la batalla de Ayacucho con
la limpia victoria de las armas patriotas y la virtual demolición de los
realistas, el general en jefe del ejército peninsular, José de Canterac, se
aproxima al general José de la Mar para que este lo condujera ante su superior
a fin de solicitarle una capitulación. La aniquilación de un ejército de 9.310
soldados por apenas 5.780, en su mayoría de las salvajes Indias Occidentales,
era tan impactante a la vez que humillante, que para enfrentar el juicio penal
que, en efecto, se manejó en la Corte de Fernando VII, envuelto en el desprecio
moral y los sarcasmos que con tanta gracia y sabiduría emiten los hijos de
nuestra madre patria, Canterac se entregó al cercano lugarteniente del futuro Mariscal
de Ayacucho y le anticipó su inesperada solicitud.
El parte de guerra de Sucre a Bolívar es un homenaje a
la política y una muestra de la habilidad estratégica y sensibilidad humana del
gran cumanés. Por desterrar de su alma bajas pasiones como el odio y la
venganza o el pésimo hábito de descalificar, insultar o infamar a quien piense
distinto, el insigne vencedor respondió en su mensaje al Libertador que la
capitulación no procedía en este caso porque faltaría nada para una solución
discrecional.
Pero, y aquí va lo mejor de todo, decidió otorgarla
para hacer reconocer la dignidad y elevar la reputación de los americanos.
Había sido un triunfo militar extraordinario que el gran guerrero e insigne
personaje proyectaba al inmenso espacio político abierto por la emancipación.
La mano tendida al que te combate, a sabiendas de que nuestro reencuentro para
llevar nuestro maltratado país a la más alta de las cimas del hacer humano, fue
exactamente lo que el Gran Mariscal se propuso al conceder la generosa capitulación
que puso en manos del virrey José de la Serna y Canterac. Derrotados en la
guerra eran honrados por los vencedores.
Si el eterno rector de la Universidad de Salamanca,
don Miguel de Unamuno, hubiese estado presente, seguramente le habría dicho a Sucre,
Bolívar y a todos los héroes de la Emancipación americana: Venceréis y además
convenceréis.
Américo
Martín
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