Carolina Gómez-Ávila 22 de noviembre de 2020
La verdad es que nunca he podido leer o escuchar el
mitin que dio el liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán en 1940, donde se dice
que soltó la frase destinada a la inmortalidad. De allí viajó de boca en boca
hasta Chile y tuvo que esperar hasta 1973 para convertirse en canción; una
canción que apoyó a Allende poco antes de que lo tumbaran.
Dicen que se le pudo ocurrir a cualquiera, pero la
dijo Gaitán por lo que terminó como consigna de la izquierda. Eso me fastidia.
¡Como si la izquierda fuera la única forma de reivindicar los intereses del
pueblo! Me molesta que las ideologías se apropien de lemas poderosos en contra
de los opresores, porque no hay manera de volverlos a usar sin ligarse a todos
los errores que en su nombre se cometieron después. Además, con franqueza, creo
que ya es tiempo de que los pueblos se den cuenta de que no solo hay déspotas
de derecha y de que la libertad tiene, como punto de partida, un acuerdo de
convivencia en paz entre contrarios.
Como esta incomodidad con frases transformadoras nos
pasa a todos, intento quedarme con lo universal, con el principio que contiene.
En esta, el principio es el poder de la unidad. Es verdad que es desafiante un
pueblo unido. Para vencer a un pueblo así, hay que empezar por dividirlo. Si no
se le puede dividir, es una amenaza recalcitrante para las tiranías de
cualquier signo y terminará por lograr su objetivo.
Pero el eslogan no nos dice en cuánto tiempo. Tampoco
es muy preciso sobre lo que se obtendrá, aunque es de suponer que será el fin
de la opresión, como esta se conciba. No dice nada que permita suponer que el
pueblo escogerá otra forma de relación o de gobierno para sustituir el que
adversa; así que, pronto, el pueblo podría verse obligado a retomar la consigna
inicial y protestar hasta que se dé un desenlace que satisfaga su lucha. O uno
que lo extenúe y le haga pensar que le conviene conformarse.
Sobre todo, este lema no nos dice cómo es que el
pueblo debe hacerse percibir tan imponentemente unido o cómo puede resultar tan
amenazante que logre catalizar un cambio.
Me parece que no será con una larga lista de
reivindicaciones aisladas, como las que movilizan manifestaciones en Venezuela.
Cada una es minúscula, porque atiende necesidades particulares.
El problema es que se nos oprime distinto en cada
ciudad y pueblo. Se nos aplican castigos diferentes para controlarnos
socialmente, de modo que el padecimiento que asfixia aquí, no necesariamente es
el mismo que ahorca más allá. Por eso se dan decenas de protestas diarias a las
que acuden, apenas, decenas de venezolanos.
Comprendo el reclamo urgido de los habitantes de
comunidades aisladas. El que no comprendo, ni justifico, es el de los
ciudadanos organizados. Lo digo porque toda organización tiene estructura y
alcance suficiente como para saber que lo que aqueja a sus asociados es poco,
pero parte, de lo que oprime a la nación.
Alguien tiene que atreverse a voltear a ver la
necesidad del otro. Alguien tiene que abandonar el egoísmo y alzar la vista
fuera del entorno inmediato, buscar en la media distancia y luego apreciar el
sufrimiento de toda la nación.
Y, cuando admitan que se trata de un problema
nacional, seguramente podrán aceptar que no hay que protestar por este o aquel
servicio, por esta o aquella reivindicación, sino porque tenemos una tragedia
sistémica que no podrá empezar a solucionarse durante este Gobierno.
También comprenderán que la forma constitucional y,
por tanto, legal, pacífica y democrática de procurarnos ese cambio, es a través
de elecciones presidenciales y parlamentarias, libres y justas.
Un pueblo unido en torno a esta exigencia —negándose a
acompañar cualquier iniciativa que se presente como sucedánea—, puede minar las
alianzas nacionales y extranjeras fundamentadas en el apoyo popular. Que la
opresión pierda maniobrabilidad puede no ser definitivo, pero no es deleznable.
Ahora bien, si se pierde el apoyo popular, la solución
no estará en manos del pueblo sino en la mesa en la que se sienten los hombres
de armas, los grandes empresarios y los políticos capaces de relacionarse con
unos y otros, así que es importante entender que, lo que resulte, no puede
tomar al pueblo desunido porque quizás necesite comenzar de nuevo. Y esto,
creo, es todo lo que diferencia a unas naciones de otras. Todo.
Una cosa más, unir al pueblo no es actividad
partidista.
Para finalizar, contarles que me gusta escribir en
silencio, pero hoy escuché varias veces la canción que, con la frase de Gaitán,
compuso el polémico grupo chileno Quilapayún. Y abstraída de consideraciones
ideológicas, he sentido profundamente nuestra venezolana unidad vulnerada.
Hasta las lágrimas.
Carolina
Gómez-Ávila
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