Por Piero Trepiccione
Cada vez estamos
observando más dificultades en diversos países alrededor del mundo para
procesar las diferencias ideológicas y las disputas por el poder. Los
debates y las campañas que, tradicionalmente han sido duros en la
historia, ahora se han vuelto verdaderas batallas de insultos. Tanto en
países de mayor tradición democrática como en otros de no tanta, los mensajes
utilizados para llegar al electorado están cargados de desinformación y
banalización para generar fanatismos acérrimos y no partidarios racionales.
En ese marco de
acción, los autoritarismos y populismos han reaparecido con una
fuerza inusitada que tiene totalmente trastocado el sentido de la democracia.
De allí la interrogante:
¿realmente la democracia como sistema le está siendo útil a la humanidad? Si
hacemos un repaso por todas las naciones reconocidas como tal por la ONU, nos
encontraremos que la mayoría de ellas, se encuentran alineadas en países que no
son realmente democracias plenas sino por el contrario, sistemas
institucionales débiles que son más bien controlados por personalismos
exacerbados u organizaciones que no aceptan la competencia electoral.
Si a esto le sumamos
teocracias y monarquías de carácter cerrado o semi-cerrado la lista se hace muy
pero muy grande. Y la guinda del pastel la constituye la reciente elección en
los EE.UU., donde el actual presidente y candidato a la reelección Donald Trump
está promoviendo interna y externamente la tesis de que fue víctima de un mega
fraude por parte de su oponente y vencedor Joe Biden, incluso con soporte
técnico y financiero proveniente de Venezuela.
Cabe destacar que hace
apenas cuatro años, cuando Trump ganó la presidencia se presentaron muchos
indicios, al menos en medios de comunicación, de que la inteligencia rusa había
interferido a su favor para poder resultar victorioso. Lo cual crea
un clima propicio para las famosas “teorías de la conspiración” que
pululan a granel por redes sociales y medios amarillistas. Este escenario
deteriora la imagen del formato democrático como mecanismo por excelencia para
procesar las disputas por el poder y garantizar los derechos humanos en el
mundo.
La respuesta a la
interrogante que la historia nos ha mostrado es que la democracia si funciona
para las personas y las sociedades, pero para algunas “élites” es una amenaza a
sus aspiraciones de eternizarse en el poder y no compartirlo. La
alternabilidad, que es un principio básico de la democracia está dando pie
a múltiples fórmulas. Algún familiar o funcionario cercano, actúa por
mampuesto para seguir “controlando” el poder y no dar cabida a cambios
verdaderos.
La democracia es un
sistema que tiene demasiados enemigos alrededor del mundo y muchos
disfraces ideológicos que la promueven en términos fantasiosos, pero que
en la realidad son justamente lo contrario: ataduras que frenan el ejercicio
ciudadano comprometido con la voluntad general para dar cabida a intereses
minúsculos que, tras bastidores, obtienen enormes beneficios en desmedro de
quienes dicen defender.
Si el ejercicio
ciudadano no se mantiene oxigenado y activo, los avances que se logran se
pueden desvanecer en muy poco tiempo. Construir un sistema equilibrado y
consensuado puede tardar décadas; destruirlo, puede hacerse en meses y unos
pocos años.
Toca seguir apostando a
la formación política de la ciudadanía. A la siembra de valores asociados a la
democracia, pero por sobre todo, a la profundización del conocimiento general
de su significado y la importancia del buen funcionamiento de los gobiernos en
nuestra cotidianidad.
Las redes sociales
están llenas de lugares comunes y banalizaciones que conducen al fanatismo y no
a la formación de “sujetos densos” que celebren la democracia como
una forma de vida institucional pero también familiar, comunitaria e
individual.
Esta década nos está
deparando una enorme confrontación de las ideas. Esperamos resultados
sorprendentes, tal y como ha sido este 2020.
22-11-20
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