Diego Zalbidea 28 de noviembre de 2020
Jesús
perdona a una mujer pecadora que unge sus pies y la lanza hacia la libertad que
surge de un corazón limpio.
Jesús ha sido invitado de nuevo a comer. Su anfitrión
había insistido mucho en que acudiese, ya que le ilusionaba agasajarlo con un
banquete especial. Pero algo inesperado está a punto de truncar la celebración:
una mujer que no había sido invitada aparece en la sala. Al fariseo dueño de la
casa, que se llama Simón, le cambia el rostro. El momento es incómodo. Jesús,
en cambio, parece como si la hubiera estado esperando porque sus ojos se han
iluminado al verla. Ciertamente, conoce su alma mejor que ella misma y, por
eso, conoce el dolor que llena su corazón; sabe que para amar e intentar ser
amada ha recorrido caminos equivocados. Sabe que ella ha surcado barrancos y
precipicios.
Los detalles de delicadeza de la mujer –cómo unge sus
pies con perfume, con lágrimas y con besos– emocionan a Jesús. Por lo cual,
acto seguido, trata de explicárselo con un ejemplo a Simón, quien había visto
la escena de lejos, con ciertos reparos: «Un prestamista tenía dos deudores:
uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Como ellos no tenían con qué
pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le amará más?» (Lc 7,41-42).
Aquella mujer ha aprendido a amar dejándose perdonar. Ahí reside su verdadera
grandeza y, por eso, Jesús decide alabarla públicamente (cfr. Lc 7,44-46).
Nunca había sido tan fácil
Esa mujer siente, quizá por primera vez, el gozo de
ser respetada. La mirada de Jesús es diferente a la de las demás personas. Se
da cuenta de que ante él no necesita estar a la defensiva. Nunca ha visto unos
ojos que se adentren tanto en su corazón y nunca ha sido tan fácil lograr que
la quieran. Se cumple en ella la bienaventuranza que Jesús ha prometido a
quienes se dejan limpiar el corazón (cfr. Mt 5,8); lo está
aprendiendo rápidamente del maestro y nota ya los efectos: «Todas las criaturas
se vuelven límpidas cuando se las mira a través de la Faz del más bello y más
blanco de los lirios»[1]. Ella, de
algún modo, consigue experimentar esa libertad con que Jesús la ama, consigue
experimentar ese cariño que no ha necesitado ser forzado ni atrapado con
trucos.
Durante años, esta mujer había desperdiciado los
talentos que Dios le había regalado. Sin embargo, ahora se da cuenta de que
está ante un nuevo inicio. Ahora puede ser la mujer sensible que en el fondo ha
sido siempre, fuerte y vulnerable a la vez, serena y apasionada. Ahora puede
ser ella misma. Porque uno de los grandes dramas de la impureza es estar
convencidos de que no lograremos ser amados por quien verdaderamente somos y,
en consecuencia, vender una apariencia para ser queridos. Pero
esta es una tarea imposible sencillamente porque el amor no tiene precio. O es
libre o no es. Por eso, cuando se entra en este chantaje, antes o
después esa apariencia se esfuma y nos deja el regusto de haber sido engañados.
Asombrarse ante cada corazón
Para que crezca el amor, para que arraigue, es preciso
hacerle espacio, a veces con esfuerzo, porque la santa pureza «es una rosa que
solamente florece entre espinas»[2]. Quizá por eso
a veces nos da miedo arriesgarnos al amor y tratamos de asegurarlo.
De hecho, el corazón que se vuelve impuro renuncia a cultivar el amor en el
espacio en el que nos podemos encontrar. No quiere arriesgarse a sufrir y
prefiere de modo tiránico e irrespetuoso crear propias zonas de confort. A
veces aquella motivación tiene un componente de compensación, algo de rabieta,
quizá un enfado escondido. En ocasiones puede parecer que lo que conseguimos es
amor, cuando en realidad estamos utilizando a la otra persona, aunque sea de
manera virtual: le obligo a que me “quiera”, le fuerzo a que me haga sentir
“valioso” o “valiosa”. Frente a la promesa del amor incondicional que nos
ofrece Dios, el pecado es una farsa que nos empuja hacia la soledad.
Ante esto, la solución no es encerrarse, desanimarse,
o pensar que ese tipo de amor es imposible. Más bien se trata de buscar el amor
que Dios ha sembrado allí donde estamos, especialmente en las personas y en
nuestras relaciones. En ese sentido, san Josemaría nos animaba a amar a los
demás poniendo «generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros
pisen en blando, y les resulte más amable su lucha»[3]. Ese puede ser
uno de los frutos –entre tantos otros– de la santa pureza: hacer más amable la
vida de los demás. No se trata solo de evitar el pecado personal, sino de
alcanzar una forma de mirar y de relacionarnos que ayude a que todos nos
sintamos queridos a imagen del amor de Dios. El alma limpia cuida de la
vulnerabilidad propia y ajena, se muestra con elegancia, busca ser querida
libremente. Es verdad que nuestro corazón, puesto en el suelo, corre el riesgo
de ser despreciado, pero esa es la única forma divina de amar y de recibir
amor. La mujer y el hombre de corazón limpio saben mirar a los demás sin tolerar
que se trafique con la imagen de Dios que hay en ellos.
Por todo lo anterior, podemos decir que Jesús ha
revolucionado la libertad y el amor. Nos invita a custodiar la intimidad de los
hijos y las hijas de Dios incluso con nuestra mirada y con nuestros
pensamientos. Quiere que participemos del asombro que él mismo experimenta ante
la dignidad de cada corazón. La intimidad es tierra sagrada en donde el
cristiano se descalza.
Parte de nuestra misión
Una de las tareas de la santa pureza es custodiar –en nosotros
y en los demás– algo precioso a los ojos de Dios y la mejor defensa de ese
tesoro es estar enamorado. También es verdad que el deseo de vivir un amor
limpio requerirá muchas veces volver a comenzar. Dejarse perdonar y dejarse
querer son manifestaciones de una humildad, que entiende que la santa pureza y
el amor de los demás son un don. «Dios, para entregarse a nosotros, elige a
menudo caminos impensables, tal vez los de nuestros límites, los de nuestras
lágrimas, los de nuestras derrotas»[4]. En la
confesión nos dejamos amar como en ningún otro sitio. Quien se deja perdonar
abre la puerta al amor más libre y es capaz de responder –ya ha empezado a
hacerlo– con un amor a la medida del que recibe.
Además, habrá que tener en cuenta otra posible
dificultad: que, algunas veces, incluso sin pensarlo, recibir algo gratis puede
avergonzarnos. No estamos acostumbrados a que algo tan grande sea un regalo.
Preferimos muchas veces saber que lo hemos conseguido con nuestras propias
fuerzas porque eso nos hace autónomos, nos permite experimentar cierto poder;
no queremos depender de otro en algo tan decisivo. Al contrario, quien ha
aprendido a dejarse amar está convencido de que «no puede dar únicamente y
siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo
como don»[5]. Lo más grande
que podemos llegar a ser siempre es fruto de un don previo: «Él nos amó
primero» (1 Jn 4,19).
En todo caso, la santa pureza es necesaria para
desarrollar cualquier misión apostólica. La evangelización se realiza
gratuitamente. Si nuestro corazón no es limpio, no podremos entender esa donación
en la que muchas veces los frutos no llegan cuando nosotros los planificamos
sino cuando Dios dispone. El cariño verdadero y puro, núcleo de cualquier
misión evangelizadora, no impone sus razones, no exige respuesta, no pasa
factura por lo que ofrece; no distingue entre personas, no descarta a los
hostiles, no se cansa de los lentos. Tampoco chantajea ni reprocha. En una
palabra, el cariño verdadero es fiel.
***
Como siempre, basta mirar a Jesús para aprender a ser
amados. Y no hay lección tan magistral como la que nos ofrece en la Eucaristía.
Allí Jesús no se impone. Nadie es tan paciente. Nadie desea con tantas fuerzas
que le queramos pero, al mismo tiempo, nadie lo dice tan bajito,
como en un susurro apenas perceptible. Sabe que nuestra libertad es un gran
regalo suyo, así que no quiere comprometerla por nada del mundo. Nadie valora
tanto nuestra fragilidad –y la dignidad que encierra– como Jesús. Por eso, en
nuestra ilusión por crecer en esta virtud es gratísimo a Dios que ofrezcamos
cada uno de nuestros pasos, también los tropiezos y las derrotas. El dolor de
Dios solo puede ser causado por nuestro sufrimiento y por la soledad en la que
nos aísla. Bien podemos imitar a san Josemaría en sus deseos de ofrecer a la
Virgen lo mejor que tenía: «Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con
mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes.
–¡Anímate!»[6].
[1] Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 105 a
Celina.
[2] Santo Cura de Ars, Sermón sobre la
penitencia.
[3] San Josemaría, Amigos de Dios, n.
228.
[4] Francisco, Audiencia, 29-I-2020.
[5] Benedicto XVI, encíclica Deus Caritas
est, n. 7.
[6] San Josemaría, Forja, n. 285.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/santa-pureza-corazon/
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