Ismael Pérez Vigil 27 de febrero de 2021
Voy a hacer un paréntesis en mi acostumbrado
comentario político, para tocar un tema −que en el fondo también es político−
no menos importante y acuciante: la situación de la empresa venezolana, en
particular la industria manufacturera nacional.
La industria nacional es víctima de un depredador,
eficiente y despiadado, que no ha tenido compasión para destruirla: el régimen
instaurado por Hugo Chávez Frías en 1999, que continua hasta nuestros días.
Cuando este régimen se hizo del poder, de acuerdo con las propias cifras oficiales,
en el país había 12.700 industrias manufactureras; debido a la política
depredadora del régimen −no voy a gastar tiempo en describir lo que bien
conocemos y que la Confederación Venezolana de Industriales, CONINDUSTRIA,
calificó adecuadamente de “cerco a la industria nacional” −, hoy el plantel
industrial se reduce a poco más de 2.500 industrias. Hemos perdido la friolera
del 80% de nuestra capacidad industrial y el 20% que queda, trabaja con enormes
dificultades, a una fracción de su capacidad instalada. El presidente de
Conindustria nos recordaba en días pasados que −sin contar los años anteriores−
desde que Nicolás Maduro está en el poder, se han perdido más de 400 mil
empleos industriales, que como sabemos siempre fueron los mejor remunerados.
Asentado esto, no me voy a referir más a este
depredador, si no a otro igualmente letal.
Seguramente todos, en nuestro papel de consumidores
que maximizamos nuestros recursos y preservamos el poder de nuestro ingreso,
buscando y adquiriendo los productos que mejor satisfagan nuestras necesidades,
al mejor precio posible, nos topamos con estantes y anaqueles repletos de
productos importados. No me refiero a los llamados “bodegones”, sino a los
estantes y anaqueles de abastos, mercados y supermercados en los que hacemos
nuestras compras habituales. Tampoco me refiero, con eso de productos
importados, a las especialidades y exquisiteces de algunos países que siempre
han estado presentes en el nuestro, sino a cosas como: aceites comunes de
España, leche de Francia, pastas de Italia, granos y arroz de Brasil, y un
largo etcétera, de productos y países, que no vale la pena enumerar; seguro que
todos me entienden de que hablo.
Lo más sorprendente es que esos productos, a veces de
calidad igual o superior, están a precios inferiores o iguales que los
productos nacionales, cuando estos se consiguen. ¿Cómo es esto posible, si esos
productos deben pagar fletes internacionales y otros costos de traslado y
acondicionamiento, excepto aranceles aduaneros y otras tasas, de los cuales,
como sabemos, el gobierno los ha exonerado?
Desde siempre, pero sobre todo desde finales de los
años 80 del pasado siglo, cuando se inició un proceso de apertura económica en
el país, nuestra industria se vio sometida a la competencia de productos
importados, que no solo gozan de escalas y de tecnologías mucho más avanzadas
que les permiten alcanzar mejores precios y condiciones, sino que, en sus
países, seguramente no están sometidos a las condiciones restrictivas de
comercialización interna a las que están sometidos los productos elaborados en
el país, ni sus industrias son perseguidas por el gobierno como lo son las
nuestras. No obstante, nuestra industria supo enfrentar, con dificultades, ese
reto y logró no solo sobrevivir, sino también exportar sus productos a otros
mercados a precios realmente competitivos. Aunque hoy suene a fantasía, es
bueno recordar que las exportaciones distintas al petróleo, cacao y el mineral
de hierro, llegaron a ser cerca de 6 mil millones de dólares a finales de los años
90 del pasado siglo.
Pero no es por razones tecnológicas o industrias más
avanzadas que se explica que encontremos hoy inundados los anaqueles con
productos importados a precios más bajos que los nacionales y que incluso estén
a precios inferiores a los de su mercado de origen. Este fenómeno, usualmente,
se produce por dos causas fundamentales, bien porque una empresa trate de
conquistar un mercado externo o por colocar en el mismo el sobrante de su
producción y lo comercializa a un precio inferior al que se comercializa en su
mercado de origen; o bien porque, gracias a la intervención del Estado, con
algún tipo de subsidio, permite que el precio pueda ser rebajado para colocarlo
con ventaja en otro mercado. Hoy en día, esta segunda causa es menos común en
el mercado internacional, dada la actividad y vigilancia de organismos
internacionales, como la Organización Mundial del Comercio, los diferentes
acuerdos regionales y las modernas legislaciones de cada país, que protegen sus
industrias y mercados de esta práctica depredadora. Aunque técnicamente son dos
cosas distintas, el efecto concreto de ambas prácticas es el mismo, que el
producto entre con ventaja de precio a otro mercado. Por lo tanto, me atrevo a
pensar que en Venezuela estamos en presencia de la devastación que ocasiona un
“dumping”.
El “dumping”, para decirlo en términos sencillos, es
una práctica comercial que consiste en vender un producto por debajo de su
precio normal en el mercado de origen, o incluso por debajo de su costo de
producción, con el fin inmediato −como dije antes− de conquistar un mercado,
eliminando las empresas competidoras y apoderándose finalmente del mismo.
Siempre ha habido una discusión muy intensa acerca de
cuál debe ser la actitud frente a esta práctica; algunos sostienen que la
prioridad deben ser los consumidores y no cabe duda que en una economía
destruida e hiperinflacionaria como la nuestra, “bajar los precios”, por la vía
que sea es algo que beneficia a los consumidores. Pero tampoco cabe duda que,
sin tener una protección a ultranza, que disfrace y ampare la ineficiencia de
nuestras industrias, tenemos que buscar fórmulas para protegerlas, proteger sus
inversiones y los puestos de trabajo que generan.
No es un problema sencillo, porque, no nos engañemos,
ya sabemos que va a ocurrir con estos precios tan o más bajos que los de
nuestra industria; si se trata de algo temporal para colocar la sobreproducción
de alguna empresa, en poco tiempo, esos productos no los veremos más en los
anaqueles; y si se trata de una estrategia para conquistar nuestro mercado, los
que no veremos en los anaqueles serán los productos nacionales. Pero,
desaparecida la competencia y conquistado el mercado, los productos importados aumentarán
de precio e incluso subirán muy por encima del precio relativo con el cual se
comercializan actualmente y no solo por efecto de la hiperinflación. En el
entretanto, habrán desaparecido unas cuantas industrias nacionales y las
inversiones y empleos que ellas generan.
Los mecanismos adecuados de protección, para
consumidores y empresas, son: proteger la libre competencia y la economía
abierta para que sea esta la que regule el mercado y obligue a bajar los
precios para proteger adecuadamente a los consumidores. Es fácil hacer
demagogia con acusaciones de abusos y especulación, pero es la libre
competencia la que mejor combate los precios especulativos o artificialmente
altos y lo que mejor protege el bolsillo de los consumidores. Venezuela cuenta con
dos instrumentos legales, vigentes, para protegerse de estas prácticas, que no
utiliza desde 1999: la Ley para Promover y Proteger el Ejercicio de la Libre
Competencia y la Ley sobre Prácticas Desleales del Comercio Internacional y su
Reglamento. Sabemos que es utópico pensar que este régimen las utilizará, no
solo porque son leyes de libre mercado, sino porque suponen un proceso, una
investigación imparcial, la demostración de daño a la producción nacional y
para este régimen es más fácil aplicar controles y represión, que no resuelven
nada, que arruinan al país, pero cubren las apariencias.
No me gusta concluir en el aire un tema tan espinoso,
pero ni las empresas ni el pueblo consumidor contarán con ningún mecanismo
gubernamental para defender sus respectivos intereses y lograr un equilibrio.
No queda por el momento sino denunciar la situación, alertar del peligro de
destrucción que se cierne sobre lo que queda de nuestra industria y, por lo
tanto, dejar el problema en el difícil terreno de la responsabilidad y
conciencia individual.
Ismael
Pérez Vigil
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