Karen Sánchez 24 de febrero de 2021
@karenjsan
Los
famosos pagadiarios son residencias u hoteles que ofrecen habitaciones o
pequeños apartamentos en los que sus residentes pagan cada día el derecho a
dormir o vivir allí.
Elita García Salas jamás imaginó tener que vivir en
una residencia donde el piso es de cemento, la humedad la enferma y no siente
tranquilidad. Su vida en Venezuela era casi perfecta. Trabajaba como oficial
jefe de la policía y abogada, con su propia casa de tres plantas, “con todos
los servicios, todos los lujos”.
Pero la vida le dio un giro inesperado. Ahora, está
desempleada -pues su embarazo ya cursa el séptimo mes- y, desde que llegó a
Colombia, ha mantenido a su familia, junto a su esposo, a punta de arreglarles
las uñas a sus clientes.
Al entrar al edificio donde reside, hay poca luz. Las
paredes parecen golpeadas por los años, se ve una sombría escalera que conduce
a los otros niveles, vidrios y puertas rotas. Su humilde hogar huele a
humedad, a incertidumbre.
“Me vine a Colombia por... la crisis que estamos
pasando y, aunado a eso, los contantes problemas que uno enfrenta al no estar
de acuerdo con las políticas de nuestro país”, le contó la mujer, madre de dos
hombres de 8 y 21 años, a la Voz de América.
Mientras habla sentada en un sofá desajustado, su hijo
menor la abraza, luego juega con una gata que camina sobre el piso de cemento.
El comedor, la nevera, una bicicleta y una improvisada repisa con elementos de
aseo conforman la sala principal. El baño está viejo, las paredes peladas y
tres baldes hacen la labor de recoger el agua de una ducha eléctrica con los
cables por fuera.
Para Elita, vivir en un lugar así le quita el aliento:
“El motivo de vivir en un pagadiario es por la razón de que muchas personas
colombianas no nos quieren arrendar apartamento y, si los arriendan, nos piden
una garantía y nadie nos va a servir de fiadores… porque muchos venezolanos han
cometido delitos acá, han quedado mal y eso nos ha llevado a pagar más de lo
que se debe acá en arriendo”, cuenta.
Por ejemplo, paga 25.000 pesos diarios (casi 7
dólares) es decir, 750.000 pesos (un poco más de 200 dólares) mensuales
que, según ella, "no los vale, porque sí tú ves el establecimiento,
no tiene piso, en unas malas condiciones y hay que cancelarlo porque no vamos a
dormir en la calle con los niños”.
Después de subir las escaleras rotas y peladas, sin pintura
de este edificio, está la casa de Yoleida Romero, quien arregla los
juguetes de los niños, para que la sala no se vea desordenada. Alza un poco lo
que hay sobre la mesa del comedor y lo lleva a la cocina su cocina, enchapada
con badosines viejos y rotos, con un mesón en cemento, donde yacen desbaratas y
oxidadas ollas.
Esta mujer llegó hace dos años a Bogotá, desde
Maracay, con sus hijas (de 29, 27 y 21 años) y sus nietos (de 3, 4, 5 y 7
años). En su país, tenía un restaurante, el cual cerró porque “no tenía cómo
mantenerlo”. “Había mucho desempleo, muy difícil para comprar la comida… no nos
alcanzaba a veces”, agrega.
En Colombia, ha pasado por varios oficios: trabajó
como cocinera y aseadora en restaurante, limpiando hoteles, o cuidando niños.
Junto a su hija, nieta y su yerno pagan una residencia de una habitación,
una sala, cocina y un baño. Tienen dos camas donde duermen los cuatro.
“Ahorita, estamos reuniendo porque ya estamos un
poquito mas cómodos aquí, estamos reuniendo porque trabajamos los tres”, cuenta
esta mujer que además afirma que es muy difícil alquilar un lugar por un año,
no solo por la falta de recursos sino porque a veces son, según ella, son
discriminados: “Uno que otro que no quieren mucho a los venezolanos, que
vemos unos que somos más honrados que otros".
A pocas cuadras de allí, hay una casa que apenas están
arreglando, pues las paredes, pisos y techos se encuentran desajustados. Al
subir, se ve un pasaje con aproximadamente ocho puertas cerradas. Cada una
corresponde a una habitación donde, en su mayoría, viven inmigrantes
venezolanos.
Allí reside Yulimar Acuña. Afortunadamente, para ella
y sus cinco hijas, su habitación está recién remodelada. Huela a pintura.
Hace cuatro años vive en Bogotá. En Venezuela, esta
administradora de empresas trabajó en la empresa estatal PDVSA, pero dice que
antes de migrar, su sueldo alcanzaba para un huevo y sus hijas estaban
desnutridas. “Siendo profesional, mi salario no me rendía para cubrirle los
gastos a las niñas (de 18, 15, 9, 7 y 5 años). Era una situación demasiado
crónica... y eso lamentablemente me obligó a migrar de mi país”, contó Yulimar
a la VOA.
Esa pequeña habitación sirve de tocador, dormitorio,
sala y comedor. Comparte el baño y la cocina.
Aunque se dedica al empleo informal, no ha podido
conseguir algo estable. Pero se siente tranquila porque sus pequeñas pueden
estudiar en Colombia.
Por ahora, no piensa regresar a Venezuela, pero
extraña su casa propia, que según ella, cuenta los servicios y todas las
comodidades: “Lamentablemente, ahorita, nos tocó diario. Hubo un tiempo que sí
logramos una mensualidad, pero no siempre es igual, no siempre tenemos para
pagar la mensualidad”, dice.
Problemas de convivencia
Para Elita, este tipo de residencias albergan muchas
personas con diferentes caracteres. El día a día en un pagadiario “es fuerte
porque uno tiene que vivir al gusto de los demás, nadie respeta tu
tranquilidad, la bulla, la música a alto volumen”, afirma.
Por su parte, Yulimar sabe que vivir en un pagadiario
no es fácil, pero afirma que mientras se mantenga aislada “evitando tener
inconvenientes” va a estar bien.
En el caso de Yoleida, dice que lo mejor es “saber
sobrellevar a las personas. Unas son más tranquilas que otras”. “Uno tiene que
tener mucha paciencia en el sentido que tienes que hacerte de la 'vista gorda'
apara no tener problemas con nadie. Y estar al día con tu pago porque, si no
estás al día con tu pago y reúnes muchos días, los dueños no están pendientes
que si tienes niños o no, igualito sales”, cuenta la abuela.
Por toda la ciudad
En Bogotá, es común ver venezolanos que residen en
estos lugares donde entran y salen familias todo el tiempo, para ir a
comprar comida o trabajar. Generalmente, se ubican en sectores vulnerables de
la ciudad, a los que la VOA tuvo acceso, a pesar de las
negativas de muchos administradores de querer mostrar el lugar o al negar que
albergaban inmigrantes.
Para uno de los administradores consultados por VOA y
quien no quiso revelar su identidad, la casa que administra cuenta con
todas las condiciones para que los inmigrantes vivan en buenos términos. Allí,
dice, el 60 por ciento de sus inquilinos son venezolanos. Por ahora, tiene
capacidad para 15 personas, pero al terminar de remodelar el lugar, cabrán
hasta 35.
“Hay unas piezas, habitaciones, muy pequeñas que están
entre entre 10, 15 y 17, 19.000 mil pesos (un poco más de 5 dólares) y ahí va
incluido el agua, la luz, el internet, el gas natural, todos los servicios”,
afirma.
Debido a la situación económica de algunos inquilinos
y su inestabilidad para quedarse en algún lugar, las pérdidas llegan a un
40 por ciento: “A veces duran un mes, dos meses. Pagan bien unos días, otros
días se van debiendo”, cuenta.
Aunque dice que es consciente de que algunos no pueden
pagar las residencias, debe sacarlos, pues su casa es subarrendada y debe
cumplir con la mensualidad: “Uno trata de tenerles paciencia, porque hay
otros que en realidad sí les va mal. Vienen al otro día, le pagan a uno
completo y allí están”, señala.
Además, señala que en su casa no viven muchos niños
porque le preocupa la seguridad de los mismos: “Uno no sabe que otra persona
esté por ahí, que empiece por allá a mirarlos, entonces más bien me evito
que vivan con muchos niños … y que cuando se van a trabajar, se los lleven”,
dice el administrador.
Esteban Chirinos tiene una mirada parecida, pues es
administrador de un pagadiario, donde ve venezolanos -como él- todos los días
tratando de ganarse la vida.
Llegó en diciembre de 2019 con sus dos hijos. Su
esposa, quien ya residía en Colombia, lo persuadió para salir de su país.
Para él, no ha sido fácil, pero dice que gracias a Dios no le ha faltado nada.
Fue asistente de un sastre, luego trabajó en albañilería y ahora administra
esta residencia de 21 habitaciones donde, según dice, hay más colombianos que
venezolanos. Todos con algo en común: una situación económica difícil.
“Se ha visto dura para pagar y se ha visto fuerte,
entonces para pagar es un poquito exigente porque tengo que ponerle presión a
la persona para que pague. A veces no los tienen, entonces a veces tengo que
dejarlo porque me da cosa dejar una persona afuera”, cuenta Esteban, quien
agrega que si acumulan tres días sin pagar, deben irse.
En este lugar, se alquilan habitaciones -desde casi
los cuatro dólares- con cocinas y baños compartidos. Algunas -de casi siete
dólares- tienen cocina y baño privado, pero ninguna de ellas está amoblada.
“Esa
es la vida aquí, como es pagadiario, tienen que estar día a día, estar luchando
saliendo a buscar qué consiguen para pagar la habitación. Y con la cuarentena y
la cosa, se les ha hecho un poco difícil… He escuchado que en otros edificios
que sí cobran el día, así no los hayas trabajado. Si no lo pagas, no te dejan
entrar”.
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