Miguel Henrique Otero 22 de febrero de 2021
@miguelhotero
Una información publicada en The Chicago Tribune
cuenta de la muerte de una mujer venezolana, cuando intentaba cruzar el Río
Bravo, en dirección de México a Estados Unidos. Sumergida en las aguas gélidas
no resistió y murió de hipotermia extrema. Al momento de escribir este
artículo, el jueves 18 de febrero, nada sabemos de ella -ni su nombre, ni su
edad, ni la fecha en que huyó de Venezuela-, ni tampoco se ha divulgado la
identidad de las otras tres personas que intentaron cruzar el torrente con
ella. La información dice que dos fueron detenidos por las autoridades
estadounidenses y que otra persona logró regresar a México. ¿Acaso esas tres
personas también son venezolanos que huyen del régimen de Maduro?
Hay que entenderlo: la muerte de esta mujer venezolana
no es un hecho aislado. Forma parte de una cadena de muertes que vienen
produciéndose, cada vez con mayor frecuencia, en distintas partes del
continente. Los venezolanos pierden la vida en las aguas de ríos y mares, en
caminos y carreteras, mientras trabajan o caen abatidos por la acción de
delincuentes. Se trata de variaciones de una enorme tragedia: personas que,
escapando de la muerte, van a morir en otros lugares, en situaciones dolorosas,
absurdas y, muy a menudo, en episodios de violencia brutal y desproporcionada.
Recordemos algunos de estos hechos. En diciembre de
2020, por ejemplo, murieron decenas de personas que, habiendo partido de
Güiria, en el estado Sucre, se dirigían rumbo a Trinidad y Tobago. Se sabe que
eran alrededor de 30 los pasajeros de la embarcación. Las muertes confirmadas
son 28, pero es probable que hayan sido más.
Se cuentan por centenares de miles, el número de
espectadores que, en todo el continente, han visto las atroces imágenes del
asesinato de Orlando Abreu, joven trabajador venezolano que se desempeñaba en
un comercio en la ciudad de Trujillo, Perú, y que fue asesinado por resistir
pacíficamente a las prácticas de una banda especializada en extorsionar a
pequeños comerciantes. En noviembre de 2019 fue asesinada en Chile la
fotoperiodista venezolana Albertina Martínez Burgos. A comienzos de 2018, en
México fue asesinada Kenni Mireya Finol, quien había advertido, ante la cámara
de su teléfono móvil, que su vida estaba en peligro real. En esas imágenes
aparecía golpeada y cortada en su rostro y en otras partes de su cuerpo. Al
joven abogado Richard Alejandro Ortuño Aldana, de 23 años de edad, que se
desempeñaba como vigilante nocturno en un pequeño restaurante en la ciudad de
Cartagena, Colombia, lo atacaron por la espalda y lo mataron a golpes.
Esta mínima relación de casos mortales, ejemplos
extraídos entre centenares de episodios registrados solo en América Latina y el
Caribe, es solo uno de los capítulos que afectan a quienes huyen. En estos años
de exilio, he conocido abogados que plastifican maletas en los aeropuertos,
arquitectos que distribuyen comidas a domicilio, profesionales del mercadeo que
atienden llamadas en call centers durante la madrugada. A mediados de 2020, CNN
en Español contaba la historia de dos venezolanos, Néstor Vargas y José Luis
Cerpa, que residenciados en Lima, realizan el que podría ser el trabajo más riesgoso
de nuestro tiempo: recogen, en jornadas de 19 horas diarias, los cuerpos sin
vida de personas que han fallecido por la acción del covid-19.
Pero
las calamidades no han acabado. La presencia de millones de venezolanos,
distribuidos en casi toda América Latina, pero de forma muy concentrada en
Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Argentina, Panamá, República Dominicana y otros
ha desatado reacciones de xenofobia -rechazo, discriminación- que, en algunos
casos, han derivado en hechos de violencia. Ramón Acevedo, director de cine que
ahora vive en Lima y vende café en las calles, narraba a France 24 los
padecimientos sufridos por ser venezolano: malos tratos, empleos de baja
categoría, empresarios que lo contratan y luego no le pagan aprovechando su
condición de extranjero. Los relatos de estas malas experiencias son
inagotables. Ocurren todos los días, en numerosos países. La inmensa mayoría de
estos hechos oprobiosos ocurren envueltos en silencio: ni siquiera se llegan a
denunciar, por el temor de las víctimas a ser encarceladas o deportadas. Esto
supone que hay cientos de miles de personas en estado de amplia indefensión
-salvo en Colombia, donde se acaba de producir la medida ejemplar del
presidente Duque que permitirá legalizar y regularizar a más de 1,8 millones de
migrantes-, cuyas vidas continúan sometidas a carencias, abusos, malos tratos y
numerosos peligros.
Todo este doloroso cuadro, que ocupa a los gobiernos
de América Latina, a las autoridades de los multilaterales y a centenares de
ONG, tiene un responsable, que debe ser denunciado y señalado, una y otra vez:
el régimen de Nicolás Maduro, principal y sistemático generador de la huida de
más de 6 millones de compatriotas, el verdadero atizador de la reacción contra
los venezolanos en el continente, autor intelectual y moral del sufrimiento, de
las muertes, de las persecuciones, de las violaciones de los derechos humanos,
del empobrecimiento y del despojo de las condiciones de vida en dignidad.
Debe ser señalado, ahora más que nunca, una vez que se
ha anunciado que Maduro, ahora mismo el principal violador de los derechos
humanos en América Latina, intervendrá el lunes 22 de febrero en la sesión 46
del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.
Miguel Henrique Otero
@miguelhotero
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