Andrés Cárdenas Matute 20 de febrero de 2021
La
oración contemplativa desarrolla una nueva manera de mirar todo lo que sucede a
nuestro alrededor. Es un don que satisface nuestro deseo natural de unirnos a
Dios en las circunstancias más diversas.
Si tratamos de pensar cuál es actualmente, desde el
punto de vista político y económico, la tercera ciudad más importante del
mundo… eso era Antioquía durante los primeros siglos, cuando fue capital de una
provincia romana. Sabemos que allí se acuñó el término «cristianos» (cfr. Hch
11,26) para los seguidores de Jesús. Su tercer obispo fue san Ignacio quien,
condenado a muerte durante el gobierno de Trajano, fue llevado por tierra hasta
la costa de Seleucia –actual zona sur de Turquía– y, después, trasladado por
mar hasta llegar a Roma. En el trayecto se detuvieron en varios puertos. En
cada lugar recibía a cristianos de la zona y aprovechaba para enviar cartas a
las comunidades de seguidores de Jesús: «Escribo a todas las iglesias, y hago
saber a todos que de mi propio libre albedrío muero por Dios»[1]. El obispo san Ignacio tenía claro que
las fieras del Anfiteatro Flavio –ahora Coliseo Romano– serían su final aquí en
la tierra, por lo que pidió incesantemente oraciones para tener valentía. Pero
varias veces, en sus cartas, somos también testigos de las profundidades de su
alma, de su deseo por unirse definitivamente a Dios: «No hay fuego de anhelo
material en mí, sino solo agua viva que habla dentro de mí, diciéndome: Ven al
Padre»[2].
Una planta con la raíz en el cielo
Aquel murmullo interior de san Ignacio de Antioquía
–¡Ven al Padre!– que probablemente movía su vida de piedad y su vida
sacramental es, en realidad, una maduración sobrenatural del deseo natural que
tenemos todos por unirnos a Dios. Ya los filósofos griegos de la antigüedad
habían identificado en lo más íntimo de nuestro ser una nostalgia por lo
divino, una añoranza por nuestra patria verdadera, «como si fuéramos una planta
no terrestre, sino celeste»[3]. Benedicto XVI, en la primera audiencia
durante su catequesis sobre la oración, también quiso mirar hacia atrás, al
Antiguo Egipto, a Mesopotamia, a los filósofos y dramaturgos griegos o a los
escritores romanos; todas las culturas han sido un testimonio del deseo de
Dios: «El hombre digital, al igual que el de las cavernas, busca en
la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su
precaria aventura terrena (…). El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito,
una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una
necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto»[4].
Se suele decir que uno de los problemas más comunes de
esta precaria aventura terrena de nuestra época es la
fragmentación interior, incluso a veces producida de manera inconsciente:
experimentamos oposiciones entre lo que queremos y lo que hacemos, vemos
aspectos en nosotros que no se unen armónicamente, no construimos la narración
de nuestra vida como un hilo continuo con nuestro pasado y nuestro futuro, no
vemos cómo pueden encajar juntas muchas ideas que hemos ido adquiriendo o
sentimientos que experimentamos... Aquí y allá quizá multiplicamos versiones de
nosotros mismos. A veces ni siquiera conseguimos dedicar nuestra atención de
manera exclusiva a una sola tarea. En todos estos ámbitos ansiamos esa unidad
que, al parecer, no podemos fabricar como tantas otras cosas.
«¿No es acaso un signo de los tiempos el que hoy, a
pesar de los vastos procesos de secularización, se detecte una difusa exigencia
de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada
necesidad de orar?»[5], se preguntaba san Juan Pablo II al
inicio de nuestro milenio. Vemos, ciertamente, que surgen muchas iniciativas,
presenciales y a través de Internet, dirigidas a valorar nuestra capacidad de
silencio exterior e interior, de escucha, de concentración, de armonía entre
nuestro cuerpo y nuestro espíritu. Todo esto puede, como es lógico, traernos
cierto sosiego natural. Pero la oración cristiana nos ofrece una tranquilidad
que no es solamente equilibrio transitorio, sino que es fruto de una percepción
unitaria de la vida que surge de esa relación íntima con Dios; la oración
cristiana, al ser un don, desarrolla en nosotros una nueva visión de la
realidad que lo une todo en él. «Es una actitud interior, antes que una serie
de prácticas y fórmulas; un modo de estar junto a Dios, antes que de realizar
actos de culto o pronunciar palabras»[6]. Como es lógico, esta actitud interior,
este modo de estar junto al Señor, no surge de la noche a la
mañana, ni llega sin disponernos adecuadamente para que Dios nos la pueda
otorgar: es don, pero también tarea.
Los ojos de un alma que piensa en la eternidad
En determinado momento de la homilía Hacia la
santidad, pronunciada a finales de 1967, san Josemaría describe brevemente
el itinerario de una vida de oración[7]. Se comienza a rezar –nos dice– con
oraciones sencillas, breves, probablemente aprendidas de memoria en nuestra
niñez; después se abre paso la amistad con Jesús, en donde aprendemos a meternos
en su pasión, muerte, resurrección y queremos hacer propia su doctrina; después
el corazón necesita distinguir y relacionarse con las tres personas divinas,
hasta que eso poco a poco llena su día. Y es entonces cuando el fundador del
Opus Dei describe la etapa que corresponde a la vida contemplativa: llega el
momento en que «nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas
que saltan hasta la vida eterna. Sobran las palabras, porque la lengua no logra
expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira!»[8]. Entonces, estando en algún punto de ese
itinerario, podemos preguntarnos: ¿qué relación tiene la oración con la vida
eterna? ¿En qué sentido la oración llega a ser una mirada en
lugar de estar compuesta de palabras?
Con la oración esperamos llegar a ver las cosas, aquí
y ahora, tal como las ve Dios; a captar lo que sucede a nuestro alrededor con
una simple intuición que procede del amor[9]. Este es su fruto más grande y por eso
decimos que nos transforma. No nos ayuda solamente a cambiar ciertas actitudes
o a superar ciertos defectos; la oración cristiana está dirigida, sobre todo, a
unirnos con Dios, conformando así poco a poco nuestra mirada con la mirada
divina, empezando ya aquí en la tierra; de cierta manera, buscamos curar nuestros
ojos con su luz. Esta relación de amor con Dios –que aprendemos y realizamos en
Jesús– no es algo simplemente que hacemos, sino que cambia lo
que somos.
Esta transformación personal trae consecuencias en
nuestra manera de interactuar con la realidad, que incluso pueden ser muy
prácticas. Desarrollar en nosotros, junto a Dios, esa mirada sobrenatural, nos
lleva, por ejemplo, a desentrañar el bien que hay detrás de todo lo creado,
incluso en donde pensamos que está ausente, porque nada se escapa de su plan amoroso,
que siempre es más fuerte. Nos lleva a valorar de una manera nueva la libertad
de los demás, a desprendernos de la tentación de decidir por ellos, como si de
nuestras acciones dependiera el destino de todo. También comprendemos mejor que
el obrar divino tiene sus procesos y sus tiempos, que tampoco debemos ni
podemos controlar. La oración contemplativa nos lleva a no obsesionarnos con
querer solucionar problemas de manera inmediata, sino a disponernos mejor para
descubrir la luz en todo lo que nos rodea, también en las heridas y debilidades
de nuestro mundo. Procurar ver con los ojos de Dios nos libera de una relación
violenta con la realidad y con las personas, ya que buscamos entrar en sintonía
con su amor omnipotente, más que obstaculizarlo con nuestras torpes
intervenciones. Santo Tomás de Aquino afirma que la «contemplación será
perfecta en la vida futura, cuando veamos a Dios cara a cara (1 Cor 13,12),
haciéndonos perfectamente felices»[10]; el poder de la oración está en que
podemos participar de esa visión de Dios ya aquí en la tierra, aunque siempre
sea «como a través de un espejo» (1 Cor 13,12).
En 1972, en una reunión en Portugal, alguien preguntó
a san Josemaría cómo sobrellevar cristianamente los problemas cotidianos. Entre
otras cosas, el fundador del Opus Dei señaló que la vida de oración ayuda a
mirar las cosas de manera distinta a como lo haríamos sin aquella unión íntima
con Dios: «Tenemos un criterio de otro estilo; vemos las cosas con los ojos de
un alma que está pensando en la eternidad y en el amor de Dios, también eterno»[11]. En otras circunstancias, también había
dicho que la manera de ser felices en el cielo tiene mucho que ver con la
manera de ser felices en la tierra[12]. Un teólogo bizantino del siglo XIV
había escrito algo similar: «No solo se nos concede disponernos y prepararnos
para la Vida; se nos permite vivirla y obrar desde ahora conforme a ella»[13].
Quietud… Paz… Vida intensa
El Catecismo de la Iglesia Católica, cuando empieza a
tratar de la oración, nos sorprende con una pregunta que funciona como examen
de conciencia permanente: «¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la
altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más
profundo” (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?». Y después pasa,
inmediatamente, a recordarnos el presupuesto fundamental para orar: «La
humildad es la base de la oración»[14]. Efectivamente, aquella mirada
de eternidad que genera en nosotros la oración contemplativa, solo
puede crecer en el terreno fértil de la humildad, en un clima de apertura hacia
las soluciones de Dios, en lugar de las recetas únicamente nuestras. A veces
una excesiva confianza en nuestra inteligencia y en nuestra planificación puede
hacer que, en la práctica, lleguemos a vivir casi como si Dios no existiese.
Necesitamos siempre una nueva humildad ante la realidad, ante las personas,
ante la historia, que sea una tierra fecunda para las acciones de Dios. El Papa
Francisco, durante su catequesis sobre la oración, se fijaba en la experiencia
del rey David: «El mundo que se presenta ante sus ojos no es una escena muda:
su mirada capta, detrás del desarrollo de las cosas, un misterio más grande. La
oración nace precisamente de allí: de la convicción de que la vida no es algo
que nos resbala, sino que es un misterio asombroso»[15].
Entonces, al participar de aquella mirada que nos
ofrece la contemplación en medio del mundo, saciaremos, en la medida de lo
posible, nuestros anhelos de unidad: con Dios, con los demás, dentro de
nosotros mismos. Nos sorprenderemos trabajando infatigablemente por el bien de
los demás y de la Iglesia, al ver que nuestros talentos florecen «como un árbol
plantado al borde de la acequia, que da fruto a su tiempo» (Sal 1,3).
Gustaremos un poco de aquella armonía a la que estamos destinados. Gozaremos de
aquel sosiego que no encontramos de ninguna otra manera. «¡Galopar, galopar!...
¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse... (…) Es que trabajan con vistas
al momento de ahora: “están” siempre “en presente”. —Tú... has de ver las cosas
con ojos de eternidad, “teniendo en presente” el final y el pasado... Quietud.
—Paz. —Vida intensa dentro de ti»[16].
[1] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos,
n. 4.
[2] San Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos,
n. 7.
[3] Platón, Timeo, 90a.
[4] Benedicto XVI, Audiencia, 11-V-2011.
[5] San Juan Pablo II, carta apostólica Novo
Millennio Ineunte, n. 33.
[6] Benedicto XVI, Audiencia, 11-V-2011.
[7] Cfr. san Josemaría, Amigos de Dios,
n. 306.
[8] Ibíd., n. 307.
[9] Es la concepción tomista de la contemplación
como «simplex intuitus veritatis ex caritate procedens».
[10] Santo Tomás de Aquino, Suma de teología,
II-II, c. 180, a. 4.
[11] San Josemaría, Notas de una reunión familiar,
4-XI-1972.
[12] Cfr. san Josemaría, Forja, n. 1005.
[13] Nicolás Cabasilas, La vida en Cristo,
Rialp, Madrid, 1958, p. 89.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n.
2559.
[15] Francisco, Audiencia, 24-VI-2020.
[16] San Josemaría, Camino, n. 837
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/document/conocerle-y-conocerte-xiii-no-se-discurre-se-mira/
Qué texto tan bello. Nos lmeva hacia el Amor de los amores. ¡Dios de amores, Santa Eucaristía!
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