Opus Dei 23 de febrero de 2021
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Algunos
paisanos de Jesús dudaron de que el poder de Dios pueda manifestarse en alguien
"tan normal". El Señor quiere seguirnos encontrando en lo cotidiano,
tejido por sencillas normas de piedad que procuramos vivir.
Es sábado. Jesús está en la sinagoga de Nazaret.
Quizás vienen a su mente muchos recuerdos entrañables de infancia y juventud.
¡Cuántas veces habrá escuchado allí la palabra de Dios! A sus paisanos, que le
conocen desde hace mucho tiempo, les han ido llegando varias noticias sobre los
milagros que ha hecho en ciudades vecinas. Y esto da lugar a algo extraño: la
familiaridad con Jesús se convierte para ellos en un obstáculo. «¿De dónde le
viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano?»
(Mt 13,54-55), se preguntan. Les sorprende que la salvación pueda venir de
alguien a quien han visto crecer día a día. No creen que el Mesías pueda haber
vivido entre ellos de una manera tan discreta y desapercibida.
Como los paisanos de Jesús
Los habitantes de Nazaret creen conocer bien a Jesús.
Están seguros de que las cosas que se cuentan de él no pueden ser ciertas. «¿No
se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus
hermanas, ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?»
(Mt 13,56). En un pueblo que no hace representaciones de Dios, que ni siquiera
pronuncia su nombre, uno de sus compatriotas afirma que es el Mesías…
Imposible. Es más, conocen su origen, conocen a sus padres, conocen su casa:
«Era una familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el
pueblo»[1]. No se
explican cómo alguien tan similar a ellos puede hacer milagros. «La normalidad
de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su
proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás»[2]. El hijo de
Dios trabajaba con José en su taller; «la mayor parte de su vida fue consagrada
a esa tarea, en una existencia sencilla que no despertaba admiración alguna»[3]. ¿Por qué la
normalidad de la vida de Jesús pudo ser un motivo para no creer en su
divinidad?
Aunque puede parecernos algo muy ajeno, reservado a
aquellos que convivieron con Cristo, en realidad nosotros también muchas veces
sospechamos de la normalidad. Nos atrae lo especial, lo llamativo, lo extraordinario;
nos encanta romper el ritmo. Suele suceder que vemos adormecida nuestra
capacidad de asombro, damos por supuesto que suceden muchas cosas, nos
encerramos en ciertas rutinas, pasando por alto los milagros que están detrás
de lo normal. Sin ir más lejos, muchas veces nos acostumbramos incluso al mayor
de todos ellos, a la presencia del Hijo de Dios en la Eucaristía. Pero lo mismo
nos puede pasar con nuestro encuentro personal con Cristo en la oración, con
esa serenata de jaculatorias a la Virgen que es el rezo del santo rosario o con
aquellos momentos en los que queremos llenar nuestra mente y nuestros afectos
con la doctrina cristiana a través de la lectura espiritual. Tal vez nos hemos
habituado a tener a nuestro creador tan a la mano. El dispensador de todas las
gracias, el amor que colma cualquier deseo, está encerrado en infinidad de
sagrarios repartidos por todo el globo. Dios ha querido hacer presente toda su
omnipotencia en los espacios que le ofrece la normalidad. Obra desde allí. Así,
muchas veces sin brillo, surgen innumerables milagros a nuestro alrededor.
Entre los bastidores de lo cotidiano
Nos puede desconcertar aquella normalidad de Dios
porque la contraponemos a una espontaneidad que quizá juzgamos como elemento
esencial de una relación. Lo normal nos puede parecer demasiado previsible
porque allí aparentemente falta la creatividad, el factor sorpresa, la pasión
del amor verdadero. Quizá echamos en falta algo distintivo que haga de nuestra
relación con Dios una aventura inigualable, única e irrepetible, un testimonio
espectacular que pueda incluso remover a otras personas. Podemos pensar que la
normalidad uniforma y desaprovecha la aportación que cada uno puede hacer. Es
verdad que, ante lo que siempre es igual, la reacción comprensible es el
acostumbramiento.
Sin embargo, sabemos que Dios nos invita a encontrarle
en lo más ordinario, en lo de cada día. Así es también el amor humano, que
crece y se profundiza no solo valiéndose de grandes momentos especiales, sino
en esos silencios, cansancios e incomprensiones de las jornadas compartidas;
simplemente al estar juntos. «Hay un algo santo, divino,
escondido en las situaciones más comunes»[4] que nos
encantaría descubrir. Sucede que, aunque nuestra relación con Dios ocurra en
medio de la normalidad, la procesión va por dentro. Su amor
apasionado se puede mover muy cómodamente entre los bastidores de la
normalidad, en el hoy sin espectáculo, sin fuegos artificiales pero con brasas
ardientes. La razón es que nos sabemos, en cada momento, mirados con un cariño
nuevo. A Dios no le importa lo normal que sea mi vida: es mía
y eso es suficiente para él. Dios, de hecho, nos ofrece la oportunidad de hacer
de nuestra vida algo excepcionalmente singular y especial; él no sabe contar
más que de uno en uno. Nunca hace comparaciones entre sus hijos. Nos ha llamado
a cada uno desde antes de la creación del mundo (cfr. Ef 1,4): no hay nadie
igual a mí y, por eso, soy inimitable y absolutamente amable para Dios.
Los mimos parecen monótonos
Ese espacio de normalidad en el que el Señor actúa
hace posible que nuestra vida esté, como dice san Pablo, «escondida con Cristo
en Dios» (Col 3,3); llena de días iguales en los que aparentemente no pasa nada
y, sin embargo, está sucediendo lo más inaudito. «En esta constancia para seguir
adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas
veces la santidad “de la puerta de al lado”»[5]. Desde fuera
podría parecer que la monotonía se ha apoderado de quien busca vivir esa
santidad en las cosas ordinarias. Sin embargo, para desenmascarar esa visión
superficial, san Josemaría comparaba las pequeñas y constantes costumbres de
piedad de esa alma con los mimos que una madre tiene con su hijo pequeño: «Plan
de vida: ¿monotonía? Los mimos de la madre, ¿monótonos? ¿No se dicen siempre lo
mismo los que se aman?»[6]. Al mismo
tiempo, Dios está concentrado en nosotros y no deja de pensar en nosotros ni de
amarnos en ningún instante; no importa qué tan normal es nuestra vida, sino qué
tan excepcional es para Él.
San Bernardo de Claraval le escribía al Papa Eugenio
III, gran amigo suyo que fue beatificado después, para animarle a que no
descuidara la vida de oración constante y evitar así que le absorbieran las
actividades que debía cumplir en su nuevo ministerio: «Sustráete de las
ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te
arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la
dureza del corazón»[7]. Sin unas
costumbres de piedad concretas, diarias, el corazón tiene el peligro de
cerrarse al amor de Dios y volverse duro. Sin su cariño, hasta lo más santo
puede perder el sentido. Sin él a nuestro lado, enseguida nos quedamos sin
fuerzas.
En mayo de 1936, san Josemaría daba una plática y
propuso a los que le escuchaban que cada uno pidiera la «gracia para cumplir mi
plan de vida de tal modo que aproveche bien el tiempo. ¿Por qué me acuesto y me
levanto fuera de hora?»[8]. Y puede
surgir en nosotros la pregunta: ¿qué tiene que ver el amor de Dios con la hora
de irse a descansar? Esa es la maravilla de la normalidad de Dios. A él le
importa, y mucho, nuestro sueño, nuestra salud, nuestros planes. Y, sobre todo,
quiere que no nos asalte a última hora la inquietud por hacer más cosas de las
que el día ha permitido, porque quien obra es siempre Dios.
Para garantizar nuestra libertad
Al comenzar su pontificado, Benedicto XVI nos alertaba
ante un peligro constante y que quizá también estaba presente en aquella
sinagoga de Nazaret que mencionamos al principio: «El mundo es redimido por la
paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»[9]. La normalidad
nos parece también demasiado lenta, podemos pensar que llega tarde. Nosotros
deseamos que las cosas buenas y santas sean realidad cuanto antes. A veces nos
resulta difícil entender por qué el bien tarda tanto en llegar, por qué el
Mesías se toma tanto tiempo que incluso «comienza estando en el seno de su
Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema»[10].
En realidad, bajo esa forma de presentarse, lo que
Dios busca tal vez sea garantizar la libertad de los hombres, estar seguro de
que nosotros también queremos estar con él, ya sea al orar unos cuantos
minutos, al detener nuestra jornada para dedicar unas palabras a María o al
hacer cualquier otra cosa. Si Dios se manifestase de una manera diversa, la
respuesta nuestra tendría que ser indiscutible. Por eso vemos que Jesús parece
feliz pasando desapercibido en las escenas del evangelio. Los magos, por
ejemplo, debieron de quedar sorprendidos al ver al rey de los judíos sostenido
por los brazos de una mujer joven, en un lugar tan sencillo. Dios no quiere
avasallar a los hombres. La personalidad de su Hijo es tan atractiva que Dios
ha elegido manifestarse en la normalidad para darnos un espacio de libertad.
Quiere hijos libres, no deslumbrados. Sabe que nada nos estimula tanto como el
descubrimiento personal de un tesoro escondido. Agradecer y disfrutar de esa
libertad –con todas sus luces y sus sombras– nos ayuda a compartir su paciencia
ante tantas cosas que, a primera vista, nos pueden parecer un obstáculo para la
redención y, sin embargo, son el camino ordinario a través del cual Dios se
manifiesta.
Por eso mismo, también sus mandamientos y sus normas
son un don y una invitación. Se puede resumir esta realidad recurriendo a dos
de los más grandes pensadores de la tradición cristiana: «En esta línea, Tomás
de Aquino pudo decir: “La nueva ley es la misma gracia del Espíritu Santo”, no
una norma nueva, sino la nueva interioridad dada por el mismo Espíritu de Dios.
Agustín pudo resumir al final esta experiencia espiritual de la verdadera
novedad en el cristianismo en la famosa fórmula: “Da quod iubes et iube quod
vis”, “dame lo que mandas y manda lo que quieras”»[11]. Entonces se
entienden bien algunos párrafos encendidos del salmista que pueden servirnos
para agradecer esta libertad a Dios: «Con mis labios proclamo todas las normas
de tu boca. En el camino de tus preceptos me deleito más que en todas las
riquezas. Quiero meditar en tus mandatos, y fijar la vista en tus senderos»
(Sal 119,13-15).
En lo normal está Dios
Vivimos en una época de fenómenos de masas, con
personas que tienen millones de seguidores, fotos o vídeos que se hacen virales
en pocos minutos. Ante este panorama, ¿qué vigencia tiene lo que hemos dicho
sobre la normalidad en la que obra el Señor? Sabemos bien que Dios es paciente
y nos ha dicho que su acción es como la levadura: no es posible distinguirla de
la masa y, a pesar de cualquier circunstancia, llega hasta el último rincón. Es
Dios el primer interesado en salvar al mundo, mucho más que nosotros. De hecho,
es él quien empuja, quien enciende y quien sostiene. Nosotros, principalmente,
nos sumamos a ese movimiento de santidad: «Con la maravillosa normalidad de lo
divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico»[12].
El Papa Francisco nos invita precisamente a dejarnos
invadir por la vibración apasionada de la gracia: «Cuánto bien nos hace, como
Simeón, tener al Señor “en brazos” (Lc 2,28). No solo en la cabeza y en el
corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el
trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas
partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto contra el misticismo aislado
y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con Jesús endereza tanto
al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús
es también el remedio para la parálisis de la normalidad, es abrirse
a la cotidiana agitación de la gracia»[13]. Con Cristo
queremos liberarnos de la parálisis de pensar que en lo normal no está Dios.
«María santifica lo más menudo –nos hacía notar san
Josemaría–, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin
valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas
queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad.
¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»[14].
Diego Zalbidea
[1] Francisco, ex. ap. Amoris laetitia,
n. 182.
[2] Benedicto XVI, La infancia de Jesús,
Editorial Planeta, Barcelona, 2012, p. 11.
[3] Francisco, encíclica Laudato si’, n.
98.
[4] San Josemaría, Conversaciones, n.
113.
[5] Francisco, ex. ap. Gaudete et exultate,
n. 7.
[6] San Josemaría, Guion de una plática,
22-VIII-1938. Citado en Pedro Rodríguez, Camino,
edición crítico-histórica, Rialp, Madrid, 2004, p. 288.
[7] San Bernardo de Claraval, Carta al Papa Beato
Eugenio III.
[8] San Josemaría, Guion de una plática, V-1936.
Citado en Camino, edición crítico-histórica, p. 288.
[9] Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
[10] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 18.
[11] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret II,
Ediciones Encuentro, Madrid, 2011, p. 83.
[12] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 120.
[13] Francisco, Homilía, 2-II-2018.
[14] San Josemaría, Es Cristo que pasa,
n. 148.
Tomado
de: https://opusdei.org/es/document/lo-normal-discreto-y-divino/
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