Francisco Fernández-Carvajal 25 de febrero de 2021
@hablarcondios
— El pecado es personal. Sinceridad para reconocer
nuestros errores y flaquezas. Necesidad de la penitencia.
— El pecado personal tiene efectos en los demás.
Reparar por los pecados del mundo. Penitencia y Comunión de los Santos.
— Penitencia en la vida ordinaria, en el servicio a
las personas que nos rodean.
I. La eficacia de
la auténtica penitencia, que es la conversión del corazón a Dios, puede
perderse si se cae en la tentación, frecuente antes y ahora, de soslayar que el
pecado es personal. En la Primera lectura de la Misa, el profeta Ezequiel pone
en guardia a los judíos de su época para que no olviden la gran lección del
destierro, pues lo veían como algo inevitable y fraguado de antiguo por los
pecados de otros. El Profeta declara que el castigo es consecuencia de los
pecados actuales de cada individuo. El Espíritu Santo nos habla, a través de
sus palabras, de la responsabilidad individual y, por tanto, de la penitencia y
de la salvación personal. Así dice el Señor: El que peca, ese morirá;
el hijo no cargará con la culpa del padre, el padre no cargará con la culpa del
hijo; sobre el justo recaerá su justicia, sobre el malvado recaerá su maldad1.
Dios quiere que el pecador se convierta y viva2,
pero este ha de cooperar con su arrepentimiento y sus obras de penitencia. «El
pecado –dice Juan Pablo II–, en sentido verdadero y propio, es siempre un acto
de la persona, porque es un acto libre de la persona individual, y no
precisamente de un grupo o una comunidad»3.
Descargar al hombre de esta responsabilidad «supondría eliminar la dignidad y
la libertad de las personas, que se revelan –aunque sea de modo tan negativo y
tan desastroso– también en esta responsabilidad por el pecado cometido. Y así,
en cada hombre no existe nada tan personal e intransferible como el mérito de
la virtud o la responsabilidad de la culpa»4.
Por eso, es una gracia del Señor no dejar de
arrepentirnos de nuestros pecados pasados ni enmascarar los presentes, aunque
sean solo imperfecciones, faltas de amor... Que podamos decir nosotros
también: porque yo conozco mi iniquidad, y mi pecado está siempre
delante de mí5.
Es cierto que confesamos un día nuestras culpas y el Señor nos dijo: Anda,
vete y no peques más6.
Pero los pecados dejan una huella en el alma. «Perdonada la culpa, permanecen
las reliquias del pecado, disposiciones causadas por los actos precedentes;
quedan, sin embargo, debilitadas y disminuidas de manera que no dominan al
hombre, y están más en forma de disposición que de hábito»7.
Además existen pecados y faltas no advertidas por falta de espíritu de examen,
por falta de delicadeza de conciencia... Son como malas raíces que han quedado
en el alma y que es necesario arrancar mediante la penitencia para impedir que
generen frutos amargos.
Son muchos los motivos para hacer penitencia en este
tiempo de Cuaresma, y debemos concretarla en cosas pequeñas: mortificación en
las comidas –como la abstinencia que manda la Iglesia–, vivir la puntualidad,
guardar la imaginación... Y también, con el consejo del director espiritual,
del confesor, otras mortificaciones de más relieve, que nos ayuden a purificar
nuestra alma y a desagraviar por los pecados propios y ajenos.
II. El pecado deja
una huella en el alma que es preciso borrar con dolor, con mucho amor. Por otra
parte, aunque el pecado es siempre una ofensa personal a Dios, no deja de tener
sus efectos en los demás. Para bien o para mal estamos constantemente
influyendo en quienes nos rodean, en la Iglesia, en el mundo. No solo por el
buen o el mal ejemplo que damos o por los resultados directos de nuestras
acciones. «Es esta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso,
se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los
santos, merced a la cual se ha podido decir que “toda alma que se eleva,
eleva al mundo”. A esta ley de la elevación corresponde, por
desgracia, la ley del descenso, de suerte que puede hablarse de
una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el
pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero. En otras
palabras, no existe pecado alguno, aun el más íntimo y secreto, el más
estrictamente individual, que afecte exclusivamente a aquel que lo comete. Todo
pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con mayor o menor daño, en todo
el conjunto eclesial y en toda la familia humana»8.
Nos pide el Señor que seamos motivo de alegría y luz
para toda la Iglesia. Será una gran ayuda en medio de nuestro trabajo y de
nuestros quehaceres pensar en los demás, sabernos ayuda –también en la
penitencia– para todo el Cuerpo Místico de Cristo, y en especial para aquellas
personas que, en el caminar de la vida, el Señor ha puesto junto a nosotros y
con las que mantenemos una especial unión: «Si sientes la Comunión de los
Santos –si la vives–, serás gustosamente hombre penitente. —Y entenderás que la
penitencia es “gaudium, etsi laboriosum”-alegría, aunque trabajosa-: y te
sentirás “aliado” de todas las almas penitentes que han sido, son y serán»9.
«Tendrás más facilidad para cumplir tu deber al pensar en la ayuda que te
prestan tus hermanos y en la que dejas de prestarles, si no eres fiel»10.
La penitencia que nos pide el Señor, como cristianos
en medio del mundo, ha de ser discreta, alegre...; que quiere pasar
inadvertida, pero no deja de traducirse en abundantes hechos concretos.
Por lo demás, tampoco importa mucho si alguna vez se advierte. «Si han sido
testigos de tus debilidades y miserias, ¿qué importa que lo sean de tu
penitencia?»11. Si otras personas han sido testigos de nuestro mal genio o
falta de amor, o de nuestra pereza, o de otros pecados, no nos debe importar
que sepan y vean que estamos reparando esas debilidades.
III. La
vida del cristiano puede estar llena de esta penitencia que Dios ve:
ofrecimiento de la enfermedad o del cansancio, rendimiento del propio juicio,
trabajo acabado y bien hecho por amor a Dios, orden en las cosas personales.
Una penitencia especialmente grata al Señor es aquella
que recoge muchas muestras de caridad y que tiende a facilitar hacia otros el
camino hacia Dios, haciéndoselo más amable.
En el Evangelio de la Misa de hoy nos dice el
Señor: si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas
allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante
el altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a
presentar tu ofrenda12.
Nuestro ofrecimiento al Señor debe ir acompañado de la caridad. Entre las
mejores muestras de penitencia están las que hacen referencia al amor a los
demás: el saber pedir perdón cuando hemos ofendido a los demás; el sacrificio
que supone la formación de alguien que tenemos a nuestro cargo; la paciencia;
el saber perdonar con prontitud y generosidad... A este respecto dice San León
Magno: «Aunque en todo tiempo haga falta aplicarse a santificar el cuerpo,
ahora sobre todo, durante los ayunos de la Cuaresma, debéis perfeccionaros por
la práctica de una piedad más activa. Dad limosna, que es muy eficaz para
corregirnos de nuestras faltas; pero perdonad también las ofensas, abandonad
las quejas contra aquellos que os han hecho algún mal»13.
«Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin
rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las
manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio –Iesus autem tacebat (Mt 26,
63), Jesús callaba–, si se trata de ataques personales, por brutales e
indecorosos que sean»14.
Acerquémonos al altar de nuestro Dios sin el menor
peso de enemistad o de rencor. Por el contrario, procuremos llevar muchas
muestras de comprensión, de cortesía, de generosidad, de misericordia.
Así seguiremos a Cristo por el Vía Crucis que Él nos
marcó y que le llevó a ser clavado en la Cruz: «—Padre, perdónales
porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34).
»Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y
ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor
sereno y fuerte (...).
»Y nosotros, rota el alma de dolor, decimos
sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz
gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu
gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera»15.
Nuestra Madre Santa María nos enseñará a encontrar
muchas ocasiones para ser generosos en la entrega a quienes están a nuestro
lado en el quehacer de todos los días.
1 Ez 18,
21. —
2 Cfr. Ez 18,
23. —
3 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia,
2-XII-1984, 16. —
4 Ibídem.
—
5 Sal 50,
5. —
6 Cfr. Jn 8,
11. —
7 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 86, a. 5 c. —
8 Juan
Pablo II, loc. cit. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 548. —
10 Ibídem,
n. 549. —
11 Ibídem,
n. 197. —
12 Mt 5,
23-24. —
13 San
León Magno, Sermón 45 sobre la Cuaresma. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 72. —
15 ídem, Vía
Crucis, XI.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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