Gehard Cartay Ramírez 19 de febrero de 2021
@gehardcartay
Fue
imperdonable la equivocación de aquellos que creyeron domesticar a los
golpistas de 1992, a sabiendas de dónde venían y cuáles eran sus objetivos una
vez alcanzado el poder; años más tarde los sectores democráticos desconocían la
verdadera naturaleza del monstruo en ciernes, y apoyaron a Chávez en 1998. Pero
todo eso fue posible porque nuestras instituciones republicanas y democráticas
no estaban consolidadas, luego de 40 años. Muy caro nos ha resultado que la
dirigencia opositora no haya frenado a tiempo la verdadera naturaleza del
castrochavismo, incluso hoy cuando existen algunos ingenuos y cínicos que aún
creen en sus procesos electorales, olvidando una regla básica de la guerra y de
la política: Conocer al enemigo casi tanto como a uno mismo.
“Alguien levantó las tapas
del infierno, donde varias generaciones, al costo de exilios, cárceles, muerte
y torturas, habíamos encerrado en 1958 los demonios del militarismo… ¿Cuántas
décadas costará volverlos a encerrar?”
Ramón J. Velásquez, a propósito del 4 de febrero de 1992.
Se dice que ya estamos saturados de diagnósticos y
se exigen, en cambio, propuestas concretas para salir de
nuestra gran tragedia nacional.
No estoy muy seguro de lo primero porque, a pesar de
la abundancia de análisis sobre la actuación de la oposición
democrática en estos 21 años del régimen chavomadurista e,
incluso, de los inmediatamente anteriores a su llegada al poder, pareciera que
algunos de esos diagnósticos no han sido acertados, como lo demuestran los
hechos que nos han traído hasta aquí. Y esa conclusión no es poca cosa -a pesar
de que pueda parecer “llover sobre mojado”-, sino la causa fundamental de
tantos errores tácticos y estratégicos en todo este largo
tiempo.
Un primer error gravísimo fue no haber entendido en
toda su magnitud la peligrosidad potencial que envolvía la participación del
chavismo en las elecciones de 1998, vistos sus antecedentes
antidemocráticos. Mientras unos lo subestimaron, otros se
apresuraron a utilizarlo pensando en sus propios fines. Los más,
irresponsablemente, no se detuvieron a analizar y sopesar su carga
destructiva y antiinstitucional.
Todos,
desde luego, se equivocaron y, al final, terminaron siendo
manipulados por el teniente coronel Hugo Chávez y su logia militar,
posteriormente convertida en civil y electoralista, su gran acierto. Pero la
equivocación de aquellos que creyeron domesticar a los golpistas de 1992 fue
sencillamente imperdonable, porque sabían de dónde venían y cuáles
eran sus objetivos una vez alcanzado el poder.
¿O es que ese mundo político, partidista, civil,
intelectual y académico que los apoyó en 1998 ignoraba los proyectos de
decretos que los golpistas hubieran promulgado de haber triunfado la asonada
militar del 4 de febrero de 1992? Pienso, por ejemplo, en ciertos ex rectores
de prestigiosas universidades, en destacados filósofos y científicos,
en juristas de alto vuelo, en intelectuales reconocidos,
en empresarios consagrados y en medios de comunicación
social que se suponían comprometidos con la institucionalidad. Todos
ellos, escudándose en su condena a los errores de los gobiernos “puntofijistas”,
terminaron apoyando la “medicina” electoral chavista, que resultó peor que la
enfermedad, como está demostrado suficientemente.
Fue así como Chávez pasó de ser candidato de una
minoría irrisoria a triunfador en las elecciones de 1998, todo ello en menos de
nueve meses. Algunos de sus promotores y electores le
absolvieron su felonía de apenas seis años antes, aunque luego cargarían todas
las culpas -propias y ajenas- al sobreseimiento de Rafael Caldera en 1994,
cuando el golpista ni siquiera figuraba en las encuestas.
Problemas de conciencia aparte en quienes lo eligieron presidente en
1998 -y algunos lo reelegirían durante los siguientes años-, advino luego el
segundo error, una vez que aquel ganó las elecciones de 1998. Entonces se
produjo la imperdonable cobardía institucional que le abrió
las puertas a su proyecto autoritario y militarista a partir
de 1999. Comenzó el mismo día de su toma de posesión como presidente, cuando
juró sobre la “moribunda” Constitución de 1961, como entonces la
denominó.
Obvio, digno de Perogrullo, era que
esa Constitución vigente no podía ser “moribunda” mientras no
fuera reformada o sustituida por otra, conforme a sus propias disposiciones,
las cuales, como se sabe, se violaron descaradamente. No hubo entonces, por
cierto, un sólo senador o diputado que
protestara en ese preciso instante aquella gravísima falta. Alguien
podría, antes o ahora, restarle importancia a lo que de manera simplista se
califica como “formalismos protocolares”. El problema es que no lo son propiamente,
sino que -por el contrario- constituyen la expresión indiscutible de la
voluntad del mandatario de someterse a Carta Magna, a su eficacia, defensa y respeto.
Después vendría lo peor: La manera como la extinta
Corte Suprema de Justicia “autorizó” la Constituyente chavista en
1999, sin estar prevista en la Constitución de 1961, algo que un
estudiante de Derecho Constitucional sabe que no puede
hacerse. Se inventó entonces toda una tesis sobre “la supraconstitucionalidad”
(¿?), y así se soltaron los demonios que trajo consigo la convocatoria de una
Constituyente inconstitucional como la que se realizó en 1999 y las
consecuencias respectivas.
Todo ello, insisto, demostró que los sectores
democráticos desconocían la verdadera naturaleza del monstruo en
ciernes, como seguramente tampoco lo conocían quienes de buena apoyaron a
Chávez en 1998, dicho sea esto por aquello del “beneficio de la duda”. Pero
todo eso fue posible por otra razón mucho más lamentable: Que no era cierto que
nuestras instituciones republicanas y democráticas estuvieran
consolidadas, luego de cuarenta años ininterrumpidos. Lo demostró también el
lamentable capítulo siguiente: El suicidio del entonces Congreso de la
República, electo en noviembre de 1998, al auto disolverse -sin estar obligado
a ello- a los pocos meses para facilitarle la tarea al futuro dictador y su
Constituyente espuria.
El tercer error de la oposición democrática fue
no haber implementado una política militar desde 1999 y, en consecuencia,
descuidado este importante frente como política de Estado, a la
usanza de la República Civil. Recuerdo que entonces los partidos
tenían sus especialistas en esa materia: Arístides Beaujón (Copei)
y Ángel Borregales (AD), por ejemplo, conocían en
profundidad cuanto ocurría en las Fuerzas Armadas y estudiaban su oficialidad,
a fin de analizar los ascensos a los últimos grados, los cuales eran
autorizados por el Senado, luego de su proposición formal por el
Ejecutivo Nacional. Y no se trataba de conspiraciones o algo parecido. Como
cualquier democracia que se precie de serlo, se
cuidaba entonces, de manera transparente y pública, la
política militar por ser fuente de estabilidad y permanencia. Así
lo aconsejaban también tiempos pretéritos en estos lares donde las dictaduras militares
han sido males endémicos de vieja data.
Pero, una vez aprobada la Constitución de 1999,
la política militar pasó a ser materia exclusiva del presidente de la
República, quien la ejerció en solitario. Entonces, los dirigentes
opositores y sus parlamentarios se desentendieron del
asunto, lo cual fue, sin duda, un garrafal error: No se dieron cuenta que no
tenían frente a sí un presidente democrático e institucional, sino un caudillo
militarista y antidemocrático. Con esa irresponsable actitud arrojaron
por la borda todo el esfuerzo que Betancourt
y Caldera habían hecho desde 1959 para convertir a las Fuerzas Armadas
en un firme aliado del sistema democrático.
El cuarto error ha sido no haber combatido con
suficiente fuerza y decisión la inherencia
castrocomunista en nuestro país desde sus inicios. No se sabe por qué
extraña razón son pocos los dirigentes opositores que han
insistido en este tema. Pareciera que hay un cierto complejo al mencionarlo o
si en verdad existen quienes piensan que se trata de algo que no es esencial
para enjuiciar nuestra trágica experiencia nacional, siendo
todo lo contrario. Pero, sea cual sea la razón, es obvio que no asumir el
asunto muestra un análisis incompleto al respecto.
Finalmente admito que no estoy descubriendo la
pólvora. Por desgracia, otros, antes y después, plantearon todas estas preocupaciones, Jorge
Olavarría, entre ellos, tan temprano como el 5 de julio de 1999, en
un certero y lúcido discurso ante el antiguo Congreso. Había
apoyado a Chávez, y cinco meses después profetizaría el desastre que sufrimos
desde hace dos décadas, escandalizando incluso a cierta oposición mojigata.
Sea como fuere, muy caro nos ha resultado que la dirigencia
opositora no haya descubierto -y frenado a tiempo- la verdadera
naturaleza del castrochavismo, incluso hoy cuando existen algunos ingenuos y cínicos que
aún creen en sus procesos electorales y demás mentiras,
olvidando una regla básica de la guerra y de la política: Conocer al enemigo
casi tanto como a uno mismo.
Gehard
Cartay Ramírez
@gehardcartay
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico