Francisco Suniaga 26 de febrero de 2021
@FSuniaga
Los
hechos han demostrado que en el calendario de fechas trágicas del país, el 27
de febrero de 1989 ocupa el primer lugar. La Venezuela moderna, próspera,
pacífica y democrática que era posible, como ya mostraban todos los
indicadores, fue herida de muerte. Ese día comenzó esta tragedia en el que
todos los días son 27F, la expiación por los pecados cometidos en esa
oportunidad ha sido interminable.
Para los antiguos romanos, februarius,
era el último mes del calendario, que entonces comenzaba en marzo (martius),
el mes de la primavera. Por esa razón, nada más lógico, febrero era considerado
el mes de purificar el alma, vía expiación de los pecados o faltas cometidas a
lo largo del año. Los romanos, que el tonto lo tenían lejos, lo
hacían sacrificando animales a sus dioses y, si de autoflagelaciones se
trataba, designaban a un esclavo para recibirlas.
En Venezuela, hasta finales del siglo
pasado, febrero fue de manera unánime el mes hermoso de
la juventud y del amor. A partir de ese entonces,
por los sucesos en los correspondientes a 1989 y 1992, pasó a ser el “febrero
rebelde” para los ahora escuálidos chavistas, y el de las tragedias (candidato
a dar respuesta a la famosa pregunta de Mario Vargas Llosa) para
la inmensa mayoría de los venezolanos.
De las muchas explicaciones que se
complementan para desentrañar la verdad, prefiero aquellas que se
fundan en la multiplicidad de factores. Fueron muchos, casuales e intencionados.
Con la arbitrariedad y licencia de especular que me concede la condición de
narrador de ficciones, voy a centrarme en uno, creo que poco transitado como
factor decisivo: Acción Democrática (AD). ¿Qué pasó en
AD, antes, durante y después de aquel 27F nefasto?
La relación entre AD y el
presidente Carlos Andrés Pérez (CAP) le dio razón al
refrán que reza ‘termina mal lo que comienza mal’. Era lo lógico que ocurriera
entre un Carlos Andrés, que se creía invulnerable, empeñado en
reformar al país en lo económico y en lo político,
y una dirección del partido gerontocrática que no quería cambios. El primer
desencuentro ocurrió cuando, antes de las elecciones de diciembre, CAP había
anunciado la elección de gobernadores y alcaldes, quitándole al
partido una cuota de poder importante. Luego del triunfo, volvieron a chocar
con la designación de un gabinete en el que, salvo Alejandro Izaguirre en
Relaciones Interiores y Enrique Tejera París en Exteriores, no
hacía concesiones a la ortodoxia del partido. El gabinete estaba dominado
por técnicos y profesionales extrapartido, que fueron
designados por sus méritos en sus respectivos campos.
Adicionalmente, Pérez no ocultaba su
admiración y preferencia por sus “IESA boys” (Miguel Rodríguez et
al) en detrimento de los compañeros de partido coetáneos de
aquellos. De hecho, vox populi los aupaba para que se dedicaran a la política,
preferiblemente en AD. Algo visto como una auténtica amenaza por
la dirigencia adeca a todos los niveles y en todas las edades.
El primer acto de retaliación por parte de la dirección de AD ocurrió
cuando el candidato de Miraflores a presidir el Congreso de la
República, David Morales Bello, fue derrotado en el CEN por Octavio
Lepage, adversario de CAP en la amarguísima confrontación
interna.
En el otro escenario de la absurda lucha entre AD y
su Gobierno, la reforma económica, la conducta del partido fue aún
peor. Formalmente se le apoyaba, pero en el plano real el divorcio con CAP era
visible. Fue de AD de donde surgieron las primeras y más duras
resistencias a las propuestas del equipo económico del Gobierno. Los debates
eran asambleas de sordos, nadie escuchaba a nadie. Los viejos adecos, fue mi
percepción de entonces, nunca entendieron ni quisieron entender a Miguel
Rodríguez y demás directores del programa económico. Los
adversaron con el denuedo que debieron reservar para los enemigos reales de la
democracia.
Esa dirección política de AD, envejecida,
sin reflejos ni capacidad para aprehender la complejidad política del momento,
reaccionó como un parapléjico cuando cayó la tormenta. Venezuela había
cambiado, el Partido del Pueblo no pudo hacerlo. Era un lunes
como tantos y la reunión del CEN, a la que asistía incluso el ministro del
Interior, Alejandro Izaguirre, estaba en curso, como era rutina
política. La noticia de “hay disturbios en Guarenas” fue tomada como la
costumbre indicaba que debía ser tomada, no hay que olvidar que Venezuela es un
cuero seco. No obstante, las alarmas comenzaron a sonar y la sesión se levantó
alrededor del mediodía. Recuerdo la cara grave del “Policía” Izaguirre al
abandonar el salón de sesiones, augurio indescifrable de su infausta (e
inmerecida) debacle; aquel desmoronamiento frente a las cámaras en cadena
nacional un par de días después, que provocó la contención del aliento a
millones de venezolanos.
Sin embargo, algunos reflejos y el instinto de
sobrevivencia del viejo partido se mantenían. El primer reclamo que se le hizo
a Pérez, como si eso fuese entonces lo más importante, fue que
sacara del aire a Ítalo del Valle Alliegro, ministro de la Defensa,
quien, ante la ausencia del liderazgo civil adeco había
asumido el rol de comunicador del Gobierno. El segundo fue pedirle que cambiara
el programa económico y a sus operadores. Ante la ausencia de
argumentos técnicos se recurrió a la casuística y un programa que ni siquiera
había sido aprobado en el Gabinete, fue el responsable de los saqueos y
muertes aquella fecha infame.
El 27F que comenzó una turba fue aprovechado y
magnificado por un factor omnipresente en la historia moderna venezolana: La
izquierda comemierda, que sueña con el caos como catalizador de
la revolución que hará justicia a los pobres. La política es
cuestión de percepciones, y la mía es que salvo pocos dirigentes del partido,
la defensa del Gobierno fue tibia. No hubo una política para defender, con el
cuchillo entre los dientes, a Carlos Andrés, su administración y
sus reformas económicas y políticas. Ni siquiera se buscaron los respaldos más
allá del partido. Hasta la CTV, dominada por el Buró
Sindical de AD, se permitió convocar un paro general y asegurar su éxito (a
los chamos de McDonald’s, que se atrevieron a abrir, los sindicalistas adecos
les propinaron los “cabillazos” que no les dieron a los propiciadores del
saqueo).
Por supuesto que el tumulto del 27F no fue lo
suficiente para derrocar a Pérez-apenas tenía veinticinco días en el
ejercicio de la presidencia y sus ejecutorias en nada habían causado las
precarias condiciones económicas del país-,pero mostró que era posible
derrotarlo. Fue el precursor de los ataques que, no obstante datos
macroeconómicos envidiables, impidieron “El gran viraje”. Sirvió de
base a los golpes de Hugo Chávez en 1992 y allanó el camino para que una
conspiración antihistórica (que agrupó a enemigos personales,
comenzando por Rafael Caldera, Ramón Escovar Salom y
los llamados “notables”, con Arturo Uslar Pietri a la cabeza,
pasando por empresarios descontentos con la modernización económica,
dueños de medios que soñaban, y sueñan, con ser presidentes, los seguidores de
Chávez, hasta los izquierdistas citados arriba) terminara derrocando a Carlos
Andrés Pérez en 1993. Ah, y la ortodoxia de Acción Democrática,
sin cuyos votos en el Congreso habría sido imposible defenestrarlo.
Los hechos han demostrado que en el calendario de
fechas trágicas de Venezuela, el 27 de febrero de 1989 ocupa el primer lugar.
La gran Venezuela moderna, próspera, pacífica y democrática que
era posible, como ya mostraban todos los indicadores, fue herida de
muerte. Ese día comenzó esta tragedia en el que todos los días son 27F, la
expiación por los pecados cometidos en esa oportunidad ha sido interminable.
Francisco
Suniaga
@FSuniaga
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