Francisco Fernández-Carvajal 29 de octubre de 2024
@hablarcondios
—
Estamos en las manos de Dios. Todo los acontecimientos que Él manda o permite
tienen su significado y están dirigidos a nuestro provecho.
— El
sentido de nuestra filiación divina. Omnia in bonum!, todo es para
bien.
— La
confianza en Dios no nos lleva a la pasividad, sino a poner los medios a
nuestro alcance.
I. La última noche que Jesús pasó con sus discípulos antes de su Pasión y Muerte, en un momento de aquella Cena entrañable, se levantó de la cena, se quitó el manto, tomó una toalla y se la ciñó1. San Juan, el Evangelista que nos ha dejado escritos sus recuerdos inolvidables del Jueves Santo, describe pausadamente aquellos acontecimientos, que con tanta hondura se le quedaron grabados para siempre: después echó agua en una jofaina y comenzó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había ceñido. Todo transcurría con normalidad, ante el asombro de los Apóstoles, que no se atrevían a decir palabra, hasta que el Señor llegó a Pedro, que mostró su sorpresa y su negativa: ¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le respondió: Lo que Yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde. Después de un afable forcejeo, Jesús lavará los pies a Pedro como a los demás Apóstoles. Con la venida del Espíritu Santo, al rememorar de nuevo aquellos sucesos, Simón comprendió el significado profundo de aquel gesto del Maestro, que quiso enseñar su misión de servicio a los que iban a ser las columnas de la Iglesia.
Lo que
Yo hago no lo entiendes ahora... También a nosotros nos
ocurre lo mismo que a Pedro: no comprendemos a veces los acontecimientos que el
Señor permite: el dolor, la enfermedad, la ruina económica, la pérdida del
puesto de trabajo, la muerte de un ser querido cuando estaba en los comienzos
de la vida... Él tiene unos planes más altos, que abarcan esta vida y la
felicidad eterna. Nuestra mente apenas alcanza lo más inmediato, una felicidad
a corto plazo. Incluso nos ocurre que no entendemos muchos asuntos humanos que,
sin embargo, aceptamos. ¿No nos vamos a fiar del Señor, de su Providencia
amorosa? ¿Solo vamos a confiar en Él cuando los acontecimientos nos parezcan
humanamente aceptables? Estamos en sus manos, y en ningún otro sitio podíamos
estar mejor. Un día, al final de la vida, el Señor nos explicará con pormenores
el porqué de tantas cosas que aquí no entendimos, y veremos la mano providente
de Dios en todo, hasta en lo más insignificante.
Si
ante cada fracaso, ante los sucesos que no sabemos discernir, ante la
injusticia que nos subleva, oímos la voz consoladora de Jesús que nos
dice: Lo que Yo hago, tú no lo entiendes ahora. Lo entenderás más tarde,
entonces no habrá lugar para el resentimiento o la tristeza. «Porque todo
cuanto sucede está previsto por Dios y ordenado a la salvación del hombre y su
plena realización en la gloria; si lo que ocurre es bueno, Dios lo quiere; si
es malo, no lo quiere, lo permite, porque respeta la libertad del hombre y el
orden de la naturaleza, pero tiene en su mano el poder sacar bien y provecho
para el alma incluso del mal»2.
Ante los acontecimientos y sucesos que hacen padecer, nos saldrá del fondo del
alma una oración sencilla, humilde, confiada: Señor, Tú sabes más, en
Ti me abandono. Ya entenderé más tarde.
II. En
una de las lecturas previstas para la Misa de hoy, San Pablo escribe a los
primeros cristianos de Roma: Diligentibus Deum omnia cooperantur in
bonum... Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios3.
«¿Penas?, ¿contradicciones por aquel suceso o el otro?... ¿No ves que lo quiere
tu Padre-Dios..., y Él es bueno..., y Él te ama –¡a ti solo!– más que todas las
madres juntas del mundo pueden amar a sus hijos?»4.
El sentido de la filiación divina nos lleva a descubrir que estamos en las
manos de un Padre que conoce el pasado, el presente y el futuro, y que todo lo
ordena para nuestro bien, aunque no sea el bien inmediato que quizá nosotros
deseamos y queremos porque no vemos más lejos. Esto nos lleva a vivir con
serenidad y paz, incluso en medio de la mayores tribulaciones. Por eso
seguiremos siempre el consejo de San Pedro a los primeros fieles: Descargad
sobre Él todas vuestras preocupaciones, porque Él cuida de vosotros5.
No existe nadie que pueda cuidarnos mejor: Él jamás se equivoca. En la vida
humana, incluso aquellos que más nos quieren, a veces no aciertan y, en vez de
arreglar, descomponen. No pasa así con el Señor, infinitamente sabio y
poderoso, que, respetando nuestra libertad, nos conduce suaviter et
fortiter6, con suavidad y con mano de padre, a lo que realmente importa,
a una eternidad feliz. Incluso las mismas faltas y pecados pueden acabar siendo
para bien, pues «Dios endereza absolutamente todas las cosas para su provecho
(de sus hijos), de suerte que aun a los que se desvían y extralimitan les hace
progresar en la virtud, porque se vuelven más humildes y experimentados»7.
La contrición conduce al alma a un amor más hondo y confiado, a una mayor
cercanía de Dios.
Por
eso, en la medida en que nos sentimos hijos de Dios, la vida se convierte en
una continua acción de gracias. Incluso detrás de lo que humanamente parece una
catástrofe, el Espíritu Santo nos hace ver «una caricia de Dios», que nos mueve
a la gratitud. ¡Gracias, Señor!, le diremos en medio de una enfermedad dolorosa
o al tener noticia de un acontecimiento lleno de pesar. Así reaccionaron los
santos, y así hemos de aprender nosotros a comportarnos ante la desgracias de
esta vida. «Es muy grato a Dios el reconocimiento a su bondad que supone
recitar un “Te Deum” de acción de gracias, siempre que acontece un suceso algo
extraordinario, sin dar peso a que sea –como lo llama el mundo– favorable o
adverso: porque viniendo de sus manos de Padre, aunque el golpe del cincel
hiera la carne, es también una prueba de Amor, que quita nuestras aristas para
acercarnos a la perfección»8.
III. El
abandono y la confianza en Dios no nos llevan de ninguna manera a la pasividad,
que en muchos casos sería negligencia, pereza o complicidad. Hemos de combatir
el mal físico y el moral con los medios que están a nuestro alcance, sabiendo
que ese esfuerzo, con muchos resultados o aparentemente con ninguno, es grato a
Dios y origen de muchos frutos sobrenaturales y humanos. Ante la enfermedad,
además de aceptarla y ofrecer los padecimientos y dolores que lleve consigo,
pondremos el remedio que el caso requiera: acudir al médico, descansar, tomar
la medicina que nos indiquen... Y la injusticia, la desigualdad social, la
penuria de tantos... nos llevarán a los cristianos, junto a otros hombres de
buena voluntad, a buscar los recursos o las soluciones que nos parezcan más
aptas, y lo mismo reaccionaremos ante la ignorancia y la falta de formación de
tantas gentes... Nada más ajeno al espíritu cristiano que una mal entendida
confianza en Dios que nos llevara a quedarnos inactivos ante el sufrimiento y
la necesidad en cualquiera de las formas que se presente.
Dios
es nuestro Padre y cuida amorosamente de nosotros, pero cuenta con la
inteligencia y el buen sentido de sus hijos para seguir en el camino por el que
Él nos quiere llevar, y también con el amor fraterno para actuar a través de
nosotros en la vida de otros hijos suyos. Nos ha dado unos talentos para
ponerlos constantemente en juego. Nos santificamos aun cuando al poner los
medios que el caso requería nos parece que hemos fracasado, que no han dado el
resultado esperado. El Señor santifica los «fracasos» que se originan después
de haber puesto los medios que parecían oportunos, pero no bendice las
omisiones, pues nos trata como a hijos inteligentes, de quienes espera que
pongan en juego los remedios adecuados.
Apliquemos
en cada caso lo que esté de nuestra parte, y después, omnia in bonum! todo
será para bien. Los resultados, aparentemente buenos o malos, nos llevarán a
amar más a Dios, nunca a separarnos de Él. En el sentido de la filiación divina
encontraremos la protección y el calor paternal que todos necesitamos. «Si
tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de esto,
no hayáis miedo que os falte nada»9,
escribe Santa Teresa después de una larga experiencia. Junto al Señor se ganan
todas las batallas, aunque, aparentemente, algunas se pierdan.
1 Jn 13,
4 ss. —
2 F.
Suárez, Después, p. 208. —
3 Primera
lectura. Año I. Rom 8, 28. —
4 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 929. —
5 1
Pdr 5, 8. —
6 Sab 8,
1. —
7 San
Agustín, Sobre la conversión y la gracia, 30. —
8 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 609. —
9 Santa
Teresa, Fundaciones, 27, 12.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
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