Francisco Fernández-Carvajal 27 de octubre de 2024
@hablarcondios
—
La mujer encorvada y la misericordia de Jesús.
— Lo
que nos impide mirar al Cielo.
— Solo
en Dios comprendemos la verdadera realidad de la propia vida y de todo lo
creado.
I. En el Evangelio de la Misa1, San Lucas nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga, según era su costumbre. Y había allí una mujer poseída por un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.
El
jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado. Con su alma
pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta
mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia de la observancia
del sábado prescrita en la Ley2,
el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana
de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado –falto de piedad–, no sabe
penetrar en la verdadera realidad de los hechos: no ve al Mesías, presente en
aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. Y no
atreviéndose a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a
Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en
ellos a ser curados y no en día de sábado. Y el Señor, como en otras
ocasiones, no calla: les llama hipócritas, falsos, y contesta
–recogiendo la alusión al trabajo– señalando que, así como ellos se daban buena
prisa en soltar del pesebre a su asno o a su buey para llevarlos a beber aunque
fuera sábado, a esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace
ya dieciocho años, ¿no era conveniente soltarla de esta atadura aun en día de
sábado? Aquella mujer, en su encuentro con Cristo recupera su
dignidad; es tratada como hija de Abrahán y su valor está muy
por encima del buey o del asno. Sus adversarios quedaron avergonzados, y
toda la gente sencilla se alegraba por todas las maravillas que hacía.
La
mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad
del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo, y a las gentes, y al mundo.
Nosotros hemos de meditar muchas veces estos pasajes en los que la compasiva
misericordia del Señor, de la que tan necesitados andamos, se pone
singularmente de relieve. «Esa delicadeza y cariño la manifiesta Jesús no solo
con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos. Con las santas mujeres, con
representantes del Sanedrín como Nicodemo y con publicanos como Zaqueo, con
enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con paganos, con personas
individuales y con muchedumbres enteras.
»Nos
narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde reclinar su cabeza, pero nos
cuentan también que tenía amigos queridos y de confianza, deseosos de acogerlo
en su casa. Y nos hablan de su compasión por los enfermos, de su dolor por los
que ignoran y yerran, de su enfado ante la hipocresía»3.
La
consideración de estas escenas del Evangelio nos debe llevar a confiar más en
Jesús, especialmente cuando nos veamos más necesitados del alma o del cuerpo,
cuando experimentemos con fuerza la tendencia a mirar solo lo material, lo de
abajo, y a imitarle en nuestro trato con las gentes: no pasemos nunca con
indiferencia ante el dolor o la desgracia. Hagamos igual que el Maestro, que se
compadece y pone remedio.
II. «Así
encontró el Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho
años: no se podía erguir (Lc 13, 11). Como ella
–comenta San Agustín– son los que tienen su corazón en la tierra»4;
después de un tiempo han perdido la capacidad de mirar al Cielo, de contemplar
a Dios y de ver en Él la maravilla de todo lo creado. «El que está encorvado,
siempre mira a la tierra, y quien busca lo de abajo, no se acuerda de a qué
precio fue redimido»5.
Se olvida de que todas las cosas creadas han de llevarle al Cielo y contempla
solo un universo empobrecido.
El
demonio mantuvo dieciocho años sin poder mirar al Cielo a la mujer curada por
Jesús. Otros, por desgracia, pasan la vida entera mirando a la tierra, atados
por la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la
soberbia de la vida6.
La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues solo lo verán los limpios
de corazón7; esta mala tendencia «no se reduce exclusivamente al desorden
de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que
empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más
corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
»El
otro enemigo (...) es la concupiscencia de los ojos, una avaricia de fondo, que
lleva a no valorar sino lo que se puede tocar. Los ojos que se quedan como
pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos que, por eso mismo, no
saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto, podemos utilizar la
expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la avaricia de los bienes
materiales, y además a esa deformación que lleva a observar lo que nos rodea
–los demás, las circunstancias de nuestra vida y de nuestro tiempo– solo con
visión humana.
»Los
ojos del alma se embotan; la razón se cree autosuficiente para entender todo,
prescindiendo de Dios (...). La existencia nuestra puede, de este modo,
entregarse sin condiciones en manos del tercer enemigo, de la superbia
vitae. No se trata solo de pensamientos efímeros de vanidad o de amor
propio: es un engreimiento general. No nos engañemos, porque este es el peor de
los males, la raíz de todos los descaminos»8.
Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si tenemos la sinceridad necesaria
para descubrir sus primeras manifestaciones, por pequeñas que sean, y
suplicamos al Señor que nos ayude a levantar de nuevo nuestra mirada hacia Él.
III. La
fe en Cristo se ha de manifestar en los pequeños incidentes de un día
corriente, y ha de llevarnos a «organizar la vida cotidiana sobre la tierra
sabiendo mirar al Cielo, esto es, a Dios, fin supremo y último de nuestras
tensiones y nuestros deseos»9.
Cuando,
mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar a Dios, comprendemos la verdad de
la existencia: el sentido de los acontecimientos, que tienen una nueva
dimensión; la razón de la cruz, del dolor y del sufrimiento; el valor
sobrenatural que podemos imprimir a nuestro trabajo diario y a cualquier
circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia sobrenatural.
El
cristiano no está cerrado en absoluto a las realidades terrenas; por el contrario,
«puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Pues de Dios las recibe, y las
mira y respeta como objetos salidos de las manos de Dios»10,
pero solo «usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de
espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada tiene y es
dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y
Cristo de Dios (1 Cor 3, 22)»11.
San Pablo recomendaba a los primeros cristianos de Filipos: Por lo
demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro,
de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza,
tenedlo en estima12.
El
cristiano adquiere una particular grandeza de alma cuando tiene el hábito de
referir a Dios las realidades humanas y los sucesos, grandes o pequeños, de su
vida corriente. Cuando los aprovecha para dar gracias, para solicitar ayuda y
ofrecer la tarea que lleva entre manos, para pedir perdón por sus errores...
Cuando, en definitiva, no olvida que es hijo de Dios todas las horas del día y
en todas las circunstancias, y no se deja envolver de tal manera por los
acontecimientos, por el trabajo, por los problemas que surgen... que olvide la
gran realidad que da razón a todo: el sentido sobrenatural de su vida.
«¡Galopar, galopar!... ¡Hacer, hacer!... Fiebre, locura de moverse...
Maravillosos edificios materiales...
»Espiritualmente:
tablas de cajón, percalinas, cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha
gente corriendo: ir y venir.
»Es
que trabajan con vistas al momento de ahora: “están” siempre “en presente”.
—Tú... has de ver las cosas con ojos de eternidad, “teniendo en presente” el
final y el pasado...
»Quietud.
—Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin galopar, sin la locura de cambiar de
sitio, desde el lugar que en la vida te corresponde, como una poderosa máquina
de electricidad espiritual, ¡a cuántos darás luz y energía!..., sin perder tu
vigor y tu luz»13.
Acudamos
a la misericordia del Señor para que nos conceda ese don, vivir de fe, para
poder andar por la tierra con los ojos puestos en el Cielo, con la mirada fija
en Él, en Jesús,
1 Lc 13,
10-17. —
2 Cfr. Ex 20,
8. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 108. —
4 San
Agustín, Comentario al Salmo 37, 10. —
5 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 31, 8.
—
6 Cfr. 1
Jn 2, 16. —
7 Cfr. Mt 5,
8. —
8 San
Josemaría Escrivá, o. c., 56. —
9 Juan
Pablo II, Ángelus 8-XI-1979. —
10 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 37. —
11 Ibídem. —
12 Flp 4,
8. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 837.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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