Tulio Hernández 27 de junio
de 2013
La imagen de la camioneta incendiada
en la Plaza del Rectorado de la Universidad Central de Venezuela, el pasado
miércoles 19, por un grupo de encapuchados que trataban de sabotear la llegada
de una marcha de universitarios proveniente de Barquisimeto en apoyo al paro
nacional de universidades, será uno de los más notables símbolos, los más
tristes recuerdos y de las más humillantes afrentas del trato que el gobierno
rojo ofrece a las universidades autónomas.
Los actos de violencia y destrucción
protagonizados en nuestras universidades por activistas entrenados y con el
rostro cubierto, no es nada nuevo. Es cierto. Durante largos años, cuando el
chavismo aún no gobernaba, todos los jueves, en un ritual macabro y delictivo
camuflado de heroísmo político, un grupo de encapuchados escenificaba en las
puertas de la Ciudad Universitaria intercambios sistemáticos de piedras y
bombas lacrimógenas con la policía que, generalmente, terminaban con el
incendio de un transporte público o el secuestro, saqueo y destrucción del
camión de un humilde distribuidor de alimentos.
Eran los tiempos del bipartidismo y
los protagonistas de aquellos hechos, militantes fanáticos de la
ultraizquierda, muchos de ellos hoy figuras del alto gobierno, sólo dejaron de
practicar el bárbaro ritual cuando la comunidad ucevista salió de la apatía y
confrontó el hecho a través de un referéndum.
Pero desde que el chavismo llegó al
poder el enemigo cambió de dirección, el lugar de la violencia reiterada ya no
es la calle, y el objeto de ataque no son los policías metropolitanos, los
automóviles, autobuses o camiones en tránsito. La violencia ocurre ahora dentro
del campus universitario y el objeto de ataque son las instalaciones, los
equipos y las personas de la UCV.
Sucede que las universidades autónomas
en Venezuela han sido siempre incómodas para el poder político. Ya en
dictadura, ya en democracia, fueron siempre centros de crítica, resistencia y
activismo opositor. El proyecto rojo no ha sido la excepción. Desde que Hugo
Chávez entró en Miraflores sus seguidores no han ganado ni una sola de las
elecciones de autoridades rectorales. Ni una sola federación de centros.
Y eso, para un proyecto que aspira a
copar todos y cada uno de los espacios de la vida colectiva, es intolerable.
Por eso la estrategia ha sido el allanamiento goteado, un tipo de intervención
que se realiza no con tropas que bruscamente invaden las casas de estudio e
imponen nuevas autoridades, sino a través de una secuencia de cercos
superpuestos que van asfixiando, como la boa constrictor, la vida universitaria
y transfiriendo su control a la nueva élite en el poder.
Son tres cercos. El cerco presupuestario, primero,
que empobrece la calidad educativa y de investigación y degrada la calidad de
vida de profesores, obreros y empleados. El cerco jurídico, que a través del
uso persecutorio del Tribunal Supremo impide la realización de elecciones libre
y la renovación de autoridades, y prepara una nueva ley que viola
flagrantemente la Constitución. Y, por último, el cerco violento, que como una
baba verde degrada al que lo ejerce pero igual descoloca a las víctimas,
confunde responsabilidades y genera la atmósfera de caos necesario para que la
confusión institucional y el desaliento reinen.
La camioneta y el autobús incendiados
en la Plaza del Rectorado no son un azar. Son una advertencia, una
intimidación.
El choque visual entre los hierros
retorcidos de los vehículos y la armónica belleza del Aula Magna de Villanueva
y Calder, a cuyas puertas ocurrió, no son una mera salvajada. Son una escena
más del avance del guión del allanamiento goteado que poco a poco se cierra
sobre las universidades con el silencio cómplice de miembros del alto gobierno
que de esta casa egresaron, y la resignación amarga de muchos universitarios
que aún no se percatan de la amenaza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico