Por Carlos D. Mesa Gisbert 28/07/2013
El autor fue Presidente de la República de Bolivia
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Twitter: @carlosdmesag
Francisco, a sus 76 años, es un papa
del Siglo XXI. Sólo le falta un tatuaje en el brazo para terminar de enamorar a
los jóvenes. La Iglesia ha encontrado una oportunidad y él parece dispuesto a
aprovecharla a plenitud
El futuro de la Iglesia Católica era,
y aún es, de pronóstico reservado. La crisis que afronta la institución se
agudizó dramáticamente con los espantosos casos de pederastia revelados en los
últimos años y con los serios cuestionamientos al manejo de las finanzas
vaticanas.
Es la punta de un iceberg que tiene
cantidad de ingredientes, que van desde la reducción drástica de vocaciones
sacerdotales hasta la caída en picada de fieles católicos que, como un río sin
dique, se pasan a las filas del cristianismo evangélico.
Benedicto XVI tuvo la lucidez de darse
cuenta de que por muchas razones no estaba en condiciones de enfrentar el
tamaño del reto, y renunció al papado en un acto de la mayor valentía, pero su
apuesta era incierta. Todo dependía de en quien recayera la sucesión. Las
previsiones se inclinaban por la continuidad de una línea conservadora, hasta
que el mundo conoció un ignoto As bajo la manga.
El nuevo Papa tenía de entrada tres
características que marcaron un cambio significativo; es jesuita, el primero de
la historia; es latinoamericano, el primero de la historia y decidió llamarse
Francisco, el primero de la historia.
En menos de 48 horas sentó
diferencias. Fondo y forma son, en un mundo en el que la avalancha mediática
manda, igual de importantes.
Francisco echó por la borda la
tradición, los ritos de emperador coronado, el oro y las piedras preciosas, los
zapatos de fina piel, el papamóvil blindado, la residencia pontificia, las
comidas especiales... Sólo eso llamó poderosamente la atención a todos.
Pronto comenzaron los cambios de
fondo. La modificación de los códigos del Estado Vaticano en el ámbito penal,
la creación de una comisión que investigara las finanzas de la Iglesia, el
endurecimiento con los prelados acusados de proteger la pederastia de muchos
clérigos, y un discurso de guerra frontal contra los antivalores de un mundo
ahogado en la confusión y el relativismo generalizado.
Su llegada a Brasil hizo el click
mágico con los jóvenes. Aún los agnósticos y los ateos reconocen en Francisco
un carisma especial. Les cae bien porque tiene buena onda, porque se bajó del
pedestal, pero por encima de todo porque hace lo que dice.
Juan Pablo II generó una empatía de
otra naturaleza. Era un Papa que representaba poder, el inmenso poder de los
oropeles vaticanos y de una Iglesia jerarquizada y autoritaria. Su fuerza era
su carisma personal intrínseco, con un magnetismo incuestionable e
intransferible.
Francisco no es un personaje mediático
en ese sentido, lo es por los valores que representa, lo es por razones
antagónicas a Juan Pablo.
No es un icono telegénico, sino el ser
humano al que puedes abrazar y que es como tú quisieras ser y crees que puedes
ser, no como alguien que admiras pero que sabes que nunca podrás llegar a ser.
Francisco recupera el mensaje de una
Iglesia conectada con los antiguos cristianos, con el santo de Asís, aquel casi
panteísta que creía que Dios estaba plenamente conectado con la naturaleza.
Imposible encontrar un mensaje más vigente hoy. Pobre no por la celebración de
la pobreza, sino por la solidaridad con el otro. Francisco recupera el mensaje
más importante del Nuevo Testamento: “Todo aquello que hagas a tu prójimo me lo
estarás haciendo a mí”, dijo Jesús. Sólo eso vale los cuatro evangelios.
¿Y la teología de la Liberación? Al
gurú sobreviviente de la doctrina, Leonardo Boff, le gustaría la reivindicación
de un pensamiento católico nacido en la convulsa América Latina de los años 70.
Francisco recupera de ella lo esencial, no ya lo que hoy es adjetivo. La opción
preferencial por los pobres, la doctrina social, la imbricación entre Iglesia y
realidad, sí. El cristianismo revolucionario, la mirada obnubilada que quiso
ver la imagen de Cristo próxima al Che y cercana al marxismo, no.
Francisco, a sus 76 años, es un papa
del Siglo XXI. Sólo le falta un tatuaje en el brazo para terminar de enamorar a
los jóvenes. La Iglesia ha encontrado una oportunidad y él parece dispuesto a
aprovecharla a plenitud.
Pero no nos engañemos, no la tiene
fácil. Las estructuras internas de poder suelen ser implacables. El inmovilismo
es siempre una tentación porque aparenta ser la roca que le ha dado vigencia al
catolicismo durante casi 2 mil años. Hay muchos callos que pisar y eso genera
reacciones peligrosas. Hay, finalmente, cambios revolucionarios que hacer sin
los cuales el futuro de la Iglesia es negro. Fin del celibato obligatorio, un
rol protagónico de las mujeres en el sacerdocio, una actitud más flexible con
relación a la sexualidad y una estructura institucional más abierta.
Francisco está haciendo brecha y
parece dispuesto a terminarla sin temores. Pero su horizonte biológico es
limitado. Si su salud lo acompaña tiene quizás una década por delante. Su
antecesor ha marcado jurisprudencia, podría tener que dejar el papado si sus
condiciones físicas o mentales así lo exigen. La clave está en que deje
marcados lo más rápido posible, como hizo Juan XXIII, cambios que sean
irreversibles.
Tomado de: http://www.lostiempos.com/diario/opiniones/columnistas/20130728/un-vendaval-llamado-francisco_222336_479587.html
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