FRANCISCO SUNIAGA 17 DE
JULIO 2013
No existe un ser más solitario que un
líder político al momento de tomar una decisión en la que, de no acertar, su
proyecto y su propio liderazgo están amenazados. Los consejos recibidos por
compañeros y asesores en las instancias previas a decidir nada valen cuando
llega a la encrucijada. Esos consejos, por cierto, suelen ser tan
contradictorios como la realidad que tiene enfrente, o están contaminados por
los intereses particulares de quienes los han emitido, son inservibles. Por
eso, en ese último instante de máxima tensión emocional, cuando se juega la
vida, el líder está absolutamente solo.
La posición del líder de un proceso
político es de suyo muy difícil de alcanzar, y mucho más difícil de mantener.
Dado que el líder es sólo el primus inter pares del proyecto, una
equivocación importante implica quedar a merced de rivales que aspiran a
deponerlo y asumir el liderazgo. Eso se supone que conduce, si se concibe la
política como un sistema darwiniano, a tener cada vez mejores líderes o por lo
menos más aptos para sobrevivir, que ya es bastante.
Hay que añadir, por supuesto, que el
líder está sometido permanentemente a los exámenes, críticas y análisis de su
desempeño por parte de los medios de comunicación (nunca imparciales) y sus
opinadores. Los pundits, que llaman los gringos, capaces de
declarar equivocado al líder, incluso cuando no ha tomado decisiones o cuando
no está en la situación de tomarlas.
El problema con la mayoría de los pundits,
a escala mundial, es que ellos se consideran más sabios que el líder (y que
todos los políticos, a quienes usualmente se refieren en términos despectivos)
y si no ocupan su posición es porque la política les asqueaba y decidieron
dedicarse a otra cosa. Son los padres de la antipolítica, aunque se niegan a
reconocer a la criatura.
El líder tiene además el trabajo para
el que está ahí: enfrentar a los adversarios jurados del proyecto político en
el que milita, quienes tienen el propósito de liquidarlos a ambos. El líder, de
cualquier grupo político en cualquier parte del mundo, vive por tanto en medio
de una permanente lucha. Qué duda cabe que es una posición muy difícil de
detentar.
Venezuela es, por razones de muy
diversa índole que aquí no caben, el lugar en el mundo donde ser el líder
resulta, de lejos, más difícil. Si el liderazgo que se detenta, como es el caso
de Henrique Capriles, es el de la oposición política a esta forma de dictadura
cívico-militar cubanizada, que se ha hecho cada vez más eficaz y eficiente con
el paso de casi tres lustros, las dificultades con las que debe lidiar alcanzan
la estratosfera.
Aquí, de siempre, los rivales del
líder pueden llegar a ser más feroces y desleales que en el resto del planeta.
Si toca (y les parece que toca a cada rato) no le abren un paréntesis de paz
para que despliegue su tarea contra el gigantesco adversario que tiene
enfrente. Para sólo poner un ejemplo: Capriles ha acertado en cada decisión
importante que le ha tocado tomar (nadie quería estar en su pellejo el 8 de
octubre –cuando le tocaba decidir ser o no ser candidato a la Gobernación de
Miranda– ni en marzo, al morir Chávez y salir a combatir el chavismo en treinta
días), pero a veces pareciera que sus rivales lamentan que no se haya
equivocado y lo siguen a regañadientes.
Algunos pundits en
Venezuela son extremadamente afectos a jugar aloffside. A diario demandan
que Capriles “haga algo” ya. Otros, haciéndose eco de rivales del líder,
confunden la política con el boxeo y quieren que sea “contundente”, “que
confronte al chavismo con fuerza y en la calle” y se quejan de que ante su
pasividad, Maduro “se consolide y se quede” (ni qué hablar de lo que escriben
los punditsitosdel Twitter).
El plan de Capriles está claro para
los venezolanos de buena voluntad: aprovechar todas las elecciones para crecer
aún más (como ha pasado con cada proceso electoral desde 2006). Ganar las
elecciones municipales este año y las legislativas de 2015, para lo cual hay
que construir desde ya (y en eso está trabajando) una alianza de amplio
espectro, un aparato político, que haga posible esas victorias, y uno electoral
que las cuide en las mesas.
Ese trabajo, a veces imperceptible,
agotador y siempre fastidioso, es absolutamente necesario para poder aprovechar
las casualidades, que, como las busetas por puesto, pasan a cada rato. Por eso
cabe preguntarse ¿por qué, en lugar de dudar de Capriles y criticarlo sin ton
ni son, no se le acompaña solidariamente en su dura tarea? Así, de repente,
cuando le toque decidir las grandes, no estará tan solo.
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