Rafael Marrón González Miércoles,
24 de julio de 2013
En tiempos de barbarie, que creíamos –
ingenuos – superados, cuando el déspota se equivocaba en la aplicación de la
ley, se consideraba que la ley había sido cambiada, y para esa infamia, el
déspota en cuestión siempre tenía a la mano sumisos leguleyos dispuestos a
convertir la arbitrariedad en jurisprudencia. Pero, no solamente se reduce al
ámbito jurídico esta perversión del alma humana, miríada de fervorosos verdugos
de los derechos civiles y de la Constitución, hacen posible el despotismo en
cada rincón del hacer ciudadano. Deficientes mentales creyendo interpretar los
deseos del déspota intensifican el sufrimiento del desvalido. Absurdos
burócratas obstaculizando el ejercicio de los derechos. Desde el patán que
marca a los usuarios en las colas de productos de primera necesidad,
convertidos por el despotismo en insumos de control social, hasta el conspicuo
magistrado que declara imperturbable la última denegación de justicia. “Ese
muerto es mío”, respondió Guzmán Blanco a quien se atrevió a señalarle que el
fusilamiento de Matías Salazar era un asesinato, pues la Constitución prohibía
la pena de muerte. Guzmán contó, como hoy, con obedientes descerebrados para
cumplir la bárbara orden. Canallas y sicarios mimetizados en un “gobierno”
mutado en alzamiento contra el estado de derechos. Todos estos especímenes han
pasado ya por la historia de los pueblos - y pasarán, porque la ignorancia es
terca en eso de repetir sus errores - uncidos a la estela de infamia de las más
abyectas tiranías. Cuántos de estos títeres voluntarios han creído en su
efímero momento de gloria, que la inmortalidad los había tocado con su dardo,
para comprobar, si es que sobreviven a su destino manifiesto, que aquello de
polvo eres y en polvo te convertirás, también es aplicable, inexorablemente, a
su perfil histórico, vergonzoso final para tanta pompa revolucionaria. Los
adulantes del patíbulo – en Venezuela los han tenido todos los aspirantes a
dioses que registra el degredo de la historia - que usan la justicia para
complacer los caprichos del tirano que premia su incondicionalidad a través de
la impunidad, fueron caracterizados por Rómulo Gallegos a través de su
arquetipo “Mujiquita”, personajillo indispensable cuya sapiencia del derecho le
permite dotar las injusticias de impecable formalismo jurídico. Pero nada
pueden contra el maloliente tufo a ilegalidad que acompaña sus acciones. Y la
sospecha de intereses subalternos a la justicia flota en el aire cada vez que
es acusado un ciudadano de la comisión de alguna ilegalidad, de las que afectan,
por cierto, a todo el cuerpo gubernamental – por su ostentación los conoceréis.
¿Es culpable al acusado?, no lo sabemos, pero el ensañamiento público, la
sentencia anunciada en boca del temporal amo del billete, la forma abusiva como
se conduce el proceso, con la participación entusiasta de cuanto segundón ávido
de protagonismo lo desee - incluyendo denunciados por similares delitos - hace
suponer que algo turbio se esconde detrás de tanta alharaca justiciera. Sobre
todo si el acusado pone en peligro con su liderazgo el puesto de algún
espontáneo ineficiente, pero de prontuario comprometedor para el
establecimiento.
Al corrupto, al corrupto
Porque en estos momentos, el pueblo
venezolano es testigo de la súbita aparición de una moralina contra la corrupción
- la de los güevones y caimanes adversos - y vemos, entonces a eminentes monos
sabios, que señalan el norte de la honestidad después de quince años de
complicidad emocionada – cuando no avarientos comensales del festín de
Pantagruel - con el más asqueroso y multitudinario enriquecimiento ilícito a la
sombra del poder del que se haya tenido noticias en estos tierreros
latinoamericanos. Pero eso sí, hay que acusar también a los roba gallinas de la
oposición para equilibrar las cargas, y hacerle creer a la ignorancia que
“caiga quien caiga” – por supuesto que “quien caiga” no caerá ni por asomo - la
cosa es en serio, y para ello se cuenta, en el cargo preciso, con desaprensivos
especialistas en obedecer órdenes siniestras “si me benefician”, como “métanle
30 años a esa mujer”, “a esos comisarios me los condenan ya”; “me meten preso
hasta que se pudra a ese banquero que me despreció la hija”; “fabrícale unas
pruebas incriminatorias a ese diputado”; “prohíbanle a ese periodista que me
nombre”; “me silencian ya Correo del Caroní que tiene la osadía de develar la
asociación para delinquir que se enquistó en Guayana”. “Y me demandan por
“difamación e injuria” a su director”. ¡Cómo se atreve a tener integridad en
estos tiempos de cobardía por la subsistencia en la que tantos, y por tan poco,
chapotean a sus anchas, echándole un tirito al gobierno y otro a la oposición!
Como usted diga mi general. Y suenan los tacones mujiquitas como premonitorio
golpe de mandarria sobre el ataúd de la libertad.
Ni en cien años el perdón
Pero lo más triste es, y la historia
lo revela, que pasada la bestialidad y recobrada la sindéresis cívica, el
perdón – una estupidez que garantiza la repetición del agravio – cubre con su
manto a la legión de parásitos serviles sin cuyo concurso hubiera sido
imposible la arbitrariedad del despotismo, y que suelen invocar en su defensa,
cuando llega la hora de pagar por sus obsecuencias – esa hora siempre llega -
el miedo a las consecuencias de una negativa a cumplir las órdenes emanadas del
poder. Hay que recordarles a estos prescindibles verdugos de la infamia, el
juicio de Nuremberg en el cual se demostró que a aquellos oficiales que se
negaron a cumplir las órdenes homicidas de Hitler contra los judíos, les pasó
absolutamente nada. Es decir, que los asesinos lo fueron a plena satisfacción
personal. Por codicia. Como los mujiquitas criollos que esconden la pequeñez de
su alma vil detrás de la prepotencia del dinero mal habido. Si algo detesto en
esta vida es la imbecilidad social que legitima la degradada presencia de estos
patéticos símbolos del escarnio. Sale pa´llá.
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