MARIO VARGAS LLOSA 14 JUL
2013
No
es cierto que en Estados Unidos o Suecia solo se pueda ser libre violando la
legalidad y en tal sentido Assange y Snowden son deprededarores de esa libertad
que dicen defender
Se puede tener una pobre opinión del
presidente Evo Morales, como es mi caso, pero no desconocer que es el
mandatario de Bolivia, un país soberano que lo eligió en comicios legítimos, y
que por lo tanto debe ser tratado por los otros gobiernos con el respeto debido
a su cargo. Los países europeos que lo maltrataron, impidiendo a su avión
cruzar su espacio aéreo o repostar, actuaron de manera prepotente y torpe. Y,
además, le hicieron un favor político regalándole el papel de víctima, algo que
le servirá mucho ante los electores bolivianos ahora que, en contra de su
propia Constitución, quiere hacerse reelegir por tercera vez y precisamente
cuando estaba cayendo en las encuestas.
El incidente es una de las
precipitaciones derivadas del caso Snowden, el empleado de la
CIA al que Austria, Italia, España, Francia y Portugal creían que Evo Morales
llevaba en su avión de pasajero secreto. No era así y lo que quedó evidente en
este episodio es que los servicios de inteligencia de la Unión Europea y de
Estados Unidos, pese a sus excesos, parecen funcionar como la mona.
Edward Snowden se ha convertido en el
último héroe mediático de la frivolidad progresista y de valedores tan
conspicuos de la libertad de expresión y el derecho de crítica como los
presidentes Maduro, de Venezuela, el comandante Ortega de Nicaragua, y del
propio Evo Morales, que se han apresurado a ofrecerle el asilo, y del
presidente Correa, del Ecuador, donde el parlamento acaba de aprobar la más
intimidatoria ley de prensa de la historia sudamericana.
¿En qué consiste el heroísmo de
Snowden? En haber roto su compromiso de confidencialidad que tenía contraído
con el Estado para el que trabajaba, revelando al mundo que el espionaje de
Estados Unidos graba conversaciones privadas de los ciudadanos violando así la
intimidad de miles de miles de familias, no sólo estadounidenses, sino también
de países amigos, entre ellos sus aliados de Europa Occidental. Es una
violación que, según sus valedores, lo honra, pues este desacato ha permitido
que se haga público un intolerable atropello a la privacidad, un derecho
reconocido por la Constitución de Estados Unidos y de todas las sociedades
democráticas.
Creo que esta argumentación (y la
indignación consecuente) es arcangélica en el mejor de los casos, en el peor
hipócrita, y desprovista de realidad. ¿Alguna vez han hecho algo distinto los
espías, desde que existen, que violar la intimidad de los ciudadanos de sus
propios países y de los ajenos? Lo hacen en las dictaduras y en los países
democráticos. La diferencia es que en las dictaduras esto jamás se castiga y, a
veces, en las democracias, sí, en los casos infrecuentes en que estas
transgresiones provocan un gran escándalo o llegan a los tribunales y merecen
una sanción legal. De hecho, a causa de la repercusión delcaso Snowden, el
Congreso de Estados Unidos ha nombrado una comisión que investiga el asunto.
La verdad es que el señor Snowden no
ha revelado nada que cualquiera que tiene dos dedos de frente sabía ya, aunque,
es cierto, pocos hubieran imaginado la magnitud de aquellas grabaciones. Estas
violaciones eran menos significativas en el pasado únicamente porque no existía
entonces una tecnología tan avanzada en el campo de las comunicaciones como la
que existe ahora. Este progreso extraordinario ha puesto en manos de las
agencias de inteligencia un juguete muy peligroso que no sólo amenaza a los
enemigos de la democracia, sino a la misma cultura de la libertad y a sus
instituciones representativas.
Si lo que queremos es que desaparezcan
todos los espías, yo firmo. El oficio solo tiene gracia en las novelas y las
películas; en la realidad, es sucio y ensucia por su clandestinidad y porque
irremediablemente opera en una peligrosa cuerda floja que se balancea entre la
legalidad y la ilegalidad. Por desgracia, mientras existan las guerras, los
peligros de guerras y un terrorismo religioso e ideológico que provoca a diario
los estragos que sabemos, es prácticamente imposible que los Estados
democráticos renuncien a una actividad de la que podría depender en buena
medida la seguridad, políticas eficaces contra la repetición de tragedias como
las de las Torres Gemelas o de la estación de Atocha. A diferencia de lo que
ocurre en las dictaduras, en las sociedades libres, como Estados Unidos, existe
una justicia independiente, una prensa libre, un congreso representativo e
innumerables asociaciones de derechos humanos, que pueden denunciar aquellos
excesos y tratar de corregirlos. ¿Por qué Edward Snowden no optó por este
camino legítimo, en vez de violentar a su vez la legalidad y convertirse en un
instrumento de regímenes autoritarios y totalitarios que se valen de él para
atacar al “imperialismo” y rasgarse las vestiduras en nombre de una libertad y
unos derechos que ellos pisotean sin el menor escrúpulo? Su caso es muy
semejante al de Julian Assange, quien desprecia la justicia de los países
democráticos, se niega a responder a los cargos que se le imputan por acoso y
violación sexual, en Suecia, una de las democracias más genuinas, y quiere
proseguir su cruzada libertaria desde el Ecuador, donde ejercitar la más mínima
libertad de expresión significa correr el riesgo de ser multado, encarcelado o
expropiado, como denuncian en estos días todas las asociaciones de periodistas
independientes del mundo entero.
El derecho a la privacidad ya
desapareció hace tiempo en el mundo en que vivimos. Lo arrasaron, antes que los
espías, la prensa amarilla y las revistas del corazón, la ferocidad de los
debates políticos que en su afán de aniquilar al adversario no vacila en
exponer a la luz sus intimidades más secretas, y la avidez de un público por
irrumpir en el ámbito de lo privado a fin de saciar su curiosidad con secretos
de cama, escándalos de familia, relaciones peligrosas, intrigas, vicios, todo
aquello que antiguamente parecía vetado a la exposición pública. Hoy la
frontera entre lo privado y lo público se ha eclipsado y, aunque existan leyes
que en apariencia protejan la privacidad, pocas personas acuden a los
tribunales a reclamarla, porque saben que las posibilidades de que los jueces
les den razón son escasas. De esta manera, aunque por inercia sigamos
utilizando la palabra escándalo, la realidad ha vaciado a ésta de su contenido
tradicional y de la censura moral que implicaba, y ha pasado a ser sinónimo de
entretenimiento legítimo.
No tiene mucho sentido convertir en un
héroe de la libertad a Edward Snowden por haber revelado que no solo las amas
de casa, los benignos profesionales y los burócratas violan a diario la
privacidad de los ciudadanos leyendo las revistas, escuchando o viendo en la
radio y la televisión los programas constituidos específicamente para violarla
—la gran diversión mediática de nuestro tiempo— sino también los espías. ¿Mal
de muchos, consuelo de tontos? En cierta forma, sí. En las encuestas que se han
hecho en Estados Unidos sobre Edward Snowden, una mayoría aprueba que la
inteligencia norteamericana grabe las conversaciones privadas. Me temo que no
sería distinta la reacción de la opinión pública de la gran mayoría de las
sociedades democráticas que viven, como Estados Unidos, con la zozobra de ser
de nuevo víctimas de los atentados terroristas de las organizaciones como
Al-Qaeda empeñadas en acabar con el Gran Satán, categoría en la que incluyen a
todas las democracias laicas de corte occidental.
Hay peligro de que esta realidad
deteriore las instituciones que sostienen una democracia, sin duda. Pero
también la deterioran operaciones mediáticas que desnaturalizan el ejercicio de
la libertad de expresión y la convierten en un libertinaje irresponsable. La
libertad y la legalidad son igualmente importantes para que funcione la
democracia y ejercitar la libertad en contra de la legalidad solo se justifica
en países donde la legalidad está reñida con aquella pues la limita o conculca.
No es cierto que en sociedades como Estados Unidos o Suecia la legalidad se
haya degradado al extremo de que solo violándola se pueda ejercer la libertad.
Ni Edward Snowden ni Julian Assange son paladines sino depredadores de la
libertad que dicen defender.
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