CARLOS
ALBERTO MONTANERCARLOSAMONTANER Día 26/07/2013
A los 82 años, el
presidente tiene la mala conciencia del desastre que ha contribuido a provocar
en Cuba. No ignora el fracaso del comunismo, aunque sabe que no le alcanza la
vida para rectificar el rumbo
Intento descifrar las percepciones
de Raúl Castro, sesenta años después del ataque al
cuartel Moncada.
Ese fue el episodio que colocó a los
dos hermanos en el mapa político cubano y en las primeras páginas de todos los
diarios. En ese momento, Raúl Castro, un joven de apenas 22 años, emocional e
intelectualmente sólo era un apéndice de Fidel. Fidel era la figura
dominante.
El proceso de codependencia había
comenzado mucho antes. Sus padres, como vivían en el otro extremo del país,
durante la adolescencia de Raúl, dado que era un pésimo estudiante, se lo
habían encargado a Fidel para que «lo enderezara».
Fidel no lo enderezó. Lo utilizó. Lo
convirtió en su lugarteniente, lo introdujo en su mundillo de violencia
pistolera y lo reclutó para conquistar primero Cuba, luego África, más tarde la
galaxia. Por algo Fidel a los 18 años había sustituido legalmente su segundo
nombre. Se quitó «Hipólito» y se puso «Alejandro».
En efecto, Raúl, aquel chico afectuoso
y familiarmente tierno que describe su hermana Juanita, quien de
niño soñaba con ser locutor de radio, se volvió dos cosas inesperadas bajo la
influencia de Fidel: se transformó en un eficiente matarife, mucho
más organizado que su hermano, y en un aprendiz de comunista.
Es muy probable que la temprana
vinculación de Raúl Castro al partido comunista haya sido una misión que le
encargara Fidel. Raúl no tenía autonomía propia para tomar por su cuenta una
decisión política de esa naturaleza, especialmente cuando ya Fidel planeaba el
ataque al cuartel Moncada.
Comunistas
y ortodoxos
El corazón de Fidel estaba con el
minúsculo Partido Socialista Popular, el de los comunistas, mas su cerebro y su
inescrupuloso pragmatismo le indicaban que debía permanecer vinculado al
Partido Ortodoxo, una formación mayoritaria, vagamente socialdemócrata, con
opción real de llegar al poder. La manera de solucionar ese dilema, pues, era
instalar a Raúl en el PSP, mientras él, formalmente, se mantenía dentro de la
«ortodoxia».
En los primeros meses de 1953 Raúl,
enviado por el PSP y con la anuencia de su hermano, viaja a un «Festival de la
Juventud» en Viena. En rigor, era una de esas ferias políticas armada por Moscú
para reclutar a sus futuros cuadros. En ese viaje Raúl traba su primera
relación con el KGB. Conoce al agente Sergui Leonov.
Fidel -jefe, maestro, figura paterna-
le aportaba el fuego, la adrenalina y una explicación sencilla de la realidad
política. Leonov le ponía ante sus ojos el futuro luminoso de la humanidad: la
gloriosa URSS. Raúl mordió ambos anzuelos.
Ya Raúl lo tenía todo. La misión, el
método, la visión, el modelo. Cuando Fidel lo hizo ministro de Defensa para que
le cuidara las espaldas, llenó la pared con las reverenciadas fotos de los
mariscales y generales soviéticos.
Han pasado sesenta años. Raúl hoy es
un viejo desilusionado, con ochenta y dos años en sus costillas magulladas por
el güisqui. En esa larga vida aprendió varias lecciones y todas son
decepcionantes. La URSS ya no existe. El marxismo tampoco. Todo era un absurdo
disparate.
Ahora entiende que su hermano era un
buen operador político y un guerrero sagaz, pero también un desastroso
gobernante, infantilmente obsesionado con vacas lecheras inagotables y con
vegetales prodigiosos. Un tipo irresponsable, sumergido en un huracán de
palabras vacías, que ha calcutizado a ese pobre país en una interminable
sucesión de guerras, conspiraciones y arbitrariedades.
Para Fidel, como buen narcisista, la
función de cada ser humano es servirle en su camino a la gloria. Eso,
exactamente, fue lo que hizo con él, con Raúl: lo metió en el PSP, lo arrastró
al Moncada, lo llevó a Sierra Maestra, primero lo hizo comandante, luego
ministro y general, finalmente le asignó la presidencia. Le fabricó la
vida. Una vida importante, pero ajena y lateral.
Amor
propio herido
Es verdad que Raúl, sin la vara mágica
de su hermano, tal vez hubiera sido insignificante, pero Fidel lo llevó a la
cumbre porque necesitaba un segundo de a bordo que le fuera absolutamente fiel,
aunque pensara que su «hermanito» era una figura menor penosamente limitada,
sospecha o certeza que nunca ha dejado de herir en su amor propio al actual
presidente.
A los 60 años del Moncada y 82 años de
edad, Raúl tiene la mala conciencia del desastre total que ha contribuido a
provocar en su país. Por fin comprendió la verdadera dimensión de su
hermano, no ignora el fracaso del comunismo, aunque sabe que no le alcanza
la vida para rectificar el rumbo.
El daño, sencillamente, es muy
profundo. Mantiene el poder, pero ha contribuido a convertir a Cuba en
una lacerante escombrera. Supongo que morirá inmensamente
avergonzado por lo que ha hecho y, sobre todo, por lo que no se atreve a hacer.
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