Luis Pedro España N Domingo, 14 de julio de 2013
Los pobres y no pobres venezolanos
creen que sí.
Todas las encuestas que indagan sobre
la necesidad o inconveniencia de que el Estado intervenga en la economía
señalan como los venezolanos creen firmemente en la intervención del Estado.
Según Latinobarómero (estudio de 2010) más de 40% de los venezolanos creen que
el Estado debe resolver "todos los problemas". Esa proporción sube a
87% si se añaden a la cuenta los que creen que "muchos de los problemas"
deben ser atendidos por el Estado.
Estudios hechos en casa indican la misma tendencia. El estudio sobre la pobreza de 2008 de la Ucab preguntó a los entrevistados (pobres y no pobres) que tan de acuerdo estaban con la frase "el gobierno debe controlar todos los precios de la economía" y más de 40% dijo estar muy de acuerdo. Cifra que llega a 80% cuando la frase se refería sólo a los bienes de la canasta básica.
Cuando esta opinión se ve por estratos socioeconómicos, los que menos dicen que los precios deben ser controlados, aún cuando siguen siendo porciones muy altas de los que así piensan, son los estratos de mayores ingresos y, como se entenderá, en los estratos más bajos se concentra la mayoría de las opiniones de los que creen que el Gobierno debe controlar a los empresarios y sus decisiones sobre los precios.
Cualitativamente, el lector puede constatar esta realidad cuando, en contextos inflacionarios como en el que nos encontramos, la queja por "la falta de gobierno" se escucha tanto en los anaqueles de los supermercados más formales y modernos, como en las bodegas y los mercados populares. Para el venezolano, casi con independencia de su capacidad de gasto, los precios deben ser controlados.
Si nos vamos a la información estadística, está demostrado que en más allá del cortísimo plazo los controles no sirven para nada. Períodos enteros de control de precios muestran niveles de inflación similares a períodos donde los controles son más relajados. Los torniquetes que pretenden doblegar los márgenes de ganancia lo que terminan haciendo es inviabilizando la producción del bien controlado, con lo cual luego de negociaciones ante el regulador por parte de los productores, o tras la constatación del desabastecimiento por parte del que regula, se producen ajustes (normalmente sobre ajustes para anticiparse a las inflexibilidades del futuro) que disparan los precios. No puede ser de otro modo. Aunque la mayoría de los venezolanos, y la totalidad de sus gobernantes, crean que la avaricia es la causa de la inflación, al final subyacen las causas verdaderas y el voluntarismo termina cediendo frente a la realidad.
Estudios hechos en casa indican la misma tendencia. El estudio sobre la pobreza de 2008 de la Ucab preguntó a los entrevistados (pobres y no pobres) que tan de acuerdo estaban con la frase "el gobierno debe controlar todos los precios de la economía" y más de 40% dijo estar muy de acuerdo. Cifra que llega a 80% cuando la frase se refería sólo a los bienes de la canasta básica.
Cuando esta opinión se ve por estratos socioeconómicos, los que menos dicen que los precios deben ser controlados, aún cuando siguen siendo porciones muy altas de los que así piensan, son los estratos de mayores ingresos y, como se entenderá, en los estratos más bajos se concentra la mayoría de las opiniones de los que creen que el Gobierno debe controlar a los empresarios y sus decisiones sobre los precios.
Cualitativamente, el lector puede constatar esta realidad cuando, en contextos inflacionarios como en el que nos encontramos, la queja por "la falta de gobierno" se escucha tanto en los anaqueles de los supermercados más formales y modernos, como en las bodegas y los mercados populares. Para el venezolano, casi con independencia de su capacidad de gasto, los precios deben ser controlados.
Si nos vamos a la información estadística, está demostrado que en más allá del cortísimo plazo los controles no sirven para nada. Períodos enteros de control de precios muestran niveles de inflación similares a períodos donde los controles son más relajados. Los torniquetes que pretenden doblegar los márgenes de ganancia lo que terminan haciendo es inviabilizando la producción del bien controlado, con lo cual luego de negociaciones ante el regulador por parte de los productores, o tras la constatación del desabastecimiento por parte del que regula, se producen ajustes (normalmente sobre ajustes para anticiparse a las inflexibilidades del futuro) que disparan los precios. No puede ser de otro modo. Aunque la mayoría de los venezolanos, y la totalidad de sus gobernantes, crean que la avaricia es la causa de la inflación, al final subyacen las causas verdaderas y el voluntarismo termina cediendo frente a la realidad.
De más está decir que esta administración ha sido la que ha extremado el uso de los controles sobre la economía.
En la medida en que tuvo la holgura de
divisas frente a su demanda (tanto para importaciones como para abastecer el
ahorro externo) digamos que los controles funcionaban a medias. El pasado año,
cuando se logró una inflación inferior a 25%, lo que desbordó los parabienes de
las autoridades y sus habituales precipitaciones anunciando fantasías de
inflación de un dígito para dentro de poco, fue producto de uno de los mayores
excesos de importaciones, las cuales, como ya han advertido más de un estudioso
de nuestra economía, escondieron de igual forma un espectacular año de
corrupción y salida de capitales.
Los siempre imperfectos controles de
precios sólo son posibles cuando hay muchos dólares con los cuales administrar
un anclaje cambiario sin restricciones. Dada esa premisa resultaría lo mismo si
el dólar se dejará libre, salvo cuando la desconfianza exuberante frente al
Gobierno hace atractivo al dólar hasta el último de los bolívares disponibles.
Tal y como lo demuestran las cuentas, el control de cambio, necesario y punta
de lanza de precios, no logró impedir la salida de capitales. En el mejor de
los casos sólo lo hizo más engorroso e ilegítimo.
Pero donde los controles de precios
demuestran su absoluta ineficiencia es cuando estos operan en contextos de fuertes
desequilibrios como los que tenemos actualmente. Escoger entre
desabastecimiento o inflación es el desiderátum de los burócratas no
quedándoles más remedio que optar por lo segundo cuando el desespero que
generan los anaqueles vacíos llevan a la población al borde del estallido
social.
Si todo lo anterior es cierto,
entonces ¿por qué se siguen aplicando los controles cuando sobradamente
muestran su ineficiencia? En primer lugar por el costo político que
representan. El control de precios es una forma de obtener beneficios. Se
aplica por la búsqueda o mantenimiento de la popularidad de gobiernos que creen
que así favorecen al pueblo. De allí que al verse obligados a desmantelarlos,
los costos son aún mayores a los que recibiría cualquier otro gobierno que
manejó su economía sin controles previos al tener que enfrentarse a tensiones
inflacionarias.
En segundo lugar porque, como
decíamos, en el corto plazo parecieran surtir efecto, de allí su atractivo. En
tercer lugar, porque parecieran incrementar el poder del Estado dada la
dependencia que padecen los agentes económicos frente al Gobierno y,
finalmente, porque retractarse supone cambiar de creencias e ideas, lo cual más
que difícil es producto de las circunstancias, si no vean los estilos de
"recule económico" del presidente Caldera en el pasado o el de Maduro
en el presente.
Una economía como la venezolana, donde
más allá de las creencias que orientan a sus gobiernos, hay unas bases
materiales que dificultan la competencia, resulta muy difícil que no existan
controles. Las creencias interventoras de los venezolanos se deben a la
constatación de que la escasa oferta y la poca o nula diversidad de las
exportaciones no hace a todos rehenes de los pocos productores que existen y
estos, a su vez, del propio Estado. Las formas de librarse de este maleficio
pasa por la regularización de los controles, focalizarlos, adminístralos con
prudencia y cierta sensibilidad social, y no universalizarlos y mantenerlos a
toda costa como se ha pretendido en los últimos años.
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