TULIO HERNÁNDEZ 7 DE JULIO
2013
Son, para decirlo en jerga popular,
luz de la calle y oscuridad de la casa. Pinocheticos del siglo XXI dentro de
sus países y paladines de los derechos humanos en el exterior. Savonarolas
extremos cuando sus gobiernos e intereses están en juego y mártires del pluralismo
y la libertad cuando es el imperio el que arriesga los suyos. Miran la paja en
el ojo ajeno pero no ven la gigantesca viga que atraviesa los suyos.
Son pocos, pero son. Forman parte de un clan de gobernantes latinoamericanos que de ahora en adelante denominaremos el Club de la Doble Moral porque, al menos en lo que a libertad de expresión y derechos a la información se refiere, tienen dos caras. Una, con la que persiguen sin clemencia en los países que gobiernan el periodismo libre y a los periodistas y medios que lo ejercen, y otra, con la que rasgan sus vestiduras en defensa de personajes como Julian Assange o Edward Snowden.
Las cabezas más visibles del club, ahora que el fundador se fue a otro mundo, son Rafael Correa y Nicolás Maduro.
Desde que Snowden se hizo celebridad pública planetaria denunciando los abusos del espionaje masivo de Estados Unidos, ambos jefes entraron en una especie de éxtasis del asilo, o de exhibicionismo desaforado de la solidaridad, ofreciendo sus países como refugio protector al hombre que ha puesto en evidencia lo que mucha gente sospechaba, que la información en las redes sociales es una plaza pública y que las agencias de inteligencia de Estados Unidos entran y salen de ellas con impunidad.
Es obvio que la denuncia de Snowden es grave. La sola imagen de un gobierno, el estadounidense, grabando millones de datos de ciudadanos de cualquier país en colaboración con las empresas proveedoras de Internet bajo la excusa de defender a su país de posibles ataques terroristas, produce escalofrío. Es la realización, pero a escala planetaria, de la distopía orwelliana del Big Brother que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo escucha. La amenaza del final de cualquier noción de privacidad.
Pero que la defensa de Snowden y su denuncia la hagan Correa y Maduro, cabezas de dos gobiernos que se han caracterizado por perseguir la libertad de información y, en el caso del venezolano, violar de manera impúdica la privacidad de las personas grabando audios y videos de sus conversaciones y haciéndolas públicas después, es un gesto de la más degradante hipocresía.
El ecuatoriano es considerado por organizaciones internacionales de derechos humanos como uno de los gobiernos que más restringen en América Latina la libertad de prensa y de expresión. Entre otros centenares de abuso de poder, Correa condujo el aberrado proceso judicial que condenó a 3 años de cárcel a 3 directivos y un periodista del diario El Universo y obligó a la em- presa a pagar la desmesurada multa de 40 millones de dólares sólo porque, se supone, en una columna habían ofendido su dignidad.
El venezolano no se queda atrás. Con el propósito de alcanzar lo que sus portavoces han llamado la "hegemonía comunicacional" igual cierran y multan medios con sumas desorbitantes, usan las cuotas de publicidad estatal para premiar o castigar fidelidades, a través de la nueva burguesía que han creado, compran medios para silenciar la crítica y ponerlos al servicio de la ideología roja, utilizan la televisión pública como aparato de proselitismo partidista, lanzan hordas armadas a apalear e intimidar periodistas y destrozar oficinas de medios privados y obligan, casi diariamente, a los venezolanos a padecer cadenas radioeléctricas con mensajes oficiales.
Lo irónico es que en ambos países se han aprobado severas leyes que regulan los medios y castigan la difusión de informaciones que atenten contra "los intereses nacionales". Si Assange y Snowden fuesen venezolanos o ecuatorianos, hace rato estarían presos y sin debido proceso.
Son pocos, pero son. Forman parte de un clan de gobernantes latinoamericanos que de ahora en adelante denominaremos el Club de la Doble Moral porque, al menos en lo que a libertad de expresión y derechos a la información se refiere, tienen dos caras. Una, con la que persiguen sin clemencia en los países que gobiernan el periodismo libre y a los periodistas y medios que lo ejercen, y otra, con la que rasgan sus vestiduras en defensa de personajes como Julian Assange o Edward Snowden.
Las cabezas más visibles del club, ahora que el fundador se fue a otro mundo, son Rafael Correa y Nicolás Maduro.
Desde que Snowden se hizo celebridad pública planetaria denunciando los abusos del espionaje masivo de Estados Unidos, ambos jefes entraron en una especie de éxtasis del asilo, o de exhibicionismo desaforado de la solidaridad, ofreciendo sus países como refugio protector al hombre que ha puesto en evidencia lo que mucha gente sospechaba, que la información en las redes sociales es una plaza pública y que las agencias de inteligencia de Estados Unidos entran y salen de ellas con impunidad.
Es obvio que la denuncia de Snowden es grave. La sola imagen de un gobierno, el estadounidense, grabando millones de datos de ciudadanos de cualquier país en colaboración con las empresas proveedoras de Internet bajo la excusa de defender a su país de posibles ataques terroristas, produce escalofrío. Es la realización, pero a escala planetaria, de la distopía orwelliana del Big Brother que todo lo sabe, todo lo ve y todo lo escucha. La amenaza del final de cualquier noción de privacidad.
Pero que la defensa de Snowden y su denuncia la hagan Correa y Maduro, cabezas de dos gobiernos que se han caracterizado por perseguir la libertad de información y, en el caso del venezolano, violar de manera impúdica la privacidad de las personas grabando audios y videos de sus conversaciones y haciéndolas públicas después, es un gesto de la más degradante hipocresía.
El ecuatoriano es considerado por organizaciones internacionales de derechos humanos como uno de los gobiernos que más restringen en América Latina la libertad de prensa y de expresión. Entre otros centenares de abuso de poder, Correa condujo el aberrado proceso judicial que condenó a 3 años de cárcel a 3 directivos y un periodista del diario El Universo y obligó a la em- presa a pagar la desmesurada multa de 40 millones de dólares sólo porque, se supone, en una columna habían ofendido su dignidad.
El venezolano no se queda atrás. Con el propósito de alcanzar lo que sus portavoces han llamado la "hegemonía comunicacional" igual cierran y multan medios con sumas desorbitantes, usan las cuotas de publicidad estatal para premiar o castigar fidelidades, a través de la nueva burguesía que han creado, compran medios para silenciar la crítica y ponerlos al servicio de la ideología roja, utilizan la televisión pública como aparato de proselitismo partidista, lanzan hordas armadas a apalear e intimidar periodistas y destrozar oficinas de medios privados y obligan, casi diariamente, a los venezolanos a padecer cadenas radioeléctricas con mensajes oficiales.
Lo irónico es que en ambos países se han aprobado severas leyes que regulan los medios y castigan la difusión de informaciones que atenten contra "los intereses nacionales". Si Assange y Snowden fuesen venezolanos o ecuatorianos, hace rato estarían presos y sin debido proceso.
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