IBSEN MARTÍNEZ 14 de septiembre de 2016
Este
filme colombiano (Jorge Alí Triana, 2002) es, a la vez, una hiriente sátira
sobre el culto bolivariano y un envidiable despliegue de irónica consciencia de
nosotros mismos como sociedades fracasadas.
¿Su
argumento? El protagonista de una telenovela basada en la vida del Libertador
enloquece y, sintiéndose imbuido del espíritu de Bolívar, abandona el set de
televisión y se las apaña para ser admitido en una cumbre presidencial que se
realiza —¿dónde más?— en Santa Marta. Al parecer, quiere dirigir un discurso a
los mandatarios.
No voy
a contarles la película a quienes no la han visto porque lo que realmente me
importa es compartir cómo se le ocurrió a Triana el argumento de Bolívar soy
yo.
Hubo
en Colombia, allá por los noventa, un actor llamado Pepe Montoya. En diversos
episodios históricos dramatizados, muchos de ellos dirigidos por Triana,
Montoya hacía invariablemente el papel de Bolívar. En su cotidiano trato con el
actor, Jorge Alí comenzó a notar extraños cambios en la conducta de Pepe
Montoya.
Para
empezar, no se quitaba jamás el uniforme ni los bigotes —Bolívar gastó bigote
por algún tiempo— y así se iba, caracterizado de Padre de la Patria, a echarse
los tragos del fin de jornada con sus panas. O se presentaba en alguna fiesta de
amigos o se iba a cenar a Andrés Carne de Res, ataviado como lo habría hecho
Simón Bolívar. Todo el mundo celebraba la ocurrencia, le pagaban las copas, le
festejaban sus chistes y hasta ahí parecían que llegarían las cosas. Poco a
poco, sin embargo, la mirada, los gestos y el hablar de Pepe Montoya cuando
estaba fuera del set comenzaron a tornarse la mirada, los gestos y las palabras
sentenciosas y visionarias de un hombre llamado a cambiar el curso de la
Historia.
Siempre
corto de recursos, Jorge Alí se las arreglaba, empero, para lograr que la
producción tuviese verosimilitud de época. Así, un día debían filmar la llegada
de Bolívar, después de la batalla de Boyacá, a una pequeña, remota y desolada
población de Cundinamarca. Se recurrió al alcalde y al cura locales para que
dijeran a los campesinos de la región que cooperasen con el rodaje vistiendo a
la usanza del siglo XIX, o que al menos, no viniesen con jeans y botas de goma.
El
cura y el alcalde se dieron la tarea de propalar que Bolívar, el Libertador,
llegaría a la población el día domingo y solicitaron lo indicado.
Los
campesinos vinieron vestidos como se les pidió: con ruanas, sombrero alón y
alpargatas. Trajeron también gallinas, papas sabaneras, lechoncitos y
damajuanas de aguardiente para Pepe Montoya quien, ya para entonces, estaba más
cucufato de lo que se pensaba. Y, al igual que en la segunda parte del Quijote,
todos lo tomaban por el Libertador y él los trataba en consecuencia.
Fue
entonces cuando Triana sorprendió a un grupo de campesinos que, en una pausa
del rodaje, planteaba con toda franqueza y candor al Libertador sus necesidades
más acuciantes: agua, dispensario, escuela, caminos, protección contra el
criminal bandolerismo de las FARC y de los paramilitares, etcétera.
El
Libertador los escuchaba con creciente exasperación: “¡Sí, sí, sí: todo eso hay
que hacerlo! Pero ahora no puedo, hermanos, compréndanlo: tengo todavía que
ganar las batallas de Bomboná, Pinchincha, Junín y, más tarde, Ayacucho. Sólo
cuando haya terminado la gesta emancipadora podré encargarme de todas esas
pendejadas que me piden”.
Ni más
ni menos que como Hugo Chávez, quien primero tenía que acabar con el
imperialismo yanqui y el capitalismo globalizador antes de ordenar recoger la
basura.
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