FERNANDO HENRIQUE CARDOSO, RICARDO LAGOS 01 de octubre de
2016
Por
primera vez en 52 años, una niña nació en una Colombia en paz. Vino al mundo el
26 de septiembre, minutos después haberse firmado el histórico Acuerdo de Paz.
Este es un logro impresionante, porque, después de todo, la vida de cada
colombiano vivo ha estado marcada por una guerra de medio siglo. El camino para
llegar al acuerdo estuvo lleno de dificultades y lo que viene para el país en
orden de asegurar la consecuente paz, será aún más desafiante.
Un
reto grande se avecina rápidamente. Los colombianos tendrán que acudir a las
urnas para ratificar, en el plebiscito del próximo 2 de octubre, el acuerdo, al
que no fue nada fácil llegar. Y aunque tiene algunos defectos –no hay tal cosa
como un acuerdo perfecto-, este es, de lejos, el mejor al que se ha llegado con
la guerrilla más grande -las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia,
FARC-EP-. Pondría fin definitivo al último gran conflicto armado de América
Latina.
Lo que
está en juego es mucho más que el regreso a la guerra. El acuerdo de paz
incluye grandes reformas e inversiones y podría mejorar la calidad de vida de
la mayoría de los colombianos, especialmente los más pobres en las zonas
rurales. No sólo reclama reformas agrarias: ofrece, además, un nuevo enfoque
para abordar el problema de las drogas ilícitas, incluyendo el restablecimiento
de la autoridad gubernamental en áreas antes controladas por las FARC.
Es
comprensible que los colombianos tengan prevenciones frente a concesiones a las
FARC. Después de todo, más de 220.000 soldados, guerrilleros y civiles han
muerto en los combates, y casi siete millones de colombianos han sido
desplazados de sus hogares durante el último medio siglo. Existen
preocupaciones reales acerca de si la guerrilla entregará todas sus armas con o
sin supervisión de la ONU. Tienen motivos para ser cautelosos, este camino lo
han recorrido antes.
Podría
decirse que la cuestión más delicada tiene que ver con el tema de cómo tratar
los crímenes de guerra. Según los términos del Acuerdo de Paz, aquellos que
admitan las atrocidades más graves, incluidas las ejecuciones, recibirán penas
reducidas de solo cinco a ocho años, con la obligación de prestar servicio
comunitario. Y a aquellos implicados en delitos menos graves –como el tráfico
de drogas- se les concederá amnistía. Muchas personas sienten que esto deja
libres muy fácilmente a los soldados y guerrilleros que han violado derechos.
El
tema de la adjudicación de responsabilidad por crímenes de guerra suele ser una
de las partes más difíciles en un proceso de paz. Los críticos a menudo
presentan el tema como una elección entre paz o justicia. Esa es una falsa
dicotomía. Colombia puede lograr ambos. Si las autoridades implementan el
acuerdo de paz con cuidado, deberán ser capaces de conciliar los intereses y
las necesidades legítimas de las víctimas, con los requerimientos legales de
hacer que los criminales respondan por sus delitos.
El
coraje y la convicción de los líderes de Colombia no tienen paralelo en la
historia reciente. Las negociaciones en La Habana, que empezaron en el 2012,
fueron tensas y agotadoras. Sin embargo, los equipos negociadores sacaron el
proceso adelante. A todo lo largo del proceso fueron desafiados por un coro de
voces hostiles y una creciente polarización en todo el país.
Es por
supuesto el pueblo colombiano, incluyendo víctimas y sobrevivientes, el que debe
ser reconocido. Cuando el presidente Santos firmó el acuerdo, anunció: “Hoy es
el comienzo del fin del sufrimiento, el dolor y la tragedia de la guerra”. Son
los que han sufrido más, quienes le están dando a la siguiente generación una
oportunidad que muchos ciudadanos creyeron nunca se materializaría, la
oportunidad de vivir en paz.
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