CARLOS PADILLA ESTEBAN 09 de octubre de 2016
Hoy
escucho hablar de la lepra. Esa enfermedad que convertía a los hombres en
impuros. Los aislaba en lugares cerrados. Morían solos lentamente. Y su campana
los alejaban de los hombres sanos. Eran impuros, apartados del mundo.
Pecadores. Pedían compasión desde lejos.
Esa
era su mayor herida: vivir desde lejos. Desde donde no contaminaban a lo puros
y sanos. Desde donde no incomodaban ni estorbaban. Desde donde nadie los tocaba
ni los miraba.
Hoy
diez leprosos gritan desde lejos y piden algo que Jesús siempre da: compasión.
Piden misericordia: “Vinieron a su encuentro diez leprosos, que se
pararon a lo lejos y a gritos le decían: – Jesús, maestro, ten compasión de
nosotros”.
En la
distancia le gritan a Jesús. Y Jesús los ayuda desde la distancia.
No piden que les toque. Solo piden ser curados. Quieren quedar limpios. Pero no
se acercan. Saben que son impuros y gritan de lejos. Siempre me impresiona ese “de
lejos”: “Se pararon a lo lejos”.
A
veces mi enfermedad, mi pecado, me hace sentirme impuro. Y me quedo lejos. Pienso
que no puedo acercarme a Dios, a los hombres. Pongo el límite humano, no soy
digno. Y no me acerco. Es el mismo límite humano impuesto por los hombres
frente a los impuros.
Pienso
que a veces yo no me acerco y le grito a Jesús desde lejos. Me siento impuro,
pecador, indigno. Quiero quedar limpio. Pero no me atrevo a acercarme para que
Jesús me toque. Tal vez temo el desprecio y la condena. Es mejor
autoexcluirse que sentir cómo te excluyen.
Tal
vez lo mismo les pasa a ellos. Están cansados de estar lejos de la vida, de los
demás. Están cansados de estar al borde del camino por donde pasan los hombres
puros.
Hoy
hay tantos hombres marginados, impuros, rechazados. ¿Dónde está mi compasión hacia
el que es tachado de impuro? ¿Dónde mi capacidad de sufrir con los que sufren a
mi lado?
Muchas
personas enfermas vienen a mí pidiendo compasión. No que las cure. Porque no
puedo. Simplemente me piden misericordia. Y su lepra me recuerda mi propia
lepra. Su herida mi herida.
¡Cuántas
personas heridas y enfermas hay a mi alrededor! Vienen a verme a mí que también
como ellos estoy herido. Quiero ser compasivo como Jesús. ¡Cuántas
veces me he puesto una coraza, me he acostumbrado al sufrimiento de los demás y
los alejo! Su dolor ya no me hace daño y paso de largo.
Jesús
pasó por este mundo compadeciéndose de los hombres. Sintiendo lo que cada
hombre sentía. Lo hizo suyo. Se metió en el corazón, no pasó
de puntillas. Y eso es algo que siempre he admirado en las personas que se dejan
tocar, invadir. En aquellos que se meten a fondo y no pasan de largo ante la
puerta de los demás.
Jesús
vivió compadeciéndose de cada hombre. Por eso estos leprosos
le piden compasión. Sólo eso, compasión.
Sé que
Jesús se acercaba normalmente a los enfermos, a los leprosos, a los impuros y
los tocaba: “Jesús ‘toca’ a los enfermos. A veces Jesús ‘agarra’ al
enfermo para transmitirle su fuerza y arrancarlo de la enfermedad. Otras veces ‘impone
sus manos’ sobre él en un gesto de bendición para envolverlo con la bondad
amorosa de Dios. En otras ocasiones ‘extiende su mano y lo toca’, para
expresarle su cercanía, acogida y compasión. Así actúa sobre todo con los
leprosos, excluidos de la convivencia”[1].
Toca
al enfermo. Se expone a quedar Él impuro. Porque la lepra se contagia
con el tacto. Una mano enferma podía transmitir la enfermedad. La impureza nos
aísla. La impureza nos vuelve impuros. Pero una mano misericordiosa
puede sacarnos de la impureza. Eso hacía Jesús.
El
otro día leía: “Las manos de Jesús bendicen a los que se sienten
malditos, tocan a los leprosos que nadie toca, comunican fuerza a los hundidos
en la impotencia, transmiten confianza a los que se ven abandonados por Dios,
acarician a los excluidos”[2].
Me
conmueven esas manos de Jesús que tocan, acarician, sanan, levantan, sostienen.
Me gusta el Jesús que toca y se inclina ante el que sufre, sobre el enfermo.
Quiero a Jesús que viene a mí y me toca sacándome de mi soledad. Su presencia
me salva de mi aislamiento.
Lo
hace sin mandarme hacer nada. Lo hace con ese amor que se derrama sobre mi
vida. Lo sé, lo he leído, en otras ocasiones. Jesús abraza, toca, se
expone al contagio y salva. Lo hace con sus manos. Les muestra su amor en
un gesto de intimidad, de perdón, de amor.
Me
emocionan esas manos que quieren salvarme. Me conmueve su compasión, su
apertura, su humanidad, su corazón abierto. Jesús me muestra al Dios que cada
día sale de sí mismo para tocar con sus pies mi camino. Llega hasta mi aldea,
hasta mi corazón, hasta mi herida. Para tocarme.
Quiero
vivir como Él. Así, con el alma abierta a cada persona y cada acontecimiento
que Dios quiere regalarme.
Hoy
Jesús tiene compasión pero no toca a los leprosos. Les
pide que vayan a los sacerdotes: “Id a presentaros a los sacerdotes”. ¿No
es mejor el tacto? ¿No es mejor el abrazo de Jesús expresión de su
misericordia?
¿Por
qué no tocó Jesús a estos diez leprosos?¿Bastaría con ir a ver al
sacerdote? ¿Bastaría con presentarse ante él para ser curados? Hoy
Jesús no los toca.
Hoy
también escuchamos que Naamán era un hombre enfermo de lepra. Cree en el
profeta Eliseo y queda sano. Eliseo tampoco lo toca: “En aquellos días,
Naamán de Siria bajó al Jordán y se bañó siete veces, como había ordenado el
profeta Eliseo, y su carne quedó limpia dela lepra, como la de un niño”.
No hay
contacto. Sólo una petición. En ambos casos una orden aparentemente
inocente. Naamán creyó en el profeta y quedó curado. Tocó la compasión de Dios
y creyó cuando parecía absurdo bañarse siete veces en ese río. Y él se fió no
siendo judío. Creyó en el Dios de los judíos. Me conmueve su fe imposible.
Los
leprosos creen en Jesús y quedan también curados al hacer lo que les manda. A
veces alguien nos pide hacer cosas extrañas para lograr cambiar. Para crecer en
la vida. Para encontrarnos con Dios. Pero nosotros no nos fiamos de cualquiera.
Hoy
Jesús se sale de sus esquemas. Sabe del dolor de esos leprosos por estar fuera
de la comunidad. Lo sabe. ¡Cuánta soledad habrán sentido! ¡Cuánto miedo y
cuánto anhelo de ser sencillamente parte de un grupo!
Jesús
lo conoce. Es delicado. No basta con curar. La curación de un
leproso tiene que certificarla un sacerdote para que pueda de nuevo participar
en la vida pública. El sacerdote lo declara limpio y puede integrarse
nuevamente en la comunidad.
Esa
herida del aislamiento duele más que la de la piel. Nadie los toca, nadie se
acerca. Hoy Jesús tampoco los toca. Simplemente da una orden desde
lejos. Los leprosos actúan con fe creyendo lo que Él les dice. Confían
en Él. Inmediatamente se marchan a buscar al sacerdote.
Dejarán
de ser excluidos. En el camino se dan cuenta de que están limpios. La lepra
desaparece y vuelven a ser puros. Ellos, como Naamán frente a Eliseo, se han
fiado de quien les manda y han actuado.
Confiaron
en Jesús y quedaron sanos. No hay tacto, ni manos bendiciendo. No
hay un abrazo de misericordia. Perola palabra de hoy tiene fuerza sanadora. Una
fuerza que sorprende. Una orden y se ponen en camino. Basta una palabra
de Jesús y quedan curados. Ellos confían.
Ellos hacen lo que Jesús les dice y se ponen en camino: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”. Tienen fe y creen en su poder. Eso seguro. Es esa fe que a mí a veces me falta. Si tienen que ir al sacerdote quiere decir que eso basta.
Ellos hacen lo que Jesús les dice y se ponen en camino: “Y, mientras iban de camino, quedaron limpios”. Tienen fe y creen en su poder. Eso seguro. Es esa fe que a mí a veces me falta. Si tienen que ir al sacerdote quiere decir que eso basta.
Ya de
camino quedan sanos. Sanan su herida más honda de marginación. Creen y quedan
curados. Su fe los salva. Quedan curados de camino, antes de llegar. Tal
vez ya lejos de la vista de Jesús. Los diez. Todos los que pidieron con fe. Y
todo sucede yendo de camino.
Llegarán
al sacerdote ya curados. De camino. Cuando aún no han llegado a la meta. En
medio de su camino.
Sólo
uno es agradecido: “Uno de ellos, viendo que estaba
curado, se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los
pies de Jesús, dándole gracias”. Sólo uno volvió a Jesús.
Es
curioso. Nueve se olvidan de volver. O simplemente emprenden una nueva vida
integrándose en la comunidad con la certificación del sacerdote. Tal vez no
saben dónde ir, cómo vivir, qué hacer, pero ya son puros. Puede que ahora
prefieran seguir su propio camino y se olvidan de Jesús. Sólo vuelve uno.
A
veces pasa eso en nuestra vida. Suplicamos a Dios en la enfermedad. Nos
olvidamos de Él en la salud. Me impresiona lo desagradecido que puedo
llegar a ser. Logro lo que quiero y no pienso en agradecer a Dios. Me gusta
lo que recibo y me alegro. Pero no doy gracias. Soy desagradecido. Me resultan
las cosas que intento. Y no agradezco. Voy a lo mío. Sigo mi curso.
Los
nueve que no volvieron no hicieron nada malo. Simplemente no volvieron a
agradecer. No hicieron algo más. No dieron más de lo que les había pedido
Jesús. Es verdad. No pecaron. Simplemente no fueron generosos.
¿Quién
volvió a dar gracias? Sólo uno: “¿No han quedado limpios los diez?; los
otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar
gloria a Dios? Y le dijo: – Levántate, vete; tu fe te ha salvado”.
Me
emociona que Jesús lo alaba. Fueron diez a ver al sacerdote, eran diez los
sanados, eran diez los que comenzaron una nueva vida en familia.
¿Quién
volvió para dar gracias? El más pobre. El más herido. El que menos esperaba y
más necesitaba. Jesús se preocupó por él, lo sanó, y era, no
sólo leproso, sino también samaritano. Eran enemigos los judíos y los
samaritanos. Jesús, siendo judío, lo cura a él, que es samaritano.
Quizás
los demás esperaban el milagro. Quizás los otros tienen lo que pidieron, lo que
esperaban. Pero él, ¿cómo iba a esperar que un hombre judío se
detuviera ante él, lo sanara, y lo restituyera? Él no merecía su mirada, ni
la esperaba.
Tal
vez por eso, porque no lo esperaba y no daba por evidente el milagro,
su corazón saltó de alegría y volvió agradecido. Desbordado. Jesús vio su
anhelo más profundo, su soledad más honda, su necesidad de que alguien lo
mirase como hombre.
Tenía
más que agradecer, nada que perder, y por eso, la misericordia de Jesús cambió
su vida. Sólo él volvió a postrarse ante Jesús. No quería olvidarse de Él. No
quería volver a su vida anterior, sano, dejando atrás su historia pasada.
Este
hombre quería volver a quien le dio un amor que nadie le había dado antes.
Alabó a Dios, y se puso ante Jesús con humildad. Comenzó a creer en el
amor que merece la pena, no sólo en el poder curativo de Jesús.
Seguramente,
de los diez, fue el que se hizo discípulo para siempre. Fue el más necesitado y
el que más recibió. Quizás, el único que se sorprendió. ¿Me sorprende
todavía el amor de Dios en mi vida? ¿O ya lo veo como algo evidente, como un
derecho?
No
puede ser agradecido quien vive la vida exigiendo. Dios siempre da más de lo
que le pido. Este samaritano vivió esa gratuidad. Los otros
nueve leprosos recibieron lo que pidieron: estar sanos, volver con los suyos.
Jesús cumplió con su deseo. No quiero ser nunca así. Pedir a Dios y
acostumbrarme a que me de lo que deseo.
Quiero
vivir como ese samaritano, sin derechos, recibiendo y agradeciendo todo como
inmerecido
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico