CARLOS PADILLA ESTEBAN 15 de octubre de 2016
Sé que
Dios mira mi vida con infinito respeto. Me ve batallando en medio de la vida,
en mi bosque, en mi montaña. Me ve luchando por tocar la meta. Me ve dándolo
todo y respeta mis tiempos, mi camino, mis decisiones. No me juzga, no me
condena.
Creo
en el poder sagrado que tiene el respeto en mí, en cada
persona. Lo noto. Ese respeto de Dios al crearme. Ese respeto que me pide que
tenga yo mismo ante la originalidad de los otros, ante sus tiempos, ante su
vida. Ese mismo respeto que Dios me tiene a mí cuando me ve cansado, o
descansado. Respeta mi libertad como el don más sagrado que me ha confiado.
Una
persona me decía: “El respeto a la libertad individual es un arma muy
poderosa de atracción y conversión. Mientras que las normas, los ritos, los
corsés, siempre me han parecido límites y frenos”.
Me ha
hecho libre, me quiere libre. Pero a veces me ato, me esclavizo en corsés.
¿Cómo puedo hacer para distinguir bien el límite? ¿Hasta dónde ha de llegar mi
respeto? ¿Hasta dónde tiene que cambiar el otro para que yo lo siga
respetando?
Tal vez
prefiero pecar por exceso que por defecto en mi respeto a los demás. Ser
más respetuoso que entrometido. Liberar más que esclavizar. Quiero observar
la vida y esperar. No atarme a los moldes.
Pero, ¡cuánto
me cuesta la espera paciente! A veces veo el rumbo que alguien sigue y
me turbo. Y me asustan sus pasos en el bosque. Veo las posibles consecuencias
de sus decisiones. Tal vez veo el bosque completo, o aplico mi experiencia
pasada.
Y me
da miedo no intervenir como un padre prudente ante la decisión errada de su
hijo. Quiero detener el curso de los acontecimientos y evitar el desastre. No
quiero que sufran los que yo amo. No quiero el escándalo de los que educo.
No quiero el pecado del que guardo en mi alma.
Y vivo
convencido de que yo sé lo que pasa cuando se hacen ciertas cosas. Y entonces
no respeto y quiero intervenir. Otras veces quiero que una persona viva con
intensidad lo que yo he tardado años en comprender. Y exijo lo que yo mismo a
veces ni siquiera hago.
No
respeto los tiempos, ni las formas. No sé educar como Dios me educa a mí,
respetando con mucho amor mis errores y decisiones.
Muchas
veces me gustan más los moldes que el respeto. También conmigo
mismo. Cuando me impongo moldes a mi vida, por miedo a equivocarme. Porque el
molde me da seguridad. Y el riesgo me asusta. Quiero el resultado inmediato
antes que la espera paciente. En mi vida, en la de los otros.
El
padre José Kentenich decía al hablar del respeto: “Respeto ante toda
vida. Nunca debemos ahogar la vida. Sólo quien tenga respeto por el
ser espiritual de los demás podrá significar algo para ellos. Tenemos que
cuidarnos del verdadero enemigo mortal del respeto. Es el molde. Donde
impera el molde tenemos la muerte de la originalidad, la muerte de la
individualidad y del verdadero respeto”[1].
El
amor y el respeto van unidos. Cuando falta el respeto, desaparece el
amor. Cuando mi amor pasa la barrera del respeto y exige, y pide más de lo
que el otro me puede dar, todo se rompe.
No
puedo olvidarme del respeto ante la vida sagrada que se me confía. La de
aquellos que me aman. La de aquellos a los que educo. La de aquellos a los que
amo. Mi propia vida. El respeto ante lo que es diferente. El respeto ante las
distintas formas de entender la vida. El respeto ante la originalidad de cada
uno, sin caer en la tentación del molde. El respeto a aquellos que tienen
posiciones diferentes en su forma de vivir.
¡Cuánto
me cuesta detenerme y no imponer! Respetar los caminos diferentes y verlos como
sagrados. Respetar distintas formas de hacer las cosas,
sin molestarme por ello.
Yo siempre
quiero que me respeten. Se lo exijo a Dios, se lo exijo a los hombres. Pero
luego yo mismo dejo de respetar a otros cuando me conviene. Dejo de respetar
cuando impongo, cuando no respeto los tiempos ni los procesos personales.
Cuando sólo exijo resultados y no me pienso en lo que está viviendo el otro.
Miro a
Dios y su respeto. Dios me mira así, con misericordia, y espera.
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