Fernando Mires 03 de noviembre de 2016
Desconcierto,
irritación, enojo, y otros sentimientos nada positivos fueron los que despertó
en primera instancia la decisión de la MUD de suspender la marcha a Miraflores
anunciada por Henrique Capriles el 26-O. Las escuetas explicaciones ofrecidas
por Henry Ramos Allup contribuyeron a atizarlos. Los enemigos internos de la
MUD, así como esa cáfila de tuiteros conocida como “la oposición a la
oposición” comenzaron a vivir horas de fiesta. Al fin la MUD se había quitado
la careta. Su cobardía quedaba al desnudo. Había llegado el momento de volverle
las espaldas y plegarse a las voces disidentes de la MUD para marchar con todo
hacia Miraflores.
La
verdad, “el frenazo” fue muy brusco. Todo parecía marchar por “el lado correcto
de la historia”. Sobre todo después de que el régimen robara el RR16 y con ello
el derecho de los ciudadanos a elegir y a des-elegir. La marcha a Miraflores
iba a ser el comienzo del final. El pueblo destronaría a Maduro, el ejército se
pasaría a las masas insurrectas y los dirigentes de la oposición llamarían a
nuevas elecciones. Y de pronto la contraorden de la MUD del 01 de Noviembre lo
enfrió todo. La marcha a Miraflores fechada para el 3-N fue suspendida, hasta
nuevo aviso, a petición del Papa.
Probablemente
si la MUD hubiese convocado a una simple marcha callejera y esta hubiera sido
suspendida, “el frenazo” no habría sido tan brutal. El problema es que fue
convocada hacia Miraflores y Miraflores, en la reciente historia venezolana, es
una palabra mítica.
Si
bien Henrique Capriles intentó explicar que Miraflores no es más que un
edificio público situado en un lugar hacia el cual todo ciudadano tiene el
derecho a marchar, lo cierto fue que muchos, en su imaginación encendida,
entendieron la marcha a Miraflores como “la toma de Miraflores”. Maduro y
Cabello en sus militarizadas cabezas la entendieron, dicho con toda seguridad,
del mismo modo.
Miraflores
ocupa desde los acontecimientos de Abril del 2002 un lugar privilegiado en la
mitomanía venezolana. Desde que los militares, montados sobre desordenadas
manifestaciones derrocaran a Chávez para volver después a ponerlo, Miraflores
ha sido visto por muchos como el centro no simbólico sino real del poder. Como
escribiera Paulina Gamus en un artículo que tuvo el efecto de arrojar un
saludable balde de agua fría sobre las cabezas más calientes, Miraflores ocupa
en determinados sectores de la oposición venezolana el lugar de “la tierra
prometida”.
¿Qué
habría sucedido si hubiera tenido lugar la marcha a Miraflores tal como la
entendían algunos de los convocados? preguntó con su directo realismo Paulina.
La respuesta: o una masacre de enormes proporciones, o una hábil maniobra del
régimen, invitando a dialogar en Miraflores, o un golpe militar que derrocaría
a Maduro para instaurar un madurismo militar sin Maduro. O simplemente –se
puede agregar- un “aquí no ha pasado nada” y calabaza, calabaza, cada uno pa su
casa.
Pese a
que la oposición también ha rendido tributo al mito Miraflores, su tarea será
la de explicar en los días que sigan a la suspensión de la marcha, por qué
Miraflores no es la torre de la Bastilla ni el Palacio de Invierno. Deberá
explicar, además, que el dilema no es ir o no ir a Miraflores sino restaurar el
principio constitucional de las elecciones libres y soberanas, principio
violado por Maduro, Cabello y su gente. En otras palabras, que el tema central
no es la ocupación de Miraflores sino la
vigencia del RR16 o en su defecto, el adelanto de las elecciones presidenciales,
lucha enmarcada por una vía electoral, pacífica, constitucional y democrática.
Como se ha dicho siempre. Como debe ser.
Generalmente
las movilizaciones sociales y políticas no excluyen el diálogo, siempre y
cuando ese diálogo no obstruya ni destruya a las movilizaciones. En el reciente
caso venezolano, el llamado papal no solo interfirió a las movilizaciones sino,
además, desactivó a la protesta internacional, los gobiernos latinoamericanos
encontraron el pretexto para desentenderse del candente tema en nombre del
diálogo, y en el interior del país, desmovilizó a las fuerzas opositoras.
La
oposición, sin embargo, no tenía otra salida que acatar el llamado papal. Las
razones son varias. Esa misma oposición había solicitado con anterioridad la
mediación papal. Mal podía negarla si después de la visita de Maduro al Papa,
el Vaticano ofrecía sus artes mediadoras. Después de todo el Papa no es
cualquier tipo.
Dejemos
de lado -no vale la pena gastar palabras con esa gente- a quienes ven en
Francisco un Papa populista, miembro de una conspiración internacional en la
que participan Obama y la señora Merkel y cuyo objetivo es frenar las luchas
democráticas en aras de la estabilidad mundial.
El
Papa es, antes que nada, representante máximo de una Iglesia cuya religión –así
lo escribió Hannah Arendt (como elogio y no como crítica)- es la más
antipolítica de todas. No es una religión de libro, sus mandamientos judíos
están circunscritos al plano religioso y, por si fuera poco, sobre toda ley
pone el principio del amor a Dios y al próximo, incluyendo a nuestros enemigos.
Fue
Benedicto XVl quien desde su perspectiva profundamente teológica admitió que la
Iglesia contrajo un compromiso con la democracia occidental, no por decisión
política, sino porque es la forma de gobierno que mejor garantiza la libertad
de pensamiento y de culto, a diferencia de los regímenes dictatoriales, en su
mayoría de índole teocrático o idolátrico (el carácter idolátrico del chavismo
no escapa seguramente a la mirada vaticana).
El
poder del Papa es un poder espiritual. Justamente por eso –es la paradoja- el
Papa, a diferencia de los representantes de otras religiones, es solicitado
como mediador en diversos conflictos nacionales e internacionales. Y el Papa,
por ser Papa, no puede pronunciarse sino por la paz y por la armonía entre y
dentro de las naciones.
El rol
del Vaticano no es por lo tanto tomar partido, y si lo toma debe hacerlo en
contra de toda confrontación y conflicto (o si no, no sería mediador). El
problema, es que sin confrontación ni conflicto, no hay política. Pero como el
Papa no puede ni debe suprimir a la política, su tarea es evitar que la
política sea desbordada y llegue a transformarse en una guerra. Eso explica la
presencia de su enviado en Venezuela, país cuya gran mayoría profesa la
confesión católica. Con ciertos ribetes paganos sí, pero católica.
Bajo
esas condiciones la oposición no podía sino aceptar la mediación papal, acatar
sus disposiciones y acceder a sus solicitudes en aras de una paz que, frente a
las condiciones de guerra interna impuestas por el régimen militar de Maduro
(su palabra más recurrente es guerra) solo puede convenir a la oposición. Más
todavía si la exigencia de la oposición es el restablecimiento de la norma
constitucional violada por el régimen.
La
oposición, en verdad, no tiene nada que negociar. Su petición es solo una: que
el régimen acate la Constitución. Dentro de esa Constitución está el
Revovacorio y la liberación de los presos políticos. Fuera de la Constitución
solo está la dictadura, la represión y las cárceles.
Naturalmente,
la MUD es conciente de que el régimen, con la mediación papal, solo busca
reconocimiento democrático internacional y ganar tiempo al “enemigo”. Para
obtener lo primero ha liberado a algunos presos políticos. De a poco, tal como
hacen los asaltantes de banco cuando toman como rehenes al personal y sueltan
uno a uno a cambio de concesiones. Espectáculo cruel y deplorable. Para obtener
lo segundo, utilizará la buena voluntad papal y solicitará alargar al máximo
los plazos de mediación. La MUD deberá ser en ese punto implacable. Los plazos
no pueden alargarse hasta el infinito. No más de una semana, dijo Capriles.
El
régimen no está en condiciones de exigir nada. Solo debe restablecer la
Constitución. Con la Constitución restablecida no habrá presos políticos y las
elecciones deberán ser fijadas en el tiempo más rápido. En esas circunstancias
lo más probable es que el diálogo fracasará. Pero no será por culpa de la MUD.
Y esto es muy, pero muy importante.
La
MUD, como representante de los partidos de la oposición está facultada para
convocar y por lo mismo para desconvocar. De acuerdo al principio de delegación
no está obligada a dar cuenta de cada uno de sus pasos. Pero si se trata de un
viraje, o en este caso, de un “frenazo”, sí debe dar cuenta clara a sus
seguidores. Ojalá por escrito, en un comunicado público puesto al alcance de
cada ciudadano. Si no lo hace se expone a pagar altos precios políticos, a
fomentar la división y a crear innecesarias desmovilizaciones.
Padecemos
de un problema comunicacional, han dicho algunos dirigentes de la MUD. Puede
que así sea. El problema, sin embargo, no es técnico. Obedece a una concepción
política muy latinoamericana de acuerdo a la cual los movimientos están
divididos en vanguardias y en retaguardias. Estas últimas son concebidas como
masa en permanente disposición a la que es posible movilizar para allá o para
acá. Pero los seguidores de la MUD no son iguales a los del PSUV.
La MUD
es un frente de partidos, es decir de partes diferentes. Por lo mismo, sus
divisiones son inevitables. En ciertas ocasiones, necesarias. Los simpatizantes
y partidarios de la MUD son deliberantes. A través de las redes y de otros
modos de comunicación forman –a veces de modo muy primitivo- diversas opiniones.
Pueden transformarse en multitudes pero no son “masa” en el sentido tradicional
del término. Piensan y actúan. No son objetos, son sujetos. Saben cuando hay
que ir a una manifestación o cuando hay que quedarse en casa. Por eso hay
marchas que han sido escuálidas y otras apoteósicas. En suma, los partidarios
de la MUD no son solo público. Son actores políticos y como tales deben ser
informados. Sobre todo cuando se toman decisiones tan fundamentales como fue
“el frenazo”.
Lo
último ha sido escrito en un tono muy crítico pero a la vez muy solidario.
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