Por Miguel Ángel Martínez
Meucci
En Venezuela de nuevo salta
a la palestra el tema del “diálogo”. Desde luego, el hecho de que algún tipo de
diálogo (una práctica normal en democracia) sea noticia en un país siempre
indica que las cosas están mal y que se está ante una situación complicada. No
es ésta la excepción, pero como todo episodio político es siempre único,
irrepetible, coyuntural y contingente, se hace necesario entenderlo en su
singularidad. Y para eso hace falta comprender la manera de pensar de los
principales actores políticos involucrados, así como el contexto donde se
desenvuelven. Empezaremos aquí por el contexto y luego comentaremos algunos
aspectos sobre los actores.
El gobierno de Nicolás
Maduro empezó el cuarto año de su mandato presidencial con los peores
pronósticos: en todas las encuestas aparecía como una figura sumamente
impopular, sobre todo por los desastrosos resultados de las políticas heredadas
de Hugo Chávez que se empeñó en mantener. Además, acababa de perder dos tercios
de la Asamblea Nacional en las elecciones parlamentarias del 6D. Y con la
conquista de semejante “supermayoría” en el Parlamento, la oposición política estaba
en capacidad (al menos en teoría) de activar varias vías constitucionales que
podrían, eventualmente, terminar dando como resultado la salida de Maduro de la
presidencia en 2016.
Recordemos que, de acuerdo
con el Artículo 233 de la Constitución de 1999, si la falta absoluta del
Presidente tiene lugar antes de que se cumplan los cuatro primeros años del
mandato, corresponde entonces realizar una nueva elección presidencial dentro
de los siguientes 30 días. Dicha falta absoluta podía producirse, por ejemplo,
mediante Referendo Revocatorio, por renuncia presidencial o por abandono del
cargo declarado por la Asamblea Nacional. Por consiguiente, la vía de la falta
absoluta del Presidente, propiciada mediante mecanismos democráticos, legales y
constitucionales que podían ser activados por el Parlamento, parecía (al menos
en principio) la vía más expedita para intentar la implementación del cambio
tan constitucional como drástico que los venezolanos venían reclamando de mil
maneras posibles a la clase política. Por lo tanto, el principal objetivo
político del oficialismo, o al menos de la gran mayoría de sus integrantes en
altos cargos de gobierno, era lograr que Maduro resistiera en la presidencia al
menos hasta llegar al quinto año de su mandato: el 10 de enero del 2017.
A las fuerzas políticas de
oposición se le fuerno muchos meses debatiendo, en primer lugar, si la salida
de Nicolás Maduro era lo que realmente querían los venezolanos; en segundo
lugar, definiendo por consenso o mayoría la vía para desarrollar esa salida, y
en tercer lugar, intentando la implementación del referéndum revocatorio
(Referendo Revocatorio, la vía procedimentalmente más larga, pero que
canalizaba un mayor apoyo popular verificable por mecanismos institucionales).
Estaba claro, no obstante, que cualquiera de las vías constitucionales
requeriría una considerable y constante movilización ciudadana, dada la
ausencia de estado de derecho que campea en el país.
Al final, ha venido pasando
algo que no era en absoluto imprevisible: el oficialismo ha empleado su control
autocrático y fraudulento del Consejo Nacional Electoral y de los distintos
tribunales de la república para diferir y abortar inconstitucionalmente la
consulta solicitada por la ciudadanía. Entre tanto, ha llegado ya el mes de noviembre
del 2016, y mientras el régimen ve cada vez más cerca su meta inmediata de
permanecer en el poder hasta al menos hasta el 2017, al menos 30 sentencias del
Tribunal Supremo de Justicia han bloqueado todo tipo de resoluciones de la
Asamblea Nacional, el país experimentará más de 700% de inflación al final de
este año, la seguridad personal y jurídica está por los suelos, los servicios
básicos experimentan un colapso atroz, las instituciones se desmoronan y los
venezolanos viven un calvario que no hace falta que nadie les describa.
Con respecto a los actores
involucrados, y por lo visto hasta ahora, el comportamiento de ninguno de ellos
contradice sus trayectorias y comportamientos anteriores. Si miramos al
oficialismo chavista, veremos que el Referendo Revocatorio del 2016 no es el
primer referéndum que desmonta por vía judicial , ni
es la primera maniobra que evidencia su carácter autocrático. Recordemos en tal
sentido, por poner algunos ejemplos, la jubilación forzada de los miembros de
la Sala Electoral del TSJ en 2004, la aprobación de leyes orgánicas con mayoría
simple ese mismo año, la implementación por vías alternas de las propuestas
rechazadas por referéndum en 2007, las burdas maniobras para permitir a Maduro
ser candidato ganador en las presidenciales de 2013, por no hablar del
hostigamiento y represión continuos a la oposición política en particular y a
la sociedad civil en general.
Tampoco es la primera vez
que el oficialismo chavista concibe el “diálogo” como un mecanismo de dilación,
una herramienta para dividir al adversario, una maniobra para ganar tiempo y un
disfraz que le hace aparecer como más abierto, tolerante y pacífico de lo que
realmente es. A partir de la experiencia acumulada durante los diálogos de
2002-2004, y con el útil precedente del 2014, el chavismo ha comprendido cómo
hacer del “diálogo” una fórmula para la victoria política (no todas las
victorias políticas se alcanzan en las urnas). Y lo emplea de formas cada vez
más sutiles, condicionándolo de modo tal que no se compromete a nada mientras
gana con el paso del tiempo.
Por eso no se puede decir
que este nuevo intento de “diálogo” (publicitado cuando todavía está fresca la
tinta de las decisiones judiciales por las que se paralizó el Referendo
Revocatorio, y una semana después de que desde la oposición se denunciara un
“golpe de Estado” por parte del régimen de Maduro) toma por sorpresa a los
demócratas. Procesos de diálogo hubo en 2002-2003 con el respaldo de la OEA y
el Centro Carter, y en 2014 con el acompañamiento de UNASUR. A Zapatero,
Torrijos y Fernández los hemos visto acercándose por Venezuela durante todo el 2016,
nuevamente con el respaldo de UNASUR, e incluso antes, en 2015, cuando formaron
parte del “programa de acompañamiento internacional” de las elecciones del 6D.
Varios miembros de la oposición han participado en dicho proceso, a pesar de
emitir fallidos desmentidos. Y no es la primera vez que en la oposición hay
división de opiniones (y de fuerzas) con respecto a cómo abordar las
conversaciones con el régimen.
En todas estas
oportunidades, los representantes del régimen chavista han brillado por su
falta de escrúpulos y mala fe, por el incumplimiento de lo acordado y por un
manejo propagandístico de los diálogos que en ningún sentido evidencia algún
grado de compromiso con las negociaciones, sino más bien el deliberado intento
de mellar la unidad opositora para así permanecer en el poder.
No parece necesario explicar
que el diálogo en sí mismo es necesario para toda convivencia democrática, y en
el caso de Venezuela, para la recuperación de la democracia como tal. Sin
embargo, sí parece necesario volver a señalar que, tal como el Secretario General de la OEA, Luis Almagro, se lo
señalara en junio a Zapatero , en reunión del organismo
hemisférico, “dialogar no es sentarse a hablar, es demostrar compromisos con la
democracia, con el respeto a los derechos humanos, con la inexistencia de
presos políticos, con no tener detenciones arbitrarias”. En consecuencia, ¿cómo
puede entender la opinión pública que varias fuerzas políticas de la MUD
acepten, precisamente ahora, precisamente unos días después de denunciar un
“golpe de Estado”, sentarse en un diálogo que se plantea en los términos que
pone el gobierno?
Se ha dicho que la razón es
que justamente ahora el Vaticano accede a las peticiones de lado y lado para
participar en dichos diálogos. Surgen entonces las siguientes interrogantes:
1. ¿Basta con la
llegada del enviado papal para que la oposición deponga las demás exigencias
expresadas con anterioridad para sentarse a dialogar?
2. ¿Esta circunstancia
es suficiente para que la propia MUD, que a través de la Asamblea Nacional
elaboró dos acuerdos en los que anunció que desconocerá las disposiciones de
este régimen que contravengan la Constitución (el “Acuerdo sobre el rescate de
la democracia y la Constitución”, del 13 de octubre, y el “Acuerdo para la
restitución del orden constitucional en Venezuela”, del 23 de octubre), emita
ahora una señal confusa que, por lo visto, necesita demasiadas explicaciones
ante la opinión pública?
3. ¿Qué tiene que ver
el diálogo político con el Referendo Revocatorio, cuando este mecanismo
constitucional está sometido a disposiciones constitucionales y legales que no
requieren diálogo ni negociación, sino la correcta interpretación de las normas
vigentes y la voluntad ciudadana suficiente de ejecutarlo?
4. ¿Por qué suena tanto
la idea de optar ahora por un adelanto de elecciones, si ese sería precisamente
el resultado de realizar el Referendo Revocatorio en el 2016?
5. ¿Se puede, en última
instancia, tolerar la anulación inconstitucional de un mecanismo activado por
la voluntad popular a cambio de presuntas soluciones acordadas en una mesa de
diálogo, pero desprovistas de garantías?
6. ¿No será que, al fin
y al cabo, al régimen le basta con un par de meses de maniobras de distracción
para hacer olvidar la anulación del Referendo Revocatorio y alcanzar su
objetivo inmediato?
7. ¿Hay alguien en la
MUD a quien le convengan o parezcan válidas estas opciones?
Si el argumento con el que
se pretende justificar la aceptación de este nuevo diálogo es la intervención
papal, conviene entonces recordar lo que Human Rights Watch acertadamente señalara a El
Vaticano sobre el diálogo que ofrece Maduro en Venezuela,
apuntando que no se trata de un diálogo entre iguales, sino que de un lado hay
un “régimen autoritario” y del otro un conjunto organizaciones civiles y políticas
democráticas que son objeto de una selectiva represión. También hay que
recordar lo recientemente escrito por Aníbal Romero,
quien explica el modo en que los gobiernos de diversos estados entienden y
pretenden manejar la crisis venezolana, y cómo su interés de promover
principalmente la estabilidad en Venezuela no necesariamente coincide con las
demandas y necesidades de la población de nuestro país. A ello también cabría
agregar las recientes declaraciones del expresidente de
Bolivia, Jorge Quiroga, quien afirmó en CNN en Español que los
loables intereses de Obama y del Papa Francisco por lograr la apertura de Cuba
y la paz en Colombia no pueden alcanzarse a costa de sacrificar la democracia
en Venezuela.
Por otra parte, se comenta
también que “la debilidad del gobierno”, que lo habría forzado a consumar la
“ruptura del hilo constitucional”, lo lleva ahora a negociar las condiciones de
su irremisible salida del poder. Hay quien piensa que de esto se trata el
diálogo, y que como hay muchas cosas que no sabemos, debemos confiar en lo que
se hace. Ciertamente, siempre será cierto que son muchas las cosas que no
sabemos. Y si partimos de la premisa de que la democracia es una condición
natural de toda sociedad, y creemos que las democracias del mundo se
solidarizan automáticamente entre sí, las anteriores conjeturas podrían tener
algún tipo de asidero. Si, por el contrario, pensamos que las bases del poder
autocrático no son las mismas que las del poder democrático, que de hecho a
menudo se contraponen, y que son muchas las dictaduras que se han mantenido
largamente en el poder a pesar de ser claramente unas dictaduras, podríamos
llegar a la conclusión (preliminar, circunstancial, como todo lo que pueda
afirmarse en política) de que el gobierno de Maduro pudiera estar más bien
ganando en estabilidad mediante las artes de las dictaduras, una vez agotadas
las de las democracias. Y el diálogo falaz es una de dichas artes.
El asunto, pues, no es estar
en contra o a favor del “diálogo” en términos generales o absolutos. El asunto
es que los demócratas venezolanos acierten en desarrollar una estrategia
coherente, capaz de aprovechar coordinadamente todos los espacios de la
política (las elecciones, la “calle”, los “diálogos”, la esfera internacional,
los espacios comunicacionales) para propiciar lo antes posible el cambio
político que reclama una enorme mayoría de venezolanos (subrayo “lo antes
posible” porque está claro que el tiempo no juega a favor de los ciudadanos
venezolanos). Son muchas las cosas que se han hecho bien hasta ahora, a pesar
de tantas dificultades, y el país se encuentra ahora ante una oportunidad de
cambio muy importante, que puede capitalizarse si se hacen los esfuerzos
necesarios y coordinados en la dirección correcta, y si no se dan pasos en
falso.
Por el contrario, si el
diálogo es aceptado torpemente en los términos que impone el régimen, sin
contar con una estrategia integral, ni amplios consensos previos, ni una
política comunicacional clara, ni un uso bien articulado de la movilización
popular, ni el aprovechamiento de los factores internacionales más favorables a
los demócratas venezolanos, entonces lo más probable es que termine siendo un
nuevo episodio para confirmar la tesis de que es un error intentar el
apaciguamiento de actores políticos que no aceptan ningún tipo de límites en su
lucha por el poder.
01-11-16
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