Fernando Mires 14 de noviembre de 2016
El
triunfo electoral de Donald Trump ha puesto sobre alerta a los demócratas del
mundo.
Que de
vez en cuando un gobernante no democrático acceda al poder mediante elecciones
y desde ahí comience a desmantelar las estructuras de una democracia, es una
desgracia histórica. La desgracia es mayor cuando ese fenómeno amenaza no a un
país periférico sino a uno situado en el propio centro de la modernidad; es el
caso de los EEUU.
¿Estamos
asistiendo a una nueva caída del imperio romano? ¿O estamos viviendo la era de
la decadencia de Occidente como sugirieron algunos pensadores de la modernidad:
Spengler, Toymbee y el mismo Ortega y Gasset, entre otros? ¿Es acaso la
democracia, la madre que cría a los cuervos que le arrancarán los ojos?
Convengamos:
la democracia es un producto de la razón. No obstante, basta recordar el famoso
dibujo de Goya para saber que la razón también produce monstruos. Esos
monstruos son nuestras pasiones en estado de rebelión en contra de la razón
cuando esta se vuelve tiránica. Pues vivir en democracia, sometidos a leyes y a
reglamentos, reprimiendo día a día nuestros deseos de posesión, de agresión y
destrucción, no es tan fácil.
Nadie
nació siendo demócrata. La infancia es el periodo de la barbarie en cada uno de
nosotros y regresar a ella es una tentación que nos amenaza día a día. Quiero
decir, así como existe un malestar en la cultura (Freud) existe un malestar en
la democracia. Ahí reside justamente la fascinación que produce cada cierto
tiempo la aparición de políticos no democráticos (así al menos se mostró Trump
durante la campaña electoral).
¿No
fue esa la razón por la cual un Berlusconi fue seguido con tanta pasión? Su fetichismo
sexual, su desfachatez, su ausencia de principios, sus millones mal habidos,
hacían regresar (regredir) a sus electores a aquel mundo renacentista donde
príncipes carniceros dictaban leyes a pleno antojo y conveniencia.
¿No
fue ese también uno de los motivos por los cuales el militar venezolano Hugo
Chávez llegó a ser adorado hasta el punto de que sus partidarios terminaron por
fundar una religión idolátrica en su nombre? Chávez, más allá de sus virtudes y
defectos, hacia retornar a sus seguidores al periodo más infantil de la
política, a aquel donde no hay orden ni leyes, a ese reino donde los deseos
primarios imperan por sobre los dictados de la razón.
Donald
Trump ha sido comparado injustamente con Hugo Chávez. Trump irrumpió en un país
donde la única dictadura ha sido la Constitución. Su objetivo –esa es la gran
diferencia con Chávez- no es destruir la democracia (aunque quisiera, no podría
hacerlo). No obstante, no desde un punto de vista político pero sí psíquico, la
comparación es lícita.
Trump,
con su desfachatez, su insolencia, su brutalidad, su misoginia, su xenofobia y
su homofobia, ha sido visto por muchos como el hombre capaz de rebelarse en
contra de las reglas que se deducen de la corrección política. La suya no es
una rebelión en contra de la legalidad sino en contra de la ética. No es en
contra de las leyes pero sí es en contra de las normas.
Trump,
a diferencia de Chávez, no romperá con las leyes. Pero sí lo hará –ya lo ha
hecho- con las reglas básicas de la urbanidad. No es casualidad que su mayor
votación no la haya obtenido en las grandes urbes sino en las ciudades
pequeñas. Recordemos: los griegos llamaban bárbaros a todos quienes vivian
alejados de la urbe política: la polis
Podría
ser -y con esta hipótesis estaríamos recién entrando al problema- que, bajo
determinadas circunstancias, un exceso de democracia, en un mundo tan
reglamentado donde hasta la política se convierta en superflua, pueda ser letal
para la vida social así como un exceso de racionalidad lo es para la vida privada.
El problema no es nuevo. Fue el mismo que nos planteó Aristóteles en los
orígenes de la democracia.
Lo
cierto es que gente como Trump parece ser expresión de un cada vez más
creciente malestar en (y con) la democracia. Y no solo en los EE UU. Trataremos
ese tema en un próximo artículo.

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