Por Ángel Oropeza
La alegría es una de las
seis emociones básicas que ha identificado la investigación psicológica. Desde
el punto de vista físico, su aparición se relaciona con la liberación de
endorfinas, que ayudan a aliviar el dolor, aumentan la resistencia de mente y
cuerpo, hacen que funcionen mejor los órganos del cuerpo y que nuestro cerebro
trabaje con mayor claridad y eficiencia. Psicológicamente, se asocia con
satisfacción afectiva, sentimiento de bienestar general, altos niveles de
energía y propensión a conductas de apertura.
Dado lo anterior, es fácil
entender por qué la alegría es incompatible con la imposición. Es un
contrasentido neuropsicológico alegrarse por la fuerza o solo porque alguien lo
ordene. Se podrán disimular falsas sonrisas y hasta forzar expresiones de
agrado, pero acatar la orden de alegrarse a juro es simplemente un dislate.
Desesperados por intentar
que la gente olvide su muy oficialista tragedia cotidiana, Maduro y la triste
cofradía del decadente establishment ha inventado su más reciente y delirante
ridiculez. Y en una mezcla de cursilería con cinismo como solo el oficialismo
puede hacerlo, han ordenado la alegría de la Navidad por decreto.
Desde noviembre, todos los
burócratas del gobierno, empezando por Maduro, han asumido la bufa conducta de
animadores de feria barata y no hacen otra cosa que “ordenar” que la gente baile,
se ría y sea feliz. Desde el encendido de la Cruz del Ávila un mes antes,
pasando por unas extrañas cuñas invitando a “prender la luz que es diciembre”
(¿sabrá Corpoelec de este autosaboteo a su plan de racionamiento?), hasta
llegar a los pasitos de salsa presidenciales y a los griticos histéricos de
funcionarios mediocres, lo cierto es que Venezuela debe ser el único país del
planeta donde los que gobiernan creen que se puede imponer a juro la alegría.
Frente a esto, ¿cuál ha sido
la respuesta de la gente? El más reciente estudio de la Universidad Católica
Andrés Bello sobre actitudes de los venezolanos hacia su país y su realidad
política (Ratio-UCAB, noviembre 2016) arroja algunas respuestas.
Preguntados sobre qué tiene
pensado hacer en diciembre –un mes en el que históricamente la gente viaja o se
traslada al interior del país a reencontrarse con familiares y amigos–, 86,8%
de los encuestados respondió que no podía hacer otra cosa este año que
simplemente quedarse en su casa. Solo 3,5% piensa viajar a alguna ciudad de
Venezuela a encontrarse con algún familiar, 1,4% viajará al exterior, y otro
escuálido 1,4% irá a pasar las navidades en algún lugar vacacional. No es fácil
conseguir mejor expresión de la crisis que datos como estos.
Pero mucho más elocuente del
fracaso del régimen en que la gente se alegre a juro son las respuestas a la
pregunta: “¿Cómo cree que serán para usted y su familia estas navidades?”. Pues
bien, 13,8% considera que iguales y 9,9% cree que mejores que en 2015. Pero
38,5% dice que son peores que las del año pasado, y 34,7% afirma “que serán las
peores navidades de nuestras vidas”. En otras palabras, tres de cada cuatro
venezolanos siente que las “felices navidades de Maduro” son peores o las
peores de su vida. El signo de estos tiempos en Venezuela no es la alegría,
sino la confusión, la tristeza y la rabia contenida.
Hace poco más de 2.000 años,
un pueblo explotado y sin rumbo recibió la buena noticia de que su liberación
se había iniciado. Esa fue la primera Navidad. Desde entonces, su celebración
es una invitación a la reflexión y al compromiso sobre la permanente y continua
redención. Redención de toda violencia, egoísmo, orden injusto, opresión y
exclusión que impide que las personas sean felices, que es lo que Dios quiere
para todos sus hijos.
Para los venezolanos de
estos tiempos de odio, cinismo y tristeza, la Navidad no es una fiesta oficial
obligada, sino una oportunidad para rescatar su esencia como símbolo y
advenimiento de liberación –en la persona y mensaje del niño de Belén– de todo
aquello que no nos permite crecer como personas, como sociedad y como país.
13-12-16
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