Por Yedzenia Gainza, 25/12/2016
Era de noche, escuchó un ruido abajo y quiso saber
de qué se trataba, pero era pequeña. A sus siete años no le temía a la
oscuridad, aunque tampoco sabía qué podría ser esa sombra que vio pasar desde
su habitación. De su cama a la escalera sólo había que dar tres pasos, así que
siguiendo su oído bajó algunos escalones, no muchos por si tenía que ir
corriendo a avisar a sus padres y no pocos desde abajo para que no la alcanzara
lo que sea que estuviera moviéndose entre los muebles.
Su miedo no tenía nada que ver con las películas de
terror que televisaban los domingos (El Exorcista o La Profecía), al contrario,
E.T. y ALF estaban demasiado presentes para pensar en algo feo. Si acaso, temía
que fuera un ladrón, si bien su casa era segura y la puerta estaba cerrada. Así
que siguió allí sentada en silencio espiando entre los escalones que daban
directo a la sala donde de pronto todo volvió a la normalidad.
Era tan curiosa como testaruda, por lo que en lugar
de volver a dormir prefirió quedarse allí y prestar mayor atención para
detectar movimientos que seguramente se repetirían. Fue entonces cuando escuchó
susurros que no lograba entender. Pasaron algunos minutos en los que la
curiosidad aumentó tanto que la empujó a seguir bajando escalones: primero los
pies, luego los brazos y apoyándose en éstos, el resto de su cuerpo. Uno, dos,
tres y ya estaba a mitad de la escalera con los ojos bien abiertos creyendo que
era tan invisible como eso que escuchaba sin poder saber qué era.
El cristal de la puerta dejaba pasar la luz de la
calle, mas no era suficiente para descubrir quién estaba en casa haciendo ruido
sin querer. Sintió que la estaban mirando, ignoraba quién o cómo, pero
quienquiera que estuviera abajo había detectado su presencia.
No sabía muy bien si subir tan despacio como había
bajado o enfrentar al intruso. Después de dudarlo durante unos segundos, la
pequeña se armó de valor, se incorporó, terminó de bajar y encendió la luz de
la escalera para descubrir el misterio. Apenas tuvo tiempo de ver cómo una
silueta se abría paso entre el árbol de Navidad, regalos y la mesa del comedor.
Los regalos, allí estaba la clave. Corrió detrás pero no le dio tiempo, al
llegar al fondo de la sala de la tele la silueta había desaparecido. Se escapó
por poco.
Emocionada regresó al comedor y notó que faltaban
galletas en el platico que había dejado. Era él quien estaba dejando los
regalos bajo el árbol y tuvo que irse de prisa porque ella lo había
descubierto. La alegría era incontenible, Santa Claus acababa de estar en su
casa, igual que en la de todos los demás niños, aunque ella había tenido la
suerte de por lo menos verlo entre sombras. Al mirar a la derecha su madre
estaba –casi de espaldas en la escalera– y su hermano mayor en la puerta de la
cocina. Ambos tenían cara de sorpresa y a ella le pareció normal, pues les
estaba contando lo que había pasado. Su madre y su hermano se miraban sonriendo
cuando a ella se le ocurrió que a lo mejor Santa seguía en casa escondido, dado
que la sala de la tele daba al lavandero y éste por un lado al patio y por el
otro a la cocina. Buscaron pero no había nadie.
Los regalos perdieron importancia ante la aventura
de esa noche en aquella casa. La niña era casi una celebridad entre sus
amigos y hermanos pequeños que fascinados preguntaban detalles mientras algún
envidioso desdeñaba la historia alegando que ni Santa Claus, ni el Niño Jesús,
ni los Reyes Magos existían porque lo regalos los hacen los padres. Algo que
con los años e independientemente de la conclusión a la que se llegue, nunca
podrá quitar a ningún adulto la llave del cofre donde juegan
los recuerdos de su infancia.
¡Feliz Navidad!
Yedzenia Gainza
@Yedzenia
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