Por Ibsen Martínez
Me comparo con los
compañeros de oficio, los muchos articulistas que todavía, ¡gracias a Dios!,
animan el periodismo mundial, y me achico, avergonzado, porque soy todo menos
el sesudo y atinadamente predictivo analista que me gustaría ser. Ahí tiene
usted el asunto que por estos días acapara la atención mundial: la muerte de
Fidel Castro. ¡Y yo sin dada que decir!
Muere un hombre que le ha
jodido la vida a millones de seres humanos, un hombre excepcional, sin duda,
una figura que no desluce, en cuanto a crueldad, como cofrade de Stalin y Mao,
y me encuentro con que no tengo nada que opinar, al menos nada que llene un
artículo de tan solo 600 palabras. Lo peor es que no puedo siquiera consolarme
pensando que la vaina me ha tomado por sorpresa: “el caballo” estaba, desde
hace años, “mascando el agua”, como suele decirse en Venezuela. Me recrimino
porque, siendo así, he podido mostrarme más previsivo y hace tiempo he debido
emborronar notas para el previsible comentario póstumo. Pero, no; ¡nada!
Tan solo una imagen me viene
a la cabeza al pensar en la muerte de Fidel Castro y en la Revolución cubana.
Es la de un viejo autobús lleno de gente, caído sobre su techo, las ruedas aún
girando tras rodar al fondo de un barranco. Los contados sobrevivientes escapan
por las ventanillas y se alejan del colectivo a punto de estallar, gateando de
prisa entre las breñas, ensangrentados y aullando de dolor. Releo lo anterior y
me digo que, una vez más, abandonarse a la escritura automática puede rendir
frutos. A mí, al menos, me ayuda a figurarme quiénes somos los
latinoamericanos. Esta imagen del autobús al fondo del barranco vuelve a mí
cada vez que ocurre algo que, como la muerte de Fidel Castro, me invita a echar
un retrospectivo vistazo mental a los muchos hitos de la historia política de
nuestra América independiente. Invariablemente, eso es lo único que alcanzo a
ver: un accidente carretero, con muchas víctimas sin nombre, y del que nadie se
hace responsable.
Me ocurre que, desde niño,
tengo un ojo para esa nota de relleno que todos los días (y no es un decir)
puede leerse en la página de sucesos de cualquier tabloide latinoamericano.
Como cada vez hay menos diarios de papel, lo sé, y por eso la nota se ha mudado
a los medios digitales: un colectivo sin frenos, conducido por un ebrio o por
un hombre “con problemas personales”. Ese frenético que no ha dormido lo
suficiente se las arregla para que un vehículo al que no le han hecho
mantenimiento desde hace por lo menos 200.000 kilómetros caiga al vacío desde
el voladero que puede ser un puente sin defensas o una curva resbaladiza y en
pendiente.
La retórica de nuestros
adalides y próceres, desde Gaitán y Perón hasta Castro y Chávez, recurre en
aquello de “subirse al autobús de la historia” que, como dice la canción de don
Agustín Lara, pasa solamente una vez. Instan a los desprevenidos a abordar el
funesto autobús como si declamasen aquel verso de Hebbel que recomienda estar
atentos a reconocer al “auriga de nuestra estrella”.
La atávica aquiescencia
latinoamericana para con los “hombres fuertes” seguirá, me temo que aún por
mucho tiempo, rindiendo culto a los sangrientos visionarios del volante
quienes, so pretexto de vencer la injusticia, abatir la pobreza y combatir el
imperialismo yanqui, conducen colectivos llenos de gente que, entonando himnos
y consignas, corren derechito al despeñadero de lo que, entre nosotros, nos
gusta llamar historia.
02-12-16
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