Fernando Mires 13 de diciembre de 2016
He de
confesar: tengo ciertos problemas con los conceptos extremadamente
generalizadores. Sobre todo con los que buscan identificar lo líquido con lo
sólido, lo efímero con lo eterno, lo grandioso con lo mínimo.
Lo sé:
estamos condenados a trabajar con conceptos. Conozco su utilidad académica.
Pero también sé que en momentos determinados hay que saber renunciar a ellos.
Todos los conceptos son provisorios. Fue esa la razón por la cual en una
ocasión me pronuncie en contra del sobredimensionado uso dado al concepto
populismo. Prácticamente sirve para todo. Se puede ser de izquierda o derecha;
reaccionario o revolucionario; fascista o socialista, y ser populista. ¿No es
cómo demasiado?
Si
quitáramos la palabra populista para designar a un movimiento o partido o
cualquiera cosa subsumida bajo ese nombre, comprobaríamos que la palabra
populista -como tantas otras- en vez de revelar, oculta. En el caso de los
llamados movimientos populistas de la ultra derecha europea ese ocultamiento
resulta evidente.
¿Qué
es lo que tienen en común esos movimientos? Si hacemos una revisión
comprobaremos algo innegable. Todos provienen de miedos y cultivan fobias. De
modo que si los llamamos populistas, no hacemos más que ocultar su principal
identidad: el carácter fóbico que los une.
Entonces
llamémoslos como son: partidos fóbicos.
Entendemos
el concepto de fobia en su más freudiana expresión. Las fobias son miedos
trasladados a determinados objetos que sustituyen el objeto del miedo
originario. Por ejemplo: el miedo al padre de la infancia puede ser trasladado
en la fase adulta al miedo (fobia) al tipo de corbatas que usaba el padre.
El
miedo hacia lo desconocido –el más común de los miedos- suele manifestarse
en los niños como miedo a la oscuridad.
En los adultos tiende a expresarse como miedo a la muerte pues no hay nada más
desconocido que ese “después de la muerte”. Lo desconocido es, por lo mismo, lo
que nos es extraño (lo Unheimlich, según Freud). Y lo que nos es extraño puede
ser representado por lo extranjero.
Así se
explicaría en parte por qué el miedo (odio, aversión, rechazo, fobia) hacia los
extranjeros es –ha sido mil veces comprobado- mucho más fuerte en lugares en
donde casi no hay extranjeros (aldeas, pueblos).
Freud
lo explicaría así: precisamente donde no hay extranjeros, el extranjero es un
extraño y como lo que viene después de la muerte nos es extraño, dejamos caer
el peso de ese miedo sobre cualquier objeto que nos sea extraño, en este caso,
el extranjero.
El
extranjero puede actuar en consecuencias como símbolo corporal de lo
desconocido, es decir, como representante de miedos ocultos. Más todavía si los
partidos anti-extranjeros emplean imágenes mortales cada vez que se refieren al
fenómeno migratorio como por ejemplo alud, invasión, inundación y otros.
En las
grandes ciudades europeas, en cambio, los extranjeros no son extraños.
Forman parte del paisaje cotidiano y por
la misma razón el miedo (odio, aversión, fobia) hacia ellos es menor que en las
zonas rurales.
Son
las mismas razones por las cuales los partidos xenófobos se manifiestan,
además, de un modo homófobo. Siguiendo el ejemplo del patriarca de la homofobia
internacional, Vladimir Putin –sus razzias en contra de los homosexuales son
conocidas- los partidos racistas también se declaran en abierta rebelión en
contra de la homosexualidad, masculina o femenina. “Xenofobia y homofobia,
unidas, jamás serán vencidas” podría ser perfectamente el grito común de
batalla.
La
homofobia, así como su gemela, la xenofobia, también tiene orígenes en miedos
recónditos, aunque su naturaleza es algo distinta. La homosexualidad produce,
evidentemente, inseguridad en sectores sociales y culturales que han hecho de
la virilidad y de la feminidad un mito. Más todavía si se toma en cuenta que la
naturaleza humana es bi-sexual.
En
cierto modo los heterosexuales hemos llegado a ser como somos mediante un
trabajo de sistemática negación de una innata bisexualidad. El ideal social,
religioso y cultural predominante ha apuntado en cambio a establecer una
coincidencia exacta entre genitalidad y sexualidad. Sin embargo, en diferentes
ocasiones, ese duro trabajo no ha logrado su objetivo. Suele suceder que un
resto de bisexualidad no llega a ser plenamente domesticado, hecho que produce
en muchos un sentimiento de culpa que puede incluso manifestarse en
alteraciones mentales.
En
cierto modo cada ser humano se encuentra en permanente lucha en contra de su
sexualidad (contradicción básica ente el Yo y el Ello, según Freud). La fobia
(aversión, rechazo, miedo) a los homosexuales es también un rechazo a ese ser
extraño que habita en cada uno: “lo otro” dentro de nosotros. Objetivado, ese
extraño puede ser un extranjero, pero también ese rol puede ser cumplido por
una lesbiana o por un homosexual.
Odio a
la ambivalencia llamó el sociólogo Sygmunt Bauman al proyecto de los
totalitarismos modernos destinado a lograr la plena uniformidad de la sociedad
y la cultura. Odio a la ambivalencia producido por seres ambivalentes que jamás
han logrado un equilibrio interno entre su ser y su deber ser. Y representantes
de esas ambivalencias han llegado a ser
los extranjeros y los homosexuales.
El
extranjero contrarresta el ideal de la uniformidad. El extranjero es portador
de idiomas, gustos, gestos y religiones desconocidas. El homosexual, a su vez,
produce inseguridades entre los “normales”. Ambas “desviaciones” atentan en
contra de los modelos predominantes de convivencia. Por eso, frente a las
amenazas (internas y externas) los individuos recurren a la protección de
instancias psíquicas represivas: un Sobre-Yo o un Sobre- Nosotros autoritario
representado en ideologías, partidos y líderes.
La
vida del hombre moderno ha sido la lucha por crear un orden monovalente
destinado a fracasar. El ideal de familia perfecta con la mami, el papi, un
auto, niños bien educados, auto, perro y gato, continúa siendo un ideal, pero
no más que eso. Siempre algo escapa; siempre hay algo que no resulta.
Y
bien, precisamente sobre la base del fracaso de los ideales sociales,
culturales y familiares, laboran los partidos fóbicos prometiendo a sus
electores un mundo sin extraños, un mundo donde todo sea igual a sí mismo, uno
donde todos seamos del mismo color, de la misma religión y con un solo sexo,
clara y genitalmente definido.
Xenofobia
y homofobia son, además, las dos razones que han llevado a una tercera fobia.
Se trata de la más política de las fobias de nuestro tiempo: el odio a la
Europa liberal y cosmopolita heredada desde los tiempos de la Ilustración. Y,
por supuesto, a sus valores.
No
deja de ser sintomático que los partidos fóbicos se declaren a sí mismos i-liberales. Defensores de una
imaginaria tradición y de un supuesto orden nacional ven en la Europa moderna y
liberal el origen de lo que ellos llaman la Europa decadente. Por eso intentan
caracterizar a los defensores de esa Europa como cobardes, timoratos y –la
última moda- “buenistas”.
Como
los fascistas del siglo XX, los partidos fóbicos del siglo XXl protestan en
contra de una Europa a la que acusan ser la cuna de la desintegración moral de
sus naciones. La eurofobia, como se ve, no está muy alejada de la xeno y de la
homofobia. Es, en cierto modo, su superstructura político-ideológica.
Ahora
bien, sobre la base de la trinidad fóbica mencionada está naciendo -hay que
decirlo con todas sus letras- un nuevo fascismo.
Sin
embargo, la trilogía fóbica no es solo una característica del neo-fascismo
europeo. Los sectores más radicales del Islam también rinden culto a la misma
trinidad. Así se explica por qué los terroristas islámicos han terminado por
convertirse en aliados objetivos de los partidos fóbicos europeos. En gran
medida se retroalimentan. Dicen odiarse entre sí, pero se trata de un odio
mimético, muy similar al que compartían en el siglo XX comunistas y fascistas,
representantes ambos de ideales totalitarios.
Quizás
cuando Putin y Erdogan celebraron su histórico encuentro, no fue ese un evento
puramente político. Entre los dos autócratas existe una innegable empatía
cultural. Que uno hable en nombre de la Iglesia ortodoxa rusa y el otro en
nombre del Islam, es un asunto puramente formal. Lo cierto, lo objetivo, es que
ambos gobernantes son xenófobos, homófobos y eurófobos. De ahí se explica que
el entendimiento entre ambos haya sido espontáneo y perfecto.
Estás
páginas, aunque redactadas con cierta prisa, intentan llevar a dos
conclusiones. La primera dice que las luchas políticas suelen ser también
culturales, hecho no siempre advertido por los actores y mucho menos por los
analistas políticos. La segunda dice que, si queremos entender de verdad a los
diversos movimientos sociales y políticos de nuestro tiempo, tenemos que pedir
prestadas algunas herramientas a las disciplinas psicológicas.
Sin
conocer el alma (ánima, lo que anima) de los nuevos actores políticos, nunca
podremos entender su comportamiento. Es mi convencimiento. Frente a esa
evidencia algunos docentes y ex docentes hemos insistido en que en los
institutos de politología y sociología sean impartidos cursos obligatorios de
sicología analítica. Pero hasta ahora nadie nos ha hecho caso.
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