Francisco Fernández-Carvajal 30 de enero de 2019
— La
vida interior está destinada a crecer. Corresponder a las gracias recibidas.
— La
fidelidad en lo pequeño y el espíritu de sacrificio.
— La
contrición y el crecimiento interior.
I. Jesús
llama unas veces la atención de los Apóstoles para que escuchen su doctrina;
otras, los convoca para explicarles de nuevo, a solas, una parábola o para que
no dejen de observar algún suceso del que deben retener una enseñanza, pues
reciben un tesoro para toda la Iglesia del que luego deberán dar cuenta. Prestad
atención..., les dice en cierta ocasión. Y les da esta enseñanza: Al
que tiene se le dará; y al que no tiene, incluso lo que parece tener se le
quitará1. Y comenta San Juan Crisóstomo: «Al que es diligente y
fervoroso, se le dará toda la ayuda que depende de Dios: pero al que no tiene
amor ni fervor ni hace lo que de él depende, tampoco se le dará lo de Dios.
Porque aun lo que parece tener -dice el Señor- lo
perderá; no porque Dios se lo quite, sino porque se incapacita para
nuevas gracias»2.
Al que
tiene se le dará... Es una enseñanza fundamental para la vida
interior de cada cristiano. A quien corresponde a la gracia se le dará más
gracia todavía y tendrá aún más; pero el que no hace fructificar las
inspiraciones, mociones y ayudas del Espíritu Santo, quedará cada vez más
empobrecido. Aquellos que negociaron con los talentos en depósito, recibieron
una fortuna más cuantiosa; pero el que enterró el suyo, lo perdió3.
La vida interior, como el amor, está destinada a crecer: «Si dices: basta, ya
has muerto»4; exige siempre un progreso, corresponder, estar abierto a
nuevas gracias. Cuando no se avanza, se retrocede.
El
Señor nos ha prometido que tendremos siempre las ayudas necesarias. En cada
instante podremos decir con el Salmista: el Señor anda solícito por mí5.
Las dificultades, las tentaciones, los obstáculos internos o externos son
motivo para crecer; cuanto más fuerte es la dificultad, mayor es la gracia; y
si fueran muy grandes las tentaciones o las contradicciones, más serían las
ayudas del Señor para convertir lo que parecía entorpecer o imposibilitar la
santidad en motivo de progreso espiritual y de eficacia en el apostolado. Solo
el desamor, la tibieza, hace enfermar o morir la vida del alma. Solo la mala
voluntad, la falta de generosidad con Dios, retrasa o impide la unión con Él.
«Según la capacidad que el vaso de la fe lleve a la fuente, así es lo que
recibe»6. Jesucristo es una fuente inagotable de ayuda, de amor, de
comprensión: ¿con qué capacidad –con qué deseos– nos acercamos a Él? ¡Señor, le
decimos en nuestra oración, danos más y más sed de Ti, que te desee con más
intensidad que el pobre que anda perdido en el desierto, a punto de morir por falta
de agua!
II. Las
causas que llevan a no progresar en la vida interior y, por tanto, a retroceder
y a dar cabida al desaliento, pueden ser muy diversas, pero en muchas ocasiones
se reducen a unas pocas: el descuido, la dejadez en las cosas pequeñas que
miran al servicio y amistad con Dios, y el retroceder ante los sacrificios que
nos pide7. Todo lo que poseemos cada día para ofrecer al Señor son
pequeños actos de fe y de amor, peticiones, acciones de gracias en la Santa
Misa, la Visita al Santísimo sabiendo que vamos a encontrar al mismo Jesucristo
que nos espera..., las oraciones acostumbradas a lo largo de la jornada; y
vencimientos en el trabajo, amabilidad en las contestaciones, afabilidad al
pedir... Muchas cosas pequeñas hechas con amor y por amor constituyen nuestro
tesoro de ese día, que llevaremos a la eternidad. La vida interior se alimenta
normalmente de lo pequeño realizado con atención, con amor. Pretender otra cosa
sería equivocar el camino, no encontrar nada o muy poco para ofrecer al Señor.
«Viene bien recordar –nos señala San Josemaría Escrivá– la historia de aquel
personaje imaginado por un escritor francés, que pretendía cazar leones en los
pasillos de su casa, y, naturalmente, no los encontraba. Nuestra vida es común
y corriente; pretender servir al Señor en cosas grandes sería como intentar ir
a la caza de leones en los pasillos. Igual que el cazador del cuento,
acabaríamos con las manos vacías»8,
sin nada que ofrecer. Tenemos lo normal de todos los días.
Como
las gotas de agua sumadas unas a otras fecundan la tierra sedienta, así
nuestras pequeñas obras: una «mirada» a una imagen de la Virgen, una palabra de
aliento a un amigo, una genuflexión reverente ante el Sagrario, el rechazo de
una distracción en la oración, un vencimiento en el trabajo evitando la
pereza... crean los buenos hábitos, las virtudes, que hacen progresar la vida
del alma y la conservan. Si somos fieles en estos pequeños actos, si
actualizamos muchas veces el deseo de agradar al Señor, cuando llegue algo más
importante que ofrecer –una enfermedad costosa de llevar, un fracaso
profesional...– entonces también sabremos sacar fruto de eso que el Señor ha
querido o permitido. Se cumplirán así las palabras de Jesús: El que es
fiel en lo poco, también lo es en lo mucho9.
Otra
causa de retroceso en la vida del alma es «negarse a aceptar los sacrificios
que pide el Señor»10.
Son las negaciones al propio egoísmo que todo amor necesita, el empeño por
buscar a Cristo durante el día en lugar de buscarnos a nosotros mismos.
El
amor a Dios «se adquiere en la fatiga espiritual»11,
en el empeño, en el interés que nace de lo más profundo del alma, con la ayuda
de la gracia. No existe amor, ni humano ni divino, sin este sacrificio gustoso.
«El amor crece en nosotros y se desarrolla también entre las contradicciones,
entre las resistencias que se le oponen desde el interior de cada uno de
nosotros, y a la vez “desde fuera”, esto es, entre las múltiples fuerzas que le
son extrañas e incluso hostiles»12.
Como el Señor nos ha prometido que no nos faltará la ayuda de la gracia, solo
depende de nuestra correspondencia, de nuestro empeño, del recomenzar una y
otra vez, sin desánimos. Cuanto más fieles seamos a la gracia, más ayudas nos
da Él, más facilidad para recorrer el camino...; también más exigencia y finura
de alma se nos pedirá. El amor reclama siempre más amor.
III. La
vida interior tiene una particular oportunidad de crecer cuando se presentan
situaciones adversas. Y para el alma no existe obstáculo mayor que el creado
por las propias miserias y por las dejaciones y faltas de amor. Pero el
Espíritu Santo nos enseña y nos impulsa en esas circunstancias a reaccionar de
modo sobrenatural, con un acto de contrición: Ten piedad de mí, Señor,
que soy un pecador13.
Enseña San Francisco de Sales que debemos sentirnos fuertes con tales
jaculatorias, hechas con actos de amor y de dolor, con deseos de una viva
reconciliación a fin de que, por medio de ellas, nos confiemos a su Corazón
misericordioso14.
Los actos de contrición son un medio eficaz de progreso espiritual.
Pedir
perdón es amar, es contemplar a Cristo cada vez más dispuesto a la comprensión
y a la misericordia. Y como somos pecadores15,
nuestro camino estará lleno de actos de dolor, de amor, que llenan el alma de
esperanza y de nuevos deseos de reemprender el camino de la santidad. Es
necesario volver al Señor una y otra vez, sin desánimos y sin angustiarse,
aunque hayan sido muchas las veces en que no se ha respondido al Amor. La
misericordia divina es infinita, y anima a volver con nuevo empeño, con
esperanza renovada. Debemos hacer como el hijo pródigo, que, en lugar de
quedarse allí, lejos, en un país extraño, avergonzado, malviviendo, volviendo
en sí, dijo: ... Me levantaré e iré a mi padre16.
«La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de
nuestro Padre. Volver mediante la contrición (...).
»Dios
nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo
merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace
falta solo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro
Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de
podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra
parte, verdaderamente hijos suyos»17.
Nunca nos abandona el Señor. Siempre nos acoge, nos reconforta y mueve a
comenzar una vez más, con más amor, con más humildad.
Nuestras
flaquezas nos ayudan a buscar la misericordia divina, a ser humildes. Y crecer
en esta virtud es dar muchos pasos en la vida interior. Todas las virtudes se
benefician cuando somos más humildes. Si alguna vez nos encontramos faltos de
correspondencia ante tantas gracias recibidas, si no hemos sido tan fieles al
Señor como Él esperaba, debemos acudir confiadamente a Él con corazón
contrito: crea en mí, ¡oh Dios!, un corazón puro; renueva dentro de mí
un espíritu recto18.
Muchas
veces debemos pensar nosotros en aquellas cosas que, aunque sean pequeñas, nos
separan de Dios. Y nos moveremos al dolor y a la contrición, que nos acercan
más a Él. Así la vida interior sale enriquecida no solo de los obstáculos sino
también de las flaquezas, de los errores, de los pecados. Y si nos resultara
más costoso el recomenzar, acudiremos a María, que hace fácil el camino que
conduce a su Hijo. Pidámosle que nos ayude en el día de hoy a realizar muchos
actos de contrición. Quizá nos puede servir la misma oración del
publicano: Ten piedad de mí, Señor, que soy un pobre pecador. O la
oración del rey David: Cor contritum et humiliatum, Deus, non
despicies: No despreciarás, oh Dios, un corazón contrito y humillado19.
De modo particular nos ayudará el repetir jaculatorias cuando divisemos los
muros de una iglesia, sabiendo que allí, en persona, está Jesús Sacramentado,
la Fuente de toda misericordia.
La
Virgen, que es Madre de gracia, de misericordia, de perdón, avivará siempre en
nosotros la esperanza de alcanzar la ambiciosa meta de ser santos; pongamos en
sus manos el fruto de este rato de oración personal, convencidos de que a quien
corresponde a la gracia, se le dará más gracia todavía.
1 Mc 4,
24-25. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
45, 1. —
3 Cfr. Mt 25,
14-30. —
4 San
Agustín, Sermón 51, 3. —
5 Sal 39,
18. —
6 San
Agustín, Tratado sobre el Evangelio de San Juan, 17.
—
7 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 10ª ed., Madrid 2003, vol. I, p. 531 ss. —
8 San
Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1930. —
9 Cfr. Lc 16,
10. —
10 R.
Garrigou-Lagrange, loc. cit, p. 533. —
11 Juan
Pablo II, Homilía 3-II-1980. —
12 Ibídem.
—
13 Lc 18,
13. —
14 Cfr. San
Francisco de Sales, Tratado del amor de Dios, 2, 20.
—
15 Cfr. 1
Jn 1, 8-9. —
16 Lc 15,
17-18. —
17 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 64. —
18 Sal 50,
12. —
19 Sal 50,
19.
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