Félix Palazzi 26 de enero de 2019
El
ejercicio de la tolerancia no implica simplemente la acción de permitir o
sobrellevar las opiniones contrarias; mucho menos, debe ser asociada a simples
formas de respeto que conlleven soportar la presencia “incómoda” del otro, la
diversidad de propuestas éticas u opciones políticas antagónicas. En nuestra
realidad es una contradicción proclamar la tolerancia, y a la vez, socavar los
derechos humanos y civiles de un grupo o de una persona. Toda sociedad debe
siempre vigilar que al proclamar la tolerancia no se pretenda con ello
legalizar o amparar las desigualdades, el irrespeto a las opciones políticas o
éticas; ni fomentar una lógica que desconozca la dignidad de las personas o su
libertad de pensamiento.
Lo
cierto es que la intolerancia, en la situación actual, implica una lógica
destructiva que ha logrado contaminar todo el tejido social. Difícilmente
podremos salir de nuestro atolladero si no logramos ver y asumir la seriedad de
nuestra situación presente. La intolerancia es lo más similar a una gran
epidemia nacional. Una epidemia que lleva cierto estigma moral, pues parece que
en nuestra vida cotidiana no hay nada más intolerable que ser intolerante.
Posiblemente esto se deba a que nuestro organismo social todavía guarda en su
memoria la estima por los valores que permiten y orientan la convivencia y la
búsqueda del “bien común”. Pero no basta recordar o señalar un valor como guía
u horizonte necesario, si este valor no es gustado, apreciado, estimado y
valorado por la sociedad. En otras palabras, los valores “valen”, importan y
son necesarios para vivir y crecer como sociedad. Nuestra salud social y
personal se recuperará en la medida que logre discernir desde valores distintos
y sea capaz de asumirlos como propios.
Es
lógico que ante semejante gravedad todos estemos buscando la mejor receta, el
mejor doctor, el mejor tratamiento, la mejor clínica, etc. La tolerancia suele
buscar el “bien común”, pero en situaciones tan conflictivas y graves como la
nuestra, puede ser difícil definir su significado. Por ello nos será más fácil
si discernimos qué es el “mal común”.
El
“mal común” no es únicamente el mal que nos afecta a todos. Sino la lógica
estructural que soporta nuestra indiferencia al mal; por ejemplo, la violencia.
Como sociedad, estamos todavía lejos de asumir el problema como realidad
“común”. Ésta se ha relegado, escondido, ignorado como un problema de una clase
social o un grupo especifico: “los malandros”. Es claro que todos padecemos la
violencia pero no todos en las mismas magnitudes y condiciones.
Hace
falta mucho todavía para hacer de ésta un tema apreciado como un “mal común”.
Hasta ahora es un “mal compartido”, pero no hemos logrado unir a la sociedad y
a sus distintos grupos para asumirla como realidad común, apreciar sus causas y
enmendarlas. Sólo una verdadera tolerancia que nos permita reconocernos los
unos a los otros y apostar por el derecho y la justicia de todos nos permitirá
superar ese “mal común” que nos afecta a todos.
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